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Miré por un portón abierto al interior de un gran patio. Se apretaban allí sentados, quizás, doscientos chiquillos; algunos corrían de acá para allá o jugaban en el suelo. La mayoría, sentados en los bancos, sostenían catones en la mano. En pequeños grupos de tres o cuatro se balanceaban agitadamente hacia adelante y hacia atrás y recitaban al tiempo con agudas vocecitas: «Aleph. Beth. Gimel.» Las pequeñas cabezas negras se mecían de un lado a otro; siempre había uno entre ellos más apresurado, sus movimientos más impetuosos; y de su boca salían los vocablos del alfabeto hebraico como un floreciente decálogo.

Ya había entrado y me esforzaba por desenmarañar el trajín de tal cantidad de niños. Los más pequeños jugaban en el suelo. Había un maestro entre ellos, vestido muy pobremente, que en la diestra blandía un cinto de cuero para golpear. Se me aproximó sumiso. Su alargado rostro era chato e inexpresivo; contrastaba ostensiblemente, en su exánime rigidez, con la viveza de los niños. Se comportaba como si no pudiese ser su maestro, como si estuviese muy mal pagado para ello. Era una persona joven, aunque su juventud lo convertía en viejo. No hablaba una palabra de francés y por mi parte no esperaba nada de él. Me sentía satisfecho con permanecer en medio del ensordecedor barullo y de poder observar un poco. Apenas le tuve en cuenta. Tras su rigidez cadavérica se ocultaba algo como de ambición: quería mostrarme de cuánto eran capaces sus niños.

Llamó a un jovencito y le puso delante una página del catón, de modo que yo también pudiese verla, y señaló veloz una tras otra las sílabas hebreas. Cambiaba de una línea a otra, aquí y allá; yo no debía creer que el joven lo hubiese aprendido de memoria, y que recitase a ciegas, sin leer. Los ojos del pequeño centelleaban mientras leía en voz alta: «La -lo- ma- nu- sche- ti- ba- bu.» No cometía un solo fallo y jamás tartamudeaba. Era el orgullo de su maestro y leía cada vez más rápido. Cuando hubo terminado y el maestro le retiró el catón, acaricié su cabeza y le elogié en francés, eso sí que lo entendía. Volvió al banco e hizo como si ya no me viese; entretanto, vino el muchacho siguiente de la fila, que era algo más apocado y cometía errores. El maestro le despidió con un ligero bofetón y todavía hizo salir a uno o dos niños. Durante todo este procedimiento no cesó en lo más mínimo el estrepitoso alboroto; las sílabas hebraicas caían como gotas de lluvia sobre el embravecido mar de la escuela.

Entretanto, otros niños se me aproximaban y me observaban curiosos; unos, desvergonzados; otros, tímidos; algunos, con cierta coquetería. El maestro, según su inexcrutable resolución, despedía con dureza a los tímidos, mientras dejaba hacer a los descarados. Todo tenía su sentido. Él era el pobre y triste señor de esta sección escolar. Cuando hubo terminado la representación desaparecieron de su rostro las mezquinas huellas de complacido orgullo. Expresé mi agradecimiento muy amablemente y, para enaltecerle, con cierto engolamiento, como si fuese yo un visitante insigne. Mi satisfacción era evidente; con mi falta de tacto, que siempre me acompañó en el Melah, decidí volver al día siguiente y ofrecerle entonces algún dinero. Miré todavía un instante a los muchachos, su vaivén me había hechizado; del conjunto fueron lo que más me gustó. Entonces me fui, pero el barullo lo llevé conmigo un buen trecho. Me acompañó hasta el final de la calle.

La calle resultó ser más concurrida al llegar a un importante lugar público. Vi a cierta distancia de mí una muralla y un gran portón. No supe a dónde conducía; pero cuanto más me acercaba, más frecuentemente me tropezaba con mendigos que se sentaban a derecha e izquierda de la calle. Me sorprendieron, puesto que todavía no había visto a ningún mendigo judío. En cada una de las puertas vi a diez o quince en fila, hombres y mujeres rumiando entre ellos, la mayoría gente mayor. Permanecí algo perplejo y silencioso en medio de la calle, en apariencia examinando el portón, cuando en realidad observaba los rostros de los mendigos.

Un hombre joven se me acercó desde un lado, señaló la muralla, y dijo: «le cimetiére israélite», disponiéndose a hacerme entrar. Eran las únicas palabras francesas que hablaba. Le seguí velozmente a través del portón. Parecía avispado, pero no había nada de qué hablar. Me encontré en un lugar tremendamente estéril, donde no crecía ni una mala hierba. Las lápidas eran tan bajas que apenas se las veía; andando se tropezaba con ellas como con piedras corrientes. El cementerio parecía una gigantesca escombrera; quizás lo había sido y sólo más tarde se le había añadido su más auténtico destino. Nada sobresalía del lugar. Las piedras que se veían, y los huesos que se adivinaban, yacían revueltos. No era agradable caminar por aquí, no había forma de hacerse a la idea, y sólo imaginarlo resultaba ridículo.

