Eso es lo que supondría para él la desgracia; ahora bien, la desgracia es posible todos los días y a todas las horas porque todo contribuye para que llegue. Sólo él puede actuar contra ella y defenderse: así, pues, está solo contra todos y contra todo. Este estado de ánimo se prolonga desde hace quince años, a partir del momento en que ganó consideración e influencia, desde que el visir le confía asuntos de considerable magnitud e importancia. Y ¿quién podría dormir y conservar la calma?
Aunque era una noche de otoño, fría y húmeda, Abidaga abrió la ventana y miró en la oscuridad, porque tenía la impresión de que se ahogaba en aquel espacio cerrado. Entonces, observó que, por los andamios y a lo largo de la orilla, se encendían y desplazaban puntos luminosos. Cuando vio que iban en aumento, pensó que habría sucedido algo insólito; se vistió y despertó a su criado. Y así fue cómo llegó ante la cuadra iluminada, en el momento justo en que el Plevliak no sabía ya qué injurias lanzar, a quién dar órdenes, ni qué hacer para acortar el tiempo.
La llegada inesperada de Abidaga lo sumió en una confusión completa. Hasta tal punto había deseado que se presentase aquel momento. Pero ahora que se había presentado no sabía sacar el provecho que había imaginado. Balbució emocionado, olvidando al campesino que yacía cargado de cadenas. Abidaga se limitó a mirar con desprecio por encima de su hombro e inmediatamente se dirigió hacia el prisionero.
En la cuadra, se atizó el fuego, que lanzó un resplandor más vivo, de suerte que el rincón más alejado se iluminó. Los guardianes continuaron durante todo el tiempo echando nuevos leños al fuego.
Abidaga se mantenía en pie ante el campesino, que era más bajo que él. Estaba tranquilo y pensativo.
Todos aguardaban sus palabras, pero él meditaba: "He aquí con quiénes he de luchar y he de medirme. De ellos depende mi situación y mi destino, de ese imbécil y despreciable Plevliak, un islamizado, y de la maldad endurecida e incomprensible y de la obstinación de ese asqueroso cristiano". En este punto, se estremeció y empezó a dar órdenes y a interrogar al campesino.
La cuadra se llenó de guardianes; fuera se oían las voces de los vigilantes y de los obreros que habían sido despertados. Abidaga hacía sus preguntas utilizando al Plevliak como intérprete.
Radislav afirmó, en primer lugar, que había decidido huir con un muchacho y que, por eso, una vez que habían construido una pequeña balsa, se lanzaron al río. Cuando le demostraron lo absurda que era su afirmación, ya que, en una noche oscura, no se puede bajar por un río agitado, lleno de remolinos, de rocas y de bancos de arena -y, por otra parte, los que quieren huir no trepan por los andamiajes ni destruyen los trabajos realizados -, se limitó a decir en tono altivo:
– Todo está en vuestras manos. Haced lo que queráis.
– ¡Bueno! Ahora vas a ver lo que queremos -le contestó vivamente Abidaga.
Los guardianes le quitaron las cadenas y pusieron su pecho al desnudo. Echaron las mismas cadenas al fuego y esperaron. Como estaban cubiertas de hollín, todos tenían las manos sucias e iban dejando huellas negras por todas partes, sobre el aldeano medio desnudo y sobre ellos mismos. Cuando las cadenas estuvieron casi al rojo, Merdjan, el cíngaro, se aproximó y, con unas tenazas largas las sacó por un extremo, mientras un guardián sujetaba el otro, del mismo modo.
El Plevliak traducía las palabras de Abidaga.
– Vamos, dinos ahora la verdad.
– ¿ Qué es lo que tengo que deciros? Todo lo podéis y todo lo sabéis.
Los dos hombres acercaron las cadenas y rodearon con ellas el pecho ancho y velludo del campesino. Los pelos chamuscados empezaron a emitir una especie de chirrido. La boca del campesino se contrajo, las costillas se marcaron en sus costados y los músculos del vientre empezaron a crisparse, para relajarse después, como cuando un hombre vomita. Gemía de dolor, estiraba las cuerdas que lo ataban, se agitaba en vano y trataba de disminuir el contacto entre su cuerpo y el hierro candente.
Hacía guiños con los ojos y las lágrimas corrían por sus mejillas. Retiraron las cadenas de su cuerpo.
– Esto no es más que el comienzo. ¿No valdría más que hablases sin necesidad de recurrir a semejantes medidas?
El campesino respiró hondamente por la nariz y continuó callado.
– Dinos quién estaba contigo.
– Se llamaba Juan, pero no sé cuál es su casa ni su pueblo.
Acercaron nuevamente las cadenas. El humo le hizo toser. Contraído por el dolor, empezó a hablar entrecortadamente:
Los dos hombres se habían puesto de acuerdo para llevar a cabo una tarea de destrucción en el puente. Pensaron lo que era preciso hacer y lo hicieron. Nadie estaba al corriente de sus propósitos ni nadie había participado, salvo ellos, en el sabotaje. Al principio, habían abordado en diversos puntos y actuaron con éxito, pero cuando se dieron cuenta de la presencia de los guardianes que vigilaban en los andamiajes y a lo largo de la orilla, tuvieron la idea de atar tres troncos y hacer con ellos una balsa, pudiendo, sin ser advertidos, llegar hasta las obras. Aquello había ocurrido tres días antes. La primera noche, estuvieron a punto de ser cogidos. Escaparon por los pelos. Por eso, la noche siguiente, ni siquiera habían salido. Pero cuando, aquella noche, utilizaron de nuevo la balsa, se había producido lo que ya sabían.
