– ¿Estás refiriéndote a Zorka? -interrumpió Stikovich.
– Está bien: si quieres, hablaremos también de eso. Sí, es a causa de Zorka. No sentías la más ligera inclinación hacia ella. Lo que has hecho es exclusivamente fruto de tu incapacidad para abstenerte y pararte ante una cosa, sea la que sea, que se ofrece en un instante ante tus ojos y que halaga tu vanidad. Sí, te adueñas de la pobre maestra, que es una criatura inconsciente y falta de experiencia, del mismo modo que escribes artículos, y poemas, y redactas discursos y conferencias. Aún no los has terminado, cuando ya te pesan, y tu vanidad bosteza aburrida, y buscas con la mirada ávidamente otra cosa. Tu maldición es que no puedes pararte en ningún sitio, ni saciarte, ni sentirte satisfecho. Sometes todo a tu vanidad, pero eres su primer esclavo y su mayor mártir. Quizás alcances mucha más gloria y éxitos más altos que los que pueda darte la conquista de una mujer débil y engañada, pero en ninguno de esos éxitos hallarás satisfacción, puesto que tu vanidad aspira a llegar más lejos y lo devora todo, incluso los mayores triunfos, olvidándolos inmediatamente, pero se acuerda para siempre de la más mínima ofensa, del más ligero fracaso. Y cuando en torno a ti todo haya desaparecido y esté quebrado, mancillado, humillado, disperso o reducido a la nada, entonces tú te encontrarás solo en medio de un desierto, frente a frente con tu vanidad, y no tendrás nada que ofrecerle y en ese momento te devorarás a ti mismo, pero no te servirá para nada, porque esa misma vanidad, acostumbrada a mejores presas, no te querrá como alimento y te echará a un lado. Eso es lo que tú crees, aunque aparezcas de otro modo ante la mayoría de la gente y aunque tú tengas otro concepto de ti mismo. Pero yo te conozco.
Dichas estas palabras, Glasintchanine se calló.
En la kapia se empezaba a sentir el frescor de la noche y se iba extendiendo la calma, acompañada por el ruido eterno del agua. Los dos muchachos no se habían dado cuenta de que había cesado la música procedente de la orilla. Habían olvidado por completo el lugar en que se encontraban y lo que hacían. Ambos habían sido arrastrados por sus pensamientos, como sólo la juventud puede dejarse arrastrar. El hombre "de los estéreos" había dicho todo lo que su pensamiento albergaba con pasión profunda e intensamente, pero para lo que nunca había logrado hallar las palabras y las expresiones adecuadas. En aquella ocasión había hablado con una elocuencia fácil, lleno de amargura y de exaltación. Stikovitch lo había escuchado sin rechistar, con la mirada fija en la estela blanca que conservaba la inscripción turca. Sus ojos se habían detenido en aquel lugar como si fuese una pantalla cinematográfica. Cada palabra de Glasintchanine había sido como un cuchillo cuya punta hubiera rozado a Stikovitch; pero éste no había encontrado nada insultante ni había visto ningún peligro en lo que su camarada invisible le había dicho. Muy por el contrario, había tenido la impresión, ante cada uno de los dardos de Glasintchanine, de que crecía y de que, llevado por alas impalpables, emprendía un vuelo en silencio, rápida y audazmente, con emoción; había creído que volaba muy por encima de los hombres y de sus lazos, de sus leyes y de sus sentimientos; de que volaba lleno de orgullo y de grandeza, feliz (o en un estado muy parecido a la felicidad). Volaba por encima de todo. Y la voz de su adversario le sonó como el murmullo de las aguas y el ruido del mundo. Y a él no le importaba ni ese mundo, ni lo que pensase, ni lo que dijese: surcaba el cielo sobre sus cabezas como un pájaro.
El silencio que se produjo al terminar de hablar Glasintchanine tuvo la virtud de serenar a los dos muchachos. No se atrevieron a mirarse. Sólo Dios sabe qué giro habría tomado aquella disputa si no hubiesen hecho su aparición sobre el puente algunos borrachos que venían de la plaza, cantando unas canciones deshilvanadas y lanzando sonoras llamadas. Un tenor cubría con la suya las voces de los demás y entonaba, como Dios le daba a entender y en un tono agudo, una antigua melodía:
¡Qué juiciosa eres, qué hermosa,
Hermosa Fata Ardaguina!
Reconocieron por la voz a algunos comerciantes jóvenes y a ciertos muchachos, hijos de familias acomodadas. Unos andaban derechos y despacio, otros describían curvas y daban traspiés. A través de sus bromas sonoras, podía concluirse que venían de un establecimiento conocido por el nombre de "Bajo los Alamos".
En el curso del relato precedente, nos hemos olvidado de señalar una innovación que había sido introducida en la pequeña ciudad. (Ya habrán ustedes observado que olvidamos fácilmente decir aquello de lo que no nos gusta hablar.)
Unos quince años antes de lo que acabamos de narrar, con anterioridad, incluso, al comienzo de la construcción del ferrocarril, se establecieron en Vichegrado un húngaro y su mujer. El apellido de él era Terdik y su mujer se llamaba lulka; ella, por proceder de Novi Sad, hablaba servio. Todo el mundo se enteró en seguida de que habían llegado con la intención de abrir en la ciudad un establecimiento para el cual no existía una denominación exacta en el lenguaje popular. Y, en efecto, inauguraron en un extremo de Vichegrado un local situado bajo los altos álamos que crecen al pie de la montaña de Strajichta. Aprovecharon una vieja casa de beys que transformaron por completo.
