Fue así como, durante los primeros días de otoño, se extendió el rumor, primero entre los obreros, más tarde por la ciudad, de que el hada de las aguas había intervenido en la cuestión del puente, y que destruía por la noche el trabajo hecho el día anterior y que de aquella obra no saldría nada. Al mismo tiempo, empezaron efectivamente a manifestarse, durante la noche, desperfectos inexplicables en los lugares en que estaban emplazados los diques e incluso en los trabajos de albañilería. Las herramientas que hasta entonces los albañiles habían dejado en los pilares recién comenzados, en los dos extremos del puente, empezaron a desaparecer. También se pudo observar que en los trabajos del suelo se abrían grietas, penetrando el agua por ellos.
El rumor de que el puente no podría ser concluido llegó hasta muy lejos; tanto los turcos como los cristianos lo propagaban y adquirió la forma de una creencia cada vez más firme. La raía 1 cristiana se regocijaba con todo su corazón, murmurando en silencio y disimuladamente. Los turcos del país que en otro tiempo contemplaban orgullosos la obra del visir empezaron a guiñar el ojo con desprecio y hacer con la mano señales de desánimo.
Un gran número de nuestros islamizados que, tras haber cambiado de fe, habían continuado sentándose ante una mísera pitanza y con el vestido lleno de remiendos, escuchaban y repetían con deleite los relatos sobre el enorme fracaso, encontrando un placer amargo en comprobar que ni siquiera los visires pueden alcanzar y realizar todo lo que proyectan. Decían que los artesanos extranjeros estaban a punto de marcharse y que el puente no se levantaría allí, donde nunca había estado y donde no se debería haber comenzado.
Las murmuraciones se mezclaban unas con otras y se extendían entre las gentes de la región.
El pueblo inventa cuentos con facilidad y los propaga rápidamente, pero la realidad se mezcla curiosa e inseparablemente con los cuentos.
Los aldeanos que escuchaban por la noche al tocador de guzla, decían que el hada que destruía la construcción había hecho saber a Abidaga que no abandonaría su tarea de demolición en tanto no fuesen emparedados en los cimientos del puente dos hermanos gemelos, niño y niña, de nombre Stoïa y Ostoïa. Y eran muchos los que juraban haber visto a los guardianes buscando por los pueblos a una pareja tal de criaturas. (Los guardianes turcos rondaban efectivamente, pero no buscaban a los niños. Por orden de Abidaga, andaban con el oído alerta e interrogaban a los habitantes, preguntándoles si no sabían quiénes eran los desconocidos que destruían el puente.)
Sucedió entonces que, en un pueblo situado por encima de Vichegrado, una muchacha tartamuda y algo anormal quedó encinta. Se trataba de una pobre criatura que era criada en casa de unos extranjeros. No quería decir o, tal vez, ni siquiera lo sabía, quién la había dejado encinta. Era un acontecimiento extraño y sin precedentes que una muchacha -y sobre todo una muchacha como ella- hubiese concebido y no se supiese quién era el padre. Precisamente durante aquellos días, la muchacha dio a luz, en un cercado, un par de gemelos que nacieron muertos. Las mujeres del pueblo la asistieron en el parto, que fue extraordinariamente difícil, y enterraron a los niños en un sembrado de ciruelos. Pero aquella desdichada criatura que no estaba destinada a ser madre, se levantó al tercer día y se puso a buscar a sus hijos por todo el pueblo. En vano le explicaron que los niños habían nacido muertos y que habían sido enterrados. Para desembarazarse de sus incesantes preguntas le dijeron o, más bien, le hicieron comprender por gestos que sus hijos habían sido llevados a la ciudad, donde los turcos construían el puente.
Débil y desesperada, marchó hacia la ciudad. Una vez en ella comenzó a merodear alrededor de los andamiajes y de las obras, mirando espantada a los ojos de los hombres y preguntando, en un balbuceo incomprensible, dónde estaban sus hijos. Los hombres la contemplaban con extrañeza o la arrojaban para que no los molestase en su trabajo. Viendo que no comprendían lo que ella quería, se desabrochaba su basta camisa de campesina y les mostraba sus senos doloridos e hinchados cuyos pezones comenzaban a agrietarse y a sangrar a causa de la subida de la leche. Nadie sabía cómo ayudarla y explicarle que sus hijos no estaban emparedados en el puente, porque se limitaba a balbucir lamentablemente ante las palabras tranquilizadoras, los insultos y las amenazas, registrando cada rincón con mirada aguda y desconfiada.
Al fin dejaron de rechazarla y le permitieron vagar en torno a las obras; y para librarse de ella daban un rodeo llenos de compasión dolorosa. Los cocineros le daban algunos desperdicios de aquella papilla de maíz en que consistía el miserable alimento destinado a los obreros y que a menudo quedaba quemada en el fondo del caldero. La apodaron Ilinka la loca e, imitándolos, toda la ciudad hizo otro tanto. El mismo Abidaga pasaba junto a ella sin hacerle ninguna observación, volvía supersticiosamente la cabeza y ordenaba que le diesen una limosna. Así continuó viviendo la muchacha, como una loca apacible, al lado de la construcción. Por ella se conservó la leyenda de que los turcos habían emparedado a los niños en el puente. Unos la creyeron, otros no, pero todos la repetían y la propagaban.
Sin embargo, los desperfectos seguían produciéndose, unas veces en mayor, otras en menor grado y, simultáneamente, circulaban rumores, cada vez más insistentes, de que las hadas no tolerarían un puente sobre el Drina.