Los cementerios están dispuestos de tal manera en otras partes de la Tierra que deparan alegría a los vivientes. Vive mucho en ellos, plantas y pájaros; y el visitante, como único ser humano entre tantos muertos, se siente, en consecuencia, alentado y fortalecido. Su propia condición le resulta envidiable. Sobre las lápidas lee los nombres de diferentes personas; ha sobrevivido a cada una de ellas. Sin necesidad de reconocerlo, parece un poco como si las hubiese vencido a todas en el desafío último. También se entristece, es cierto, por tantos que ya no están, pero con ello se siente a sí mismo invencible. ¿En qué otro lugar podía llegar a tanto? ¿En qué campo de batalla del mundo queda como único sobreviviente? Permanece erguido en medio de todos aquellos que yacen. Pero también los árboles y las lápidas se mantienen en pie. Han sido plantados y dispuestos aquí y le rodean como una suerte de legado para su satisfacción, pues ese es su objetivo.

Sin embargo, nada hay sobre este desértico cementerio de los judíos. Es la verdad misma; un paisaje lunar de muerte. Al observador le es francamente indiferente en qué lugar repose alguien. No se agacha y nada busca para adivinarlo. Se amontonan ahí como basura y desearía uno salir huyendo de allí raudo como un chacal. Es el desierto de los muertos sobre el que ya nada crece; el último, el desierto póstumo.

Cuando me hube adentrado un trecho, escuché rumores tras de mí. Me volví y permanecí quieto. También en esta parte de la tapia, cerca del portón, había mendigos. Eran viejos con barba; unos, con muletas; otros, ciegos. Quedé desconcertado, pues no había reparado anteriormente en ellos; y dado que mi guía había tenido tanta prisa, mediaba de seguro entre ellos y yo una distancia de cien pasos. Vacilé, pues, a la hora de atravesar de nuevo esa parte de yermo antes de haberme adentrado más. Pero ellos no titubearon. Tres del grupo de la tapia se separaron y se me aproximaron renqueantes a toda prisa. El primero era un hombre macizo, de anchas espaldas y con una majestuosa barba. Tenía una sola pierna y se lanzaba con brío sobre sus muletas hacia delante. Pronto tomó considerable ventaja sobre los demás. Las livianas lápidas no le suponían impedimento alguno; sus muletas tocaban siempre el terreno en el lugar preciso y no resbalaban jamás sobre ninguna piedra. Se abalanzó sobre mí como una fiera vieja amenazadora. En su rostro, que muy pronto tuve cerca, no había nada que moviese a compasión. Expresaba, como toda su figura, una sola y exigente demanda: «¡Vivo. Dame!» Experimentaba yo el inexplicable sentimiento de que pretendía aplastarme con su mole, y me producía horror: Mi guía, persona ligera y enjuta que poseía la agilidad de un lagarto, tiró rápidamente de mí antes de que el otro me alcanzase. No quería que les diese nada a esos mendigos y les gritó algo en árabe. El hombre recio de las muletas intentó aproximársenos, pero cuando vio que éramos más veloces desistió y se quedó quieto. Le oí maldecir colérico durante un buen rato, y las voces de los demás, que habían quedado rezagados, se unían a la suya en un coro enfurecido.

Me sentía aliviado por haber podido esquivarles, e incluso me avergonzaba por despertar en vano sus esperanzas. La embestida del viejo cojitranco no fracasó a causa de las piedras, que bien soportaron él y sus muletas; fue mejor por la destreza de mi guía. De la victoria en esta desigual carrera no se beneficia Dios. Quise averiguar algo sobre nuestro pobre contrincante y me dirigí al guía. No entendió una sola palabra, y en lugar de una respuesta se ensanchó su rostro en una estúpida sonrisa. A lo que añadía «Oui», siempre «Oui». No sabía ni a dónde me guiaba. Pero el desierto parecía, tras la experiencia con el anciano, no tan desértico. Era él su legítimo morador, un guardián de rocas estériles, de basuras y de huesos invisibles.

Sin embargo, yo había asimilado bien su significado. No había transcurrido mucho tiempo cuando llegué frente a todo un pueblo que se congregaba ante mí. Tras una pequeña elevación desembocamos en una hondonada y aparecimos de repente frente a un oratorio diminuto. Fuera, en semicírculo, se habían acomodado como podían tal vez cincuenta mendigos, hombres y mujeres, con cada una de sus deformidades expuestas al sol, como toda una estirpe de la que descollaban aquellos de edad más avanzada. Tendidos sobre el suelo, en grupos variopintos, se movían todos a la vez, no demasiado apresuradamente. Comenzaron a farfullar bendiciones a la vez que alargaban los brazos. Pero no se acercaron mucho, antes de atravesar el umbral del oratorio.

Miré hacia una estancia alargada y diminuta en la que ardían cientos de candelas. Metidas en cortos cilindros de cristal, nadaban en aceite. La mayoría de ellas se encontraban esparcidas sobre una mesa de regular altura y se las podía mirar como se lee un libro. Un reducido número colgaba del techo en recipientes más capaces. A cada lado del recinto había un hombre en pie, encargado, evidentemente, de dirigir las oraciones. Sobre las mesas próximas se veían algunas monedas. Vacilé en el umbral, puesto que no iba cubierto. El guía se quitó su negra chía de la cabeza y me la alcanzó. Me la coloqué, no sin cierto escrúpulo, pues estaba bastante sucia. Los recitadores me hicieron señas y me introduje entre las candelas. No se me tomó por judío y en consecuencia no recé. El guía señaló las monedas y entonces capté lo que debía hacer. Permanecí sólo un instante. Sentí miedo ante aquel impresionante recinto en medio del desierto, todo lleno de candelas, sólo constituido por luminarias. Difundían una callada serenidad que no cesaba en tanto seguían ardiendo. Quizás únicamente estas tenues llamas era cuanto quedaba de los muertos. En el exterior, sin embargo, se sentía muy de cerca la vehemente vitalidad de los mendigos.

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