– Esto es todo. Así han ocurrido las cosas. Así hemos actuado, y, ahora, haced lo que queráis.
– No, no es eso lo que queremos saber; ¡dinos quién es el que te ha empujado a dar este paso! Los sufrimientos que acabas de padecer no son nada al lado de los que te preparamos.
– Está bien, haced lo que gustéis.
Entonces se acercó Merdjan, el herrero, con las tenazas, se arrodilló junto al prisionero y se puso a arrancarle las uñas de sus pies descalzos. El campesino, con los dientes apretados, callaba, pero un temblor extraño, a pesar de estar fuertemente atado, le recorría el cuerpo hasta la cintura, haciendo palpable que el dolor debía de ser terrible e insólito. En determinado momento, el campesino dejó escapar un murmullo vago.
El Plevliak, que espiaba sus palabras y sus movimientos y esperaba ávidamente cualquier confesión, hizo un signo al cíngaro para que se detuviese y preguntó:
– ¿Cómo? ¿Qué dices?
– Nada. Digo: ¿por qué, en nombre de Dios justo, por qué me torturáis y perdéis el tiempo?
– Di: ¿quién te instigó?
– ¡Ay! ¿Quién me habrá instigado? El demonio.
– ¿El demonio?
– El demonio. El mismo demonio que os impulsó a venir aquí y a construir el puente.
El campesino hablaba despacio, pero con firmeza y claridad.
¡ El demonio! Extraña palabra dicha con enorme amargura en tan extraordinaria situación. ¡ El demonio! En efecto, "aquí hay un demonio", pensó el Plevliak, que permanecía en pie, cabizbajo, como si los papeles se hubieran invertido y fuese él el interrogado por el prisionero. Sólo aquella palabra le había tocado en un punto sensible, despertando en él, de pronto, todas sus inquietudes y todos sus temores, como si no hubiesen sido barridos por la captura del culpable. Quizá todo aquello, Abidaga y la construcción del puente y aquel campesino loco, no fuese sino obra del demonio. ¡El demonio! ¿Acaso sería él al único a quien había que temer? El Plevliak se estremeció y se echó hacia atrás. Precisamente, en aquel momento, se despertó sobresaltado a causa de la voz fuerte e irritada de Abidaga:
– Bueno, ¿y qué? ¿Te has dormido, inútil? -gritó Abidaga, golpeando con su fusta de cuero la caña de su bota derecha.
El cíngaro continuaba arrodillado, con las tenazas en la mano, mirando con sus ojos negros y brillantes, humilde y temeroso, la figura de Abidaga. Los guardianes atizaron el fuego que, sin necesidad de aquel gesto, proyectaba sus llamas hacia el techo. Toda la estancia se iluminó y se calentó, adquiriendo un aire solemne. Aquella edificación, que con la oscuridad resultaba pobre y miserable, creció de golpe, se ensanchó y se transformó. En la cuadra y en sus alrededores reinaba una emoción general y un silencio especialísimo, como ocurre siempre en los lugares en que se emplea la violencia para arrancar la verdad, en los que se tortura a un hombre vivo, en donde se producen acontecimientos fatídicos. Abidaga, el Plevliak y el prisionero se movían y hablaban como actores, y los demás andaban de puntillas, con la vista baja. Cada uno deseaba estar lejos de allí, sin tener nada que ver con aquel asunto, pero como semejante idea resultaba imposible, bajaban la voz, limitaban sus movimientos al mínimo, en un intento de alejarse cuanto fuera posible de aquella situación.
Viendo que el interrogatorio marchaba lentamente y que no prometía resultado alguno, Abidaga, con un movimiento de impaciencia, al que acompañó una sarta de insultos, salió de la cuadra. Tras él marchó contoneándose el Plevliak, seguido de sus guardianes.
Fuera, amanecía. El sol no había aún aparecido, pero el horizonte empezaba a clarear. Entre las colinas se veían unas nubes que formaban largas tiras de color violeta oscuro, pudiendo observarse a través de ellas un cielo claro y límpido, casi verde. Sobre la tierra húmeda se extendía un reguero de niebla baja, por encima de la cual se alzaban las copas de los árboles frutales con su folla]e claro y amarillento. Sin dejar de golpearse la bota con la fusta, Abidaga daba órdenes: había que continuar interrogando al culpable, en particular sobre sus cómplices; pero que no se le torturase en exceso, porque desfallecería; que se tuviese todo a punto para que, al mediodía, fuera empalado vivo sobre el andamio situado a más altura, al objeto de que fuese visto, desde las orillas del río, por toda la ciudad y todos los obreros; que se preparasen todos los detalles y que el pregonero anunciase por los barrios de la ciudad que todo el mundo podría ver al mediodía cómo terminaban los que se atrevían a sabotear la magna empresa del visir, y que la población masculina, turca o cristiana, niños o ancianos, debería acudir a presenciar la ejecución.
El día que acababa de nacer era domingo. El domingo se trabajaba corno cualquier otro día, pero, en aquella ocasión, hasta los vigilantes estaban distraídos. Apenas había amanecido cuando ya corría la noticia de que el culpable había sido capturado y torturado y de que sería ejecutado al mediodía. El estado de ánimo, compuesto por una especie de reserva y de solemnidad, que remaba en el establo, se difundió por todas partes. Los trabajadores sufrieron en silencio evitando mirar a los demás a los ojos y concentrándose cada uno en la tarea que tenía ante sí, como si en ella residiese el principio y el fin del mundo.