Abidaga estaba fuera de sí. Le consumía el que alguien se atreviese, a pesar de aquella proverbial severidad que cultivaba como un motivo particular de orgullo, a emprender algo contra su obra y sus intenciones. Asimismo, sólo era capaz de experimentar aversión por aquel pueblo (tanto por los musulmanes como por los cristianos) que era lento y torpe en el trabajo, pero pronto en la burla y en la falta de respeto; por aquel pueblo que encontraba con tanta facilidad palabras de mofa y corrosivas con las que juzgar lo que no podía comprender o no sabía hacer.
Montó una guardia a ambos lados del puente.
A partir de este momento, dejaron de producirse desperfectos en los trabajos en tierra, pero continuaron en el agua; tan sólo en las noches iluminadas por la luna no había destrucciones. Aquello confirmó a Abidaga, que no creía en las hadas, en la opinión de que aquella hada no era visible y no bajaba de los cielos. Durante mucho tiempo no había querido, no había podido creer a aquellos que le decían que todo consistía en una astucia de los campesinos, pero ahora pensaba cada vez más firmemente que así era en efecto. Y semejante pensamiento lo ponía aún más rabioso. No obstante, se daba cuenta de que tenía que mantener su calma y esconder su cólera, si es que quería acechar y atrapar el saboteador y disipar, lo más rápida y radicalmente posible, las leyendas que circulaban a propósito de las hadas y del abandono de los trabajos del puente, leyendas que podían llegar a ser peligrosas. Convocó al jefe de los guardianes, un hombre pálido y frágil de salud, oriundo de Plevlié 1 , que había pasado su juventud en Constantinopla.
Los dos hombres sentían una repulsión instintiva el uno por el otro y, al mismo tiempo, se atraían y chocaban sin cesar. Porque entre ellos se tejían constantemente y vibraban sentimientos incomprensibles de odio, de aversión, de miedo y de desconfianza.
Abidaga, que no era bondadoso ni agradable para nadie, manifestaba hacia aquel lívido islamizado, hacia aquel renegado, una repulsión no disimulada. Todo lo que hacía o decía conseguía irritar a Abidaga, y lo llevaba a injuriarlo y humillarlo. Y cuanto más humilde y amable y complaciente se mostraba el Plevliak, más aumentaba la repulsión de Abidaga. El jefe de los guardianes experimentó desde el primer día un temor supersticioso y terrible por Abidaga.
Con el tiempo, el temor se convirtió en una dolorosa pesadilla de la que no podía librarse. A cada paso, en sueños, pensaba: "¿Qué va a decir Abidaga de esto?" Trataba en vano, y a fuerza de servilismos, de complacerlo y de caer en gracia. Abidaga acogía con indignación todo lo que venía de él. Y aquel odio incomprensible paralizaba y desconcertaba al Plevliak y aumentaba la tensión de sus nervios y su desdicha.
Creía que un día, a causa de Abidaga, perdería no sólo su trabajo y situación, sino también su cabeza. Este era el motivo por el que vivía en una agitación permanente y pasaba de un abatimiento mortal a un celo febril y feroz. Ahora, estaba en pie, pálido y tenso, ante Abidaga, quien, con una voz ahogada por la cólera, le decía:
– Escucha, inútil, tú conoces a esta partida de cerdos, conoces su lengua y sus tretas y, sin embargo, no eres capaz de encontrar a la carroña que se ha interpuesto en los trabajos del visir. Y no eres capaz porque tú eres un carroña como ellos, y aún hay una más repugnante que tú y es la que te ha dado la plaza de jefe y vigilante; hasta ahora no ha habido nadie que te recompense como tú mereces. Si nadie se ocupa de ello, yo lo haré. Has de saber que te hundiré en el suelo de tal modo que no habrá sombra tuya al sol, ni siquiera la que da la más pequeña hierbecilla. Si no cesan dentro de tres días los daños y las destrucciones en las obras, si no coges a quien los causa, si no reduces al silencio todos los rumores imbéciles que corren sobre las hadas y la suspensión de los trabajos, te plantaré vivo sobre una estaca en lo alto de los andamiajes para que todo el mundo te vea, sienta miedo y entre en razón. Te lo juro por la vida y la fe en cuyo nombre no se jura en vano. Hoy es jueves; tienes tiempo hasta el domingo y ahora, vete al diablo, que es el que te ha enviado a mí. ¡Venga! ¡Márchate!
Aunque no lo hubiese jurado, el Plevliak habría dado fe a la amenaza de Abidaga; incluso durante el sueño, temblaba creyendo oír su voz y sentir su mirada. Ahora, salía de la entrevista con Abidaga presa de uno de aquellos accesos de terror, espantosos y convulsivos, e inmediatamente, con la energía que da la desesperación, puso manos a la obra. Reunió a todos sus hombres y, pasando bruscamente de un adormecimiento mortal a una rabia loca, les habló con dureza:
– ¡Ciegos! ¡Holgazanes! – gritaba a voz en cuello como si lo hubiesen ensartado vivo en una estaca; más que voces eran alaridos los que lanzaba a cada uno de sus hombres -. ¿Así es cómo hacéis guardia y vigiláis los bienes imperiales? Cuando hay que ir a comer, todos sois ligeros y rápidos, pero cuando se trata del servicio, andáis como si os hubiesen atado las piernas y vuestra razón se paraliza. A causa de vosotros me arde la cara de vergüenza. Pero ya está bien de no hacer nada, ¡vagos! Meteos en la cabeza que, en esos mismos andamiajes, haré una matanza de guardianes. Ni uno de vosotros conservará la cabeza sobre los hombros si, dentro de dos días, no ha cesado el desastre y si no habéis atrapado y aniquilado a esos granujas. Os quedan aún dos días de vida. ¡Os lo juro por la fe y por el Corán!