Aquel lugar adquirió mala reputación en la ciudad. Las ventanas de la casa estaban cerradas y las cortinas corridas durante todo el día. Pero una vez llegada la noche se encendía en la puerta una luz blanca procedente de una lámpara de minero, la cual ardía toda la noche. En la planta baja resonaban los ecos de las canciones y se dejaban oír las notas de una pianola. Corrían entre los muchachos y los libertinos los nombres de las mujeres que Terdik había llevado y mantenía en su establecimiento. Al principio fueron cuatro: Irma, Ilona, Frida y Aranka.
Todos los viernes podía verse cómo llegaban al hospital, en dos simones, "las muchachas de lulka" que acudían al reconocimiento semanal. Iban vestidas de blanco y de rojo, llevaban flores en el sombrero y se guardaban del sol con unas sombrillas blancas en las que flotaban unos volantes de encaje. Cuando pasaban los dos coches, las mujeres de la ciudad apartaban a sus hijas y volvían la cara con sentimientos mezclados de desagrado, de vergüenza y de piedad.
Cuando se iniciaron los trabajos del ferrocarril y empezaron a llegar obreros y a correr el dinero, aumentó el número de aquellas mujeres. Terdik, siguiendo sus planes, construyó al lado de la vieja casa turca un nuevo edificio, cuyo tejado rojo podía verse de lejos. Había en él tres secciones: una sala común, un Extrazimmer y un offizierssalon 1 . Cada uno de aquellos locales tenía su precio y recibía a diferentes clientes. Allí, en "Bajo los Álamos", como decían en la ciudad, podían gastar su dinero, heredado o adquirido, los hijos y los nietos de los que tiempos atrás habían bebido en la taberna de Zarié o, más tarde, en el hotel de Lotika. En el nuevo establecimiento tenían libre curso las bromas más tremendas, y se desarrollaban las riñas más célebres, y podía asistirse a las juergas más desenfrenadas e, incluso, a dramas sentimentales. En "Bajo los Álamos" tuvieron origen innumerables desdichas personales y familiares de la ciudad.
El personaje central de aquella sociedad de borrachos, que pasaba la primera mitad de la noche en el local y que después iba a tomar el fresco a la kapia, era un tal Petsikoza, un buen muchacho, un auténtico pedazo de pan, al que los hijos de los ricos hacían beber para poder jugarle malas pasadas.
Antes de llegar a la kapia los juerguistas se detuvieron junto al parapeto del puente. Podía oírse su sonora disputa de borrachos. Nicolás Petsikoza apostó dos litros de vino a que era capaz de ir por el parapeto hasta el otro extremo del puente.
Aceptada la apuesta, el muchacho se subió al pretil y se puso a andar, con los brazos abiertos, echando un pie, prudentemente, tras el otro, como un sonámbulo. Cuando alcanzó la kapia, vio a los dos muchachos que continuaban en ella; se limitó a seguir, canturreando y vacilando como un borracho, su peligroso camino, mientras que sus alegres camaradas caminaban tras él. Su sombra, al débil claro de luna, bailaba a lo largo del puente y se quebraba sobre la acitara del lado opuesto.
Los borrachos pasaron, en medio del bullicio que producían sus gritos y sus observaciones estúpidas, ante los dos muchachos, que se levantaron y, sin saludarse, volvieron a su casa, cada uno por su sitio.
Glasintchanine desapareció en la oscuridad, por la orilla izquierda del Drina, siguiendo el camino que conducía á su domicilio emplazado arriba, en Okolinchta. Stikovitch tomó la dirección opuesta, hacia la plaza del mercado. Su paso era poco resuelto. No sentía ganas de abandonar aquel lugar en el que había luz y se notaba más fresco que en la ciudad. Se detuvo junto al parapeto del puente. Tenía necesidad de aferrarse a algo, de notar un apoyo.
La luna se había puesto por detrás del monte Vid. Acodado sobre el pretil de piedra, en un extremo del puente, el muchacho miró largo rato las grandes sombras y las escasas luces de su ciudad natal, como si las viese por primera vez. Dos ventanas estaban encendidas en el círculo militar. Ya no se oía ninguna música. Ahora tal vez aquella pareja de desdichados, el médico y la coronela, estarían hablando de música o de amor, o de sus destinos que no llegaban a alcanzar la paz separadamente, ni a encajar el uno en el otro.
Stikovitch podía ver desde el lugar del puente en que se encontraba una ventana encendida en el hotel de Lotika. El muchacho contempló aquellos puntos de luz como si esperase algo. Estaba extenuado y triste. El temerario paseo de aquel insensato de Petsikoza le trajo a la memoria su niñez, cuando yendo un día a la escuela, vio, en medio de la niebla de una mañana invernal, cómo el Tuerto danzaba sobre aquel mismo parapeto. Cada recuerdo de su infancia despertaba en él tristeza y malestar. Aquel sentimiento de una grandeza fatal y seductora, de estar volando por encima de todo y de todos; aquel sentimiento que habían producido en él las palabras ardientes y duras de Glasintchanine se desvaneció como por encanto. Le pareció que había dejado las alturas y que se arrastraba con dificultad por la tierra tenebrosa como se arrastraban todos los demás. También lo torturaba la memoria de todo lo que había pasado con la maestra y que nunca debería haber sucedido (era como si otro hubiese actuado en su nombre); y lo torturaba ei artículo aparecido en la revista, que le parecía flojo lleno de errores (como si otro lo hubiese escrito, publicándolo contra su voluntad y con su firma); y lo torturaba la conversación con Glasintchanine, que, ahora, le parecía cuajada de maldad y de odio, de injurias sangrientas y de peligros reales.