Mientras fumaban, uno de ellos dijo en voz baja: -Nunca he visto a nadie que sudase de este modo. Y siguieron fumando en medio de un silencio absoluto. Pero no era Pavlé el único que sudaba la gota gorda y que se perdía en un sueño del que nunca se suele despertar. Durante aquellos días de verano, en la estrecha banda de tierra que existe entre el Drina y la anda frontera, en la ciudad, en los pueblos, en las carreteras y en los bosques, por todas partes, los hombres, con el rostro empapado de sudor, buscaban la muerte, su muerte y la de los demás, y al mismo tiempo, huían de ella y se defendían por todos los medios, con todas sus fuerzas. Ese extraño juego humano que se llama la guerra, adquiría cada vez mayor amplitud, se iba extendiendo y sometía bajo su yugo a los seres vivos y a las cosas inertes.
No lejos de la barraca, había aquella mañana un destacamento de soldados poco corrientes. Vestían un uniforme blanco y llevaban cascos coloniales, igualmente blancos. Eran tropas alemanas a las que se daba el nombre de destacamento de Scutari. Antes de la guerra, fueron enviadas a Scutari 1 , donde, en calidad de ejército internacional, hubieron de mantener el orden y la paz al lado de los destacamentos de otras naciones. Cuando estalló la guerra recibieron orden de abandonar Scutari y de ponerse a disposición del estado mayor austríaco que se encontrase más próximo en la zona de la frontera servia. Habían llegado la noche anterior y descansaban ahora en el espacio llano comprendido entre la plaza y el barrio del comercio. Allí, en una esquina poco frecuentada, los soldados esperaban la orden de pasar al ataque.
Eran cerca de ciento veinte. Su capitán, un pelirrojo grueso que soportaba mal el calor, reprendía en aquellos momentos al sargento de las fuerzas de orden público, Danilo Repats. Se dirigía a él como sólo un superior del ejército alemán puede dirigirse a un inferior: ruidosamente, de modo pedante y sin consideraciones de ninguna especie. El capitán se lamentaba de que él y sus hombres se muriesen de sed, de que no tuviesen las cosas más indispensables, mientras que, alrededor de ellos, las tiendas, sin duda bien abastecidas, permanecían cerradas, a pesar de que se había declarado obligatorio el que estuviesen abiertas.
– ¿Qué es lo que sois: guardias o marionetas? ¿Tendré que reventar aquí con mis hombres? o, ¿quizá me veré en la precisión de abrir las tiendas por la fuerza, como un bandido? Que se busque inmediatamente a los propietarios y que se nos garantice el aprovisionamiento indispensable y bebida sana. ¡Inmediatamente! ¿Sabe usted lo que quiere decir inmediatamente?
A medida que iba hablando, la cara del capitán se congestionaba cada vez más. Con su uniforme blanco, la cabeza pelada al rape y rojo de ira, ardía invadido por la cólera.
El sargento Repats, aturdido, parpadeaba y se limitaba a repetir:
– Ya comprendo, mi capitán. Haremos en seguida lo que usted dice. Ya comprendo, inmediatamente.
A continuación, pasando de su entorpecimiento cataléptico a una agitación loca, dio media vuelta y se arrojó hacia el barrio del comercio. Era como si la proximidad del irritado capitán hubiese hecho blanco en él, impulsándole a correr, a amenazar y a imprecar en torno a sí.
El primero a quien encontró en su carrera fue a Alí-Hodja. Acababa éste de bajar de su barrio para dar una vuelta por la tienda. Al ver al "Vakmaistor" 1 Repats, quien, transformado totalmente, llegaba en tromba a él, Alí-Hodja, extrañado, se preguntó si aquel hombre de aspecto salvaje y demente era el mismo a quien, durante muchos años, había visto pasar delante de su tienda, lleno de apacibilidad, digno y afable. Ahora era un Repats sombrío que lo miraba con unos ojos incapaces de reconocer a nadie ni de ver nada que no fuera su propio terror. El sargento se puso inmediatamente a vociferar, como si repitiese lo que, instantes antes, había oído decir al capitán alemán.
– ¡Dios del cielo!, habría que ahorcaros a todos. ¿Es que no se os ha ordenado que tengáis las tiendas abiertas? Si por vuestra culpa, yo…
Y antes de que el estupefacto Alí-Hodja hubiese podido pronunciar una sola palabra, le dio tal bofetada en la mejilla derecha que su turbante fue a caer sobre su oreja izquierda. El sargento, fuera de sí, continuó su carrera, intentando que se abriesen las demás tiendas. El hodja se puso bien el turbante, abrió su tienda y, tan estupefacto como cuando fue sorprendido por el sargento, se sentó. A los pocos momentos, se reunieron en torno a su tienda unos soldados de aspecto extraño, vestidos con uniformes blancos, y a los que nunca había visto.
Le daba la impresión de que estaba soñando. Pero, en una época en que las bofetadas caían del cielo, ya nada podía llamarle la atención.
Así fue cómo pasó un mes entero en el que no cesó de bombardearse el puente; un mes en medio del cañoneo que hacía temblar las colinas circundantes; un mes de sufrimientos y de violencias de todas clases, durante el cual todo el mundo vivió aguardando peores desgracias. Desde los primeros días, la mayor parte de la población abandonó la ciudad, que se hallaba entre dos fuegos. A finales de septiembre se inició la evacuación total de la ciudad. Los últimos funcionarios se retiraron de noche, por carretera, franqueando el puente, ya que la vía férrea había sido cortada. Después, poco a poco, también empezaron a retirarse las tropas de la orilla derecha del Drina. Quedaron únicamente un reducido número de defensores, algunos destacamentos de pioneros y unas cuantas patrullas aisladas de guardias. Todos ellos esperaban el momento de que se ordenase también su evacuación.
El puente parecía condenado, pero seguía intacto, en medio de dos mundos en guerra.