– Ya que es mi destino, pagaré con mi cabeza y dejaré viuda a mi cíngara y huérfanos a mis hijos: dadme siete grochas y llevaos al macabeo, pero que nadie vea nada ni se entere.
El campesino movió la cabeza, lamentando profundamente el tener que dar hasta la última grocha a aquel canalla. Parecía que el cíngaro había adivinado la cantidad que guardaba en su mano.
Se pusieron de acuerdo sobre los detalles. Merdjan, una vez hubiese bajado el cadáver de los andamiajes, lo llevaría a la orilla izquierda del río, con la primera oscuridad, lo arrojaría a un lugar pedregoso cerca de la carretera, de manera que los criados de Abidaga y cuantos pasasen pudiesen verlo. Un poco más lejos, ocultos entre la maleza, estarían los tres campesinos. Y, una vez se hiciese de noche, cogerían el cadáver, se lo llevarían y lo enterrarían, pero en un lugar escondido y sin dejar huellas para que resultase verosímil que hubiesen sido los perros los que lo habían deshecho y devorado durante la noche. Recibiría tres grochas por adelantado y las otras cuatro al día siguiente, cuando el asunto hubiese concluido.
Por la noche todo discurrió conforme se había acordado.
Con el crepúsculo, Merdjan trasladó el cadáver y lo arrojó a la orilla más abajo del camino. (Aquél no parecía el cuerpo que todos habían podido ver durante dos días erguido y con el pecho hacia delante ensartado en el palo; ahora aparecía de nuevo Radislav como era antes, menudo y encorvado, pero exangüe y sin vida.) Inmediatamente regresó en la barca, acompañado por sus ayudantes, a la otra orilla. Los campesinos esperaban en la maleza. Y no pasaban más que algunos obreros retrasados o unos turcos que regresaban al hogar. Después reinó la calma en toda la región, sumida en la oscuridad. Los perros dieron señales de vida; unos perros grandes, pelados, hambrientos y temerosos, sin casa ni amo. Desde la maleza, los campesinos les tiraron piedras y los alejaron; los perros huyeron con el rabo entre las patas, pero se quedaron a unos veinte pasos del cadáver, y desde allí, acecharon. En la oscuridad se veían sus ojos llameantes. Cuando observaron que la noche había invadido toda la región y que probablemente ya no pasaría nadie, los campesinos salieron de su escondrijo, llevando un pico y una pala. Colocaron, una encima de otra, dos tablas que también habían llevado, y sobre ellas pusieron al muerto, trasladándolo así cuesta arriba.
Al llegar a una cavidad que las aguas primaverales y otoñales habían abierto, situada bajando de la colina hacia el Drina, apartaron unos cantos que formaban un reguero, semejante a un arroyo seco e inagotable, y cavaron de prisa, en silencio, sin decir una palabra, sin ruido, una tumba profunda. Bajaron a ella el cuerpo rígido, frío y encogido.
El campesino de más edad saltó a la fosa, frotó varias veces un eslabón con un sílex y encendió primero un trozo de yesca y después una velita que llevaba envuelta en un pedazo de tela encerada. La colocó a continuación por encima de la cabeza del difunto y se santiguó rápidamente tres veces diciendo en voz alta:
– En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Los otros dos, arriba, ocultos en la oscuridad, se santiguaron tras él. El campesino hizo dos veces un gesto con la mano, a la altura de la cabeza del muerto, como si con su mano vacía lo rociase de un vino invisible, y las dos veces pronunció en voz baja y con piedad:
– Recibe, Cristo, entre tus santos el alma de tu esclavo.
Murmuró, en fin, algunas palabras aisladas e incomprensibles, pero palabras de oración, solemnes y graves, de tal suerte que sus dos compañeros se santiguaban sin cesar. Cuando calló, le pasaron desde arriba las dos tablas y él las dispuso sobre el cadáver, longitudinalmente, en forma de bóveda, formando una especie de techo. Se santiguó una vez más, apagó la vela y salió de la tumba. Entonces, con precaución y despacio, los tres se pusieron a echar tierra en la fosa, amontonándola bien para que no quedase ningún desnivel visible. Cuando terminaron, dispusieron de nuevo los cantos como un reguero, encima de la tierra recién movida, hicieron una vez más el signo de la cruz y volvieron sobre sus pasos, dando un largo rodeo para salir a la carretera lo más lejos posible de la tumba.
Aquella misma noche cayó una lluvia densa y suave, sin viento, y el día amaneció cubierto por una niebla pesada y lechosa, empapado en una humedad tibia que llenaba todo el valle. A causa de una oscuridad blanca que crecía o decrecía, era posible darse cuenta que el sol luchaba en algún sitio con la niebla, sin lograr abrirse camino. Todo resultaba vago y fantástico, nuevo y extraño. Las gentes surgían bruscamente de la niebla y con la misma brusquedad se desvanecían. En estas circunstancias, al alba, atravesó el centro de la ciudad una sencilla carreta que transportaba a dos guardianes, los cuales conducían al Plevliak atado; a aquel mismo Plevliak que, todavía la víspera, era su jefe.
No había recobrado la calma desde que, la antevíspera, en un acceso de entusiasmo inesperado al verse con vida y no en el palo, había comenzado a bailar delante de todo el mundo. Los músculos se estremecían en su cuerpo, no podía permanecer quieto, se sentía torturado continuamente por un deseo irresistible de persuadirse y de dar a conocer a los demás que estaba sano y salvo, que podía moverse. De vez en cuando, se acordaba de Abidaga (una sombra en su alegría) e, inmediatamente, caía en una dolorosa meditación. Pero durante aquellos instantes se acumulaba en él una nueva fuerza que lo empujaba irresistiblemente a agitarse y liberarse, como si estuviera poseído por la rabia. Y se levantaba de nuevo y empezaba a bailar, abriendo los brazos, chasqueando los dedos y moviendo la cintura como una bailarina, demostrando con sus contorsiones siempre originales, vivas y bruscas, que no estaba empalado. Y jadeante a causa del ritmo de su danza, exclamaba:
– Mirad, mirad… Puedo hacer lo que me viene en gana, lo que me viene en gana…
No quería comer nada e interrumpía bruscamente las conversaciones iniciadas, volviendo a su baile y repitiendo, de modo infantil, a cada movimiento:
– ¡Mirad… veis, mirad… mirad!
Cuando la noche anterior se atrevieron a comunicar a Abidaga lo que le había sucedido al Plevliak, repuso brevemente y con frialdad:
– Llevad al loco a Plevlié y que lo amarren en su casa para que no haga extravagancias por los alrededores. No estaba hecho para este trabajo.
Y de acuerdo con estas instrucciones actuaron. Pero como el jefe no recobraba la tranquilidad, sus propios hombres tuvieron que atarlo a la carreta que lo conducía. Lloraba y se defendía y, siempre que las cuerdas se lo permitían, se debatía y lanzaba su grito:
– ¡Mirad, mirad!
Al final, hubieron de atarle las piernas y los brazos, de modo que estaba sentado en la carreta, derecho como un huso. Viendo que ya no podía menearse, empezó a imaginarse que querían empalarlo y se retorcía y resistía, lanzando alaridos desesperados:
– ¡A mí, no; a mí, no! ¡Id en busca del hada! ¡A mí, no, Abidaga!
La gente, alarmada por aquellos gritos, acudió desde las últimas casas situadas a la salida de la ciudad, pero la carreta con el enfermo y los guardianes se perdió rápidamente, por el camino de Dobrún, a través de la niebla espesa que apenas dejaba adivinar el sol.
La marcha inesperada y lamentable del Plevliak hizo que el temor penetrase aún más en el espíritu de todos. Empezó a correrse el rumor de que el campesino ejecutado era inocente y que el Plevliak era responsable de su muerte. Las mujeres, en el Meïdan, contaban que las hadas habían enterrado el cadáver del desdichado Radislav bajo las rocas de Butko y que, por la noche, el cielo derramaba una abundante luz sobre su tumba: una catarata formada por millares y millares de estrellas brillantes y temblorosas, cayendo desde el cielo a la tierra. Ellas lo habían visto a través de sus lágrimas.
Toda clase de rumores resultaban dignos de crédito y se transmitían en voz baja; pero el temor era más fuerte que todo. Y los trabajos del puente proseguían a ritmo rápido y constante, sin interrupción ni desorden. Y habrían continuado hasta Dios sabe cuándo si, a primeros de diciembre, no se hubiese desencadenado un frío excepcionalmente riguroso contra el cual Abidaga, por muy fuerte que fuese, no pudo hacer nada.
Nunca se habían conocido fríos y tempestades de nieve como los que hicieron su aparición en la primera mitad del mes de diciembre. La helada pegaba las piedras al suelo y los árboles estallaban. Una nieve fina, de cristal, cubría los objetos y todos los barracones. Y al día siguiente, un viento caprichoso se la llevaba a otra parte, envolviendo otra región. Los trabajos se detuvieron por sí mismos y el temor que inspiraba Abidaga palideció y se disipó por completo. Abidaga hizo frente a la situación durante algunos días, pero al final, cedió. Dejó marchar a los obreros y suspendió los trabajos. En medio de un fuerte temporal de nieve, partió a caballo con los miembros de su séquito. El mismo día, tras él, en dirección opuesta, salieron Tosún efendi en un trineo de campesino, arropado por unas mantas y hundido en la paja, y maese Antonio. Y todos los obreros se dispersaron por los pueblos y los valles profundos, desapareciendo sin ruido, sin que nadie llegase a darse cuenta, como el agua absorbida por la tierra. La construcción quedó como un juguete abandonado.
Antes de su marcha, Abidaga convocó de nuevo a los notables turcos. Se sentía deprimido en su impotencia irritada, y les dijo, como el año anterior, que dejaba todo a su cuidado y a su responsabilidad.
– Me marcho, pero mis ojos quedan aquí. Tened cuidado: vale más que cortéis veinte cabezas rebeldes antes de que permitáis que se pierda un solo clavo que pertenezca al sultán. Cuando llegue la primavera, volveré y deberéis rendirme cuentas de todo.
Los notables prometieron, como el año anterior, que obedecerían sus órdenes, y se dispersaron. Cada uno regresó a su casa, preocupado y bien protegido por sus pieles, sus chaquetas y sus chales, agradeciendo a Dios, en su fuero interno, que hubiese enviado al mundo el invierno y las tempestades y que hubiese fijado un límite, por esos medios, a la fuerza de los fuertes.
Pero cuando la primavera hizo su aparición, no fue Abidaga quien llegó, sino un hombre nuevo, llamado Arif-Bey, que gozaba de la confianza del visir y que iba acompañado por Tosún efendi. Había sucedido lo que Abidaga temía. Alguien (alguien que conocía bien la situación y que había visto todo de cerca) había facilitado al gran visir informes exactos y abundantes sobre su actividad relativa al puente de Vichegrado. El visir estaba al corriente de que, durante aquellos dos años, día tras día, habían trabajado en las obras de doscientos a trescientos jornaleros, sin recibir un céntimo de salario, alimentándose a menudo por sus propios medios, mientras que Abidaga guardaba para sí el dinero del visir. (La suma total de la que se había apropiado fue calculada exactamente.) Como sucede frecuentemente en la vida, había disimulado su falta de honradez manifestando un gran celo y una severidad exagerada, de suerte que todo el mundo en aquella región, no sólo los cristianos, sino también los turcos, en lugar de bendecir la espléndida fundación piadosa, maldecían a quien la hacía levantar. Mehmed-Pachá quien, durante toda su vida, había luchado contra las malversaciones y la falta de honradez de sus funcionarios, ordenó a aquel enviado sospechoso que restituyese la totalidad de la suma y que con el resto de su fortuna y su harén se trasladase inmediatamente a un pueblecito de Anatolia. Y le advirtió, igualmente, de que no volviese a dar motivo de queja si no deseaba ser objeto de un castigo más cruel.