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Bebían rakia ardiendo. Los relatos resucitaban figuras curiosas de otros tiempos, recuerdos de tipos originales de la ciudad y toda suerte de acontecimientos divertidos e insólitos. El pope Mihailo y Hadji Liatcho daban buen ejemplo. Cuando la conversación evocaba involuntariamente una inundación anterior, recordaban exclusivamente los aspectos ligeros y graciosos o, al menos, aquello que parecía serlo después de tantos años. Daban la impresión de emplear fórmulas mágicas con las que desafiar la inundación.

Se recordaba la figura del pope Iovan que había sido antaño cura del lugar y cuyos feligreses decían de él que era un gran hombre, pero que no tenía buena mano y que sus plegarias pesaban poco ante Dios.

En verano, en los períodos de gran sequía que paralizaban la cosecha, el pope Iovan, siempre en vano, organizaba una procesión y plegarias que habitualmente eran seguidas por una sequía todavía mayor y por un calor asfixiante. Y, cuando cierto otoño, que siguió a un verano de sequía, el Drina se puso a crecer y apuntó la amenaza de una inundación general, el pope lovan llegó hasta el río, reunió a los fieles y comenzó a recitar una oración para que cesasen las lluvias y la crecida de las aguas. Entonces, un tal lokitch, borracho y holgazán, habiendo observado que Dios enviaba normalmente lo contrario de lo que el pope pedía, gritó a voz en cuello:

– Esa oración no, padre, sino la del verano, la de la lluvia; seguramente ésa hará que bajen las aguas.

Ismet efendi, tipo grueso y corpulento, habló de sus predecesores y de su lucha contra las inundaciones.

Contó que, durante una crecida de las aguas, hacía muchos años, dos hodjas de Vichegrado salieron para decir cada uno una oración contra la calamidad. Uno tenía su casa en la parte baja de la ciudad, amenazada por la inundación, mientras el otro habitaba en la colina, donde el agua no podía llegar. El hodja de la colina fue el primero en recitar la oración, pero como el agua no bajaba de nivel, un cíngaro, cuya casa empezaba a desaparecer bajo las aguas, se puso a gritar:

– ¡Eh, buenas gentes, traed al hodja del centro de la ciudad que tiene como nosotros la casa inundada! ¿No véis que el de la colina está rezando sin sentimiento?

Hadji Liatcho, colorado y sonriente, con exuberantes nizos de pelo blanco emergiendo de su frente hasta los ojos, rió con todas aquellas bromas y dijo al pope y al hodja:

– No habléis mucho de plegarias contra las inundaciones, no vaya a ser que nuestras gentes se acuerden del pasado y nos obliguen a los tres, con este chaparrón, a salir para que recemos contra la inundación.

Se sucedían así los relatos que, insignificantes en sí mismos e incomprensibles para los demás, sólo tenían sentido para ellos y para los de su generación; era siempre un recuerdo inocente, íntimo y que únicamente ellos conocían; un recuerdo que evocaba la vida monótona, bella y penosa de la pequeña ciudad, aquella vida que era su propia vida. Ahora bien, todo había cambiado hacía años, y, aunque hubiese perdurado en ellos la huella, aquellos tiempos no guardaban ninguna relación con el drama nocturno que los había forzado a reunirse en aquel círculo fantástico.

Aquellos hombres considerables, endurecidos y habituados desde la niñez a desgracias de todas clases, dominaban "la noche de la gran inundación", teniendo fuerzas suficientes para bromear ante la calamidad que los acechaba, y triunfando sobre una desgracia que no podían evitar.

Pero, en su fuero interno, se sentían profundamente inquietos, y cada uno, tras aquellas bromas y aquella risa fingida, rumiaba un pensamiento inquieto, prestando constantemente oído al rugido del agua y del viento, a aquel ruido que venía de la parte baja de la ciudad donde habían quedado todos sus bienes. Al día siguiente por la mañana, tras haber pasado la noche en tal estado, pudieron ver desde lo alto del Meïdan cómo sus casas aparecían invadidas por las aguas, unas, totalmente, otras, a medias. Entonces, por primera y última vez en su vida, vieron la ciudad sin puente. El nivel del agua había aumentado diez metros, cubriendo los amplios ojos; el agua corría por encima del puente, que había desaparecido bajo la riada. Sólo el punto más elevado, donde se encontraba la kapia, apuntaba fuera de la superficie de las aguas y originaba una pequeña cascada.

Dos días más tarde, bajó el agua súbitamente, se aclaró el cielo, surgió el sol, cálido y rico, como suele serlo en este país fértil, durante ciertos días del mes de octubre. En aquel hermoso día, la ciudad ofrecía un aspecto terrible y lamentable. Las casas de los cíngaros y de las gentes humildes, que estaban situadas sobre el ribazo, se habían inclinado en la dirección de la corriente. Muchas de ellas estaban sin techo, la cal y la arcilla habían desaparecido y sólo se veía el negro enrejado que formaban las ramas de sauce, dando la sensación de unos curiosos esqueletos.

En los patios sin empalizada se veían las casas de los ricos, abiertas y con las ventanas desvencijadas; sobre cada una de aquellas casas, una línea de barro rojo indicaba hasta dónde había llegado el nivel de la inundación. Numerosos establos habían sido arrastrados, los graneros, destruidos. En las tiendas bajas, el fango llegaba hasta la rodilla, y, mezcladas con el barro, se encontraban todas las mercancías que no habían podido ser sacadas a tiempo. Las calles estaban cubiertas de árboles enteros que el agua había llevado, sin que se supiese de dónde, y de cadáveres de animales ahogados.

Tal era el estado de su ciudad a la cual tenían que bajar y en la cual habían de continuar viviendo. Y entre las orillas inundadas, sobre el agua que corría con estrépito, siempre turbia y abundante, se erguía al sol el puente blanco e idéntico. El agua llegaba hasta la mitad de los pilares y parecía que el puente había sido trasladado a otro río más profundo que el que de ordinario franqueaba. A lo largo del parapeto se extendían unas capas de barro que empezaban a secarse y a agrietarse; en la kapia se habían acumulado un montón de sedimentos, de ramillas y de aluviones, pero nada de eso había podido cambiar el aspecto del puente, que había sido el único en atravesar la inundación sin daño, brotando de ella como antes.

En la ciudad, todos se lanzaron inmediatamente al trabajo, en busca de dinero, y se pusieron a reparar los daños, y nadie tuvo tiempo de pensar en el sentido y en la significación del puente victorioso; pero, al tiempo de ir a sus asuntos a través de aquella desdichada ciudad en la que el agua estropeaba o al menos cambiaba todas las cosas, sabían que, en su vida, había algo que podía resistir a todos los elementos y que, gracias al inconcebible concierto de sus formas y la solidez invisible y sabia de sus cimientos, salía de cada prueba indestructible e indemne.

El invierno que siguió fue rudo. Todos los productos que habían sido cuidadosamente guardados en los patios y en los cobertizos, tales como madera, trigo, heno, fueron arrastrados por la inundación. Era preciso restaurar las casas, restablecer los establos y las cercas y pedir a crédito nuevas mercancías que sustituyesen a las destruidas en los almacenes y en las tiendas. Kosta Baranats, que resultó el más afectado a causa de sus especulaciones demasiado atrevidas con las ciruelas, no sobrevivió al invierno; murió de pena y de vergüenza. Dejó a sus hijos, aún niños, casi en la calle. Y dejó igualmente deudas por todas partes. De él quedó el recuerdo de un hombre que había tendido hacia una meta superior a sus fuerzas.

A partir del verano siguiente, la imagen de la gran inundación comenzó a esfumarse de la memoria de los ancianos, aunque perduraría aún durante muchos años. Sin embargo, los muchachos, cantando y charlando, permanecían sentados en la blanca kapia que coronaba las aguas, las cuales corrían, por debajo de ellos, a gran profundidad, acompañando, con su ruido, las canciones. El olvido todo lo cura y el canto es el mejor medio de olvidar, porque con él el hombre sólo recuerda lo que ama.

Pero en la kapia, situada entre el cielo, el río y las montañas, las generaciones sucesivas aprendieron a no afligirse en exceso por lo que llevaban consigo las aguas turbias del Drina. Allí aprendieron a adoptar la filosofía inconsciente de la pequeña ciudad: la vida es un milagro incomprensible; se gasta y se diluye sin cesar, y no obstante, dura y permanece sólidamente "como el puente sobre el Drina".

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