Al constatar la obstinación de Alejandra Fedorovna en no ver el mundo más que por los ojos de Rasputín, los miembros de la familia imperial, cada vez más inquietos, se conciertan y forman un verdadero bloque de asalto dirigido por la Emperatriz viuda. A María Fedorovna se le ocurre ir a ver a su hijo a Kiev y explicarle el peligro que hace correr al país y a la monarquía plegándose ciegamente a las exigencias de su mujer y de Rasputín. Lo exhorta, en nombre de todos los Romanov, para que envíe al staretz a Siberia y1 destituya a Sturmer y Protopopov, que son unos incapaces de los que no se puede esperar nada más que reverencias. El Zar lo toma muy mal y se separa de su madre sin haberle concedido la menor promesa. Luego, es la gran duquesa Victoria, esposa del gran duque Cirilo, que se dirige a Alejandra Fedorovna para suplicarle que se desembarace, de una vez por todas, del pretendido hombre santo. Choca con un muro. También la propia hermana de la Zarina, la gran duquesa Isabel, viuda del gran duque Sergio, trata en vano de hacerla razonar asegurándole que, si persiste en su actitud, Rusia va derecho a una revolución.Por su parte, el gran duque Nicolás Mikhailovich va a Mohilev y presenta a Nicolás II una larga carta en la cual denuncia las múltiples intervenciones de la Emperatriz en los asuntos de Estado. El Zar se niega a leer el documento pero se lo entrega a su esposa, cuya cólera estalla inmediatamente y reprocha a la familia imperial hacer causa común con sus enemigos en lugar de sostenerla en su calvario. En cuanto al gran duque Pablo, que sugiere a Sus Majestades que escuchen la voz del pueblo, que alejen al funesto mujik y que acuerden una prudente constitución a Rusia, se le responde que, siendo el Zar el ungido del Señor, no tiene que rendir cuentas a nadie, que es dueño de pedir consejo a quien le parezca y que, el día de su coronación, prestó juramente de mantener el poder absoluto para legarlo intacto a sus descendientes.
Advertida del fracaso de las gestiones familiares ante Sus Majestades, la Duma reitera sus ataques contra el gobierno. Desde la apertura de la sesión, el I9 de noviembre de 1916, el dirigente del bloque progresista, Pablo Miliukov, expresó su cólera a gritos: "¿Esto es idiotez o traición? ¡Sería verdaderamente demasiada idiotez! ¡Parece difícil explicar todo esto como idiotez!" El 19 de diciembre, tendrá lugar la intervención virulenta del diputado de extrema derecha Vladimiro Purichkevich. Ese día, el ministro del Interior Trepov presenta al Parlamento la declaración de política general. Es recibido a los gritos de: "¡Abajo los ministros! ¡Abajo Protopopov!" Calmo y altivo, Trepov comienza la lectura de su discurso. Por tres veces, el alboroto de la izquierda lo obliga a abandonar la tribuna. Por fin lo dejan hablar. El pasaje relativo a la resolución de proseguir la guerra sin tregua es aplaudido incluso con calor. La atmósfera parece definitivamente distendida, pero, en cuanto continúa la sesión, purichkevich se desata contra "las fuerzas ocultas que deshonran a Rusia". Luego interpela al gobierno: "¡Es necesario que la recomendación de un Rasputín ya no sea lo que basta para elevar a las más altas funciones a los personajes más abyectos! ¡Hoy Rasputín es más peligroso que antiguamente el falso Dimitri! (…) ¡De pie, señores ministros! Si sois verdaderos patriotas, id a la Stavka, arrojaos a los pies del Zar, tened el coraje de decirle que la crisis interior puede prolongarse, que la ira popular gruñe, que la revolución amenaza y que un oscuro mujik no debe seguir gobernando a Rusia". [22] Algunos días más tarde, es el Consejo del Imperio, bastión del absolutismo, donde la mitad de los miembros son nombrados por el Zar, que toma el relevo de la Duma y emite un voto solemne para prevenir a Su Majestad contra "la acción de las fuerzas ocultas".
Así, en tanto que la extrema izquierda quiere desacreditar a la pareja soberana para precipitar la caída del régimen, la extrema derecha sueña con apartar del trono a todos aquellos que perjudican a la dinastía con el fin de restaurar una autocracia pura y dura. Los partidarios de esta última teoría desean la disolución de la Duma, el incremento de la censura, la ampliación de los poderes de la policía y la institución de la ley marcial. La Zarina les da la razón; el Zar titubea. Ha regresado a Tsarskoie Selo a fines de noviembre. Antes de volver a la Stavka, se encuentra con Rasputín en casa de Anna Vyrubova. Está preocupado y dice, sentándose en un sillón ante el staretz , que lo contempla con respeto y aprensión: "¡Y bien, Gregorio, reza con ardor; hoy, hasta la naturaleza está contra nosotros!". Y cuenta que las tempestades de nieve impiden abastecer de trigo a Petrogrado. Rasputín lo reconforta con algunas palabras y le declara que no habría que fundarse en las dificultades de la hora para concluir una paz prematura: la victoria será del país que se muestre más estoico y más paciente. El Emperador le responde que comparte ese punto de vista y que, según sus informes, Alemania también carece de víveres. Entