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En ese momento, Tom metió finalmente cuchara en la conversación.

– Estoy seguro de que no lo hace con mala intención -afirmó-. Ya sabes cómo es Nathan, Marina. Está un poco chalado, tan impulsivo…, siempre haciendo cosas raras.

– Sí que está chiflado -convino ella-. Pero aparte de eso es muy buena persona. Sólo que no quiero problemas. Ya saben lo que pasa. Una cosa lleva a la otra, y luego… bum.

– ¿Bum? -inquirió Tom.

– Sí, bum. Y no me pida que le explique lo que significa eso.

– De acuerdo -dije, comprendiendo de pronto que su matrimonio era mucho menos apacible de lo que había supuesto-. Creo que tengo la solución. Marina se queda con el collar, pero no se lo lleva a casa. Lo deja siempre aquí, en el restaurante. Lo lleva en el trabajo, y por la noche lo guarda en la caja. Tom y yo venimos todos los días y admiramos el collar, y Roberto nunca se entera de nada.

Era una propuesta tan turbia y ridícula, una argucia tan pobre y tortuosa, que Tom y Marina se echaron a reír.

– Vaya con Nathan -dijo Marina-. Menudo viejo cuco está hecho usted.

– No tan viejo -apostillé.

– ¿Y qué pasa si por casualidad se me olvida quitarme el collar? -preguntó ella-. ¿Qué ocurre si me presento una noche en casa con él puesto?

– Tú nunca harías eso -contesté-. Eres demasiado lista.

Y así es como la joven y cándida Marina Luisa Sánchez González se vio obligada a aceptar el regalo de cumpleaños, y yo recibí por mis desvelos un beso en la mejilla, un ósculo tierno y prolongado que recordaré hasta el fin de mis días. Ésas son las ventajas propias de los hombres estúpidos. Y yo no soy sino eso un verdadero estúpido. Me gané un beso y una radiante sonrisa de agradecimiento, pero también me busqué algo con lo que no contaba. Se trataba de la irrupción del señor Problemas, y cuando llegue el momento de su aparición, haré una relación completa de los hechos. Pero ahora es viernes por la tarde, y hay otros asuntos más urgentes que atender. El fin de semana está a punto de comenzar, y menos de treinta horas después de que saliéramos del Cosmic Diner, Tom y yo estábamos sentados en otro restaurante con Harry Brightman, cenando, bebiendo vino y lidiando con los misterios del universo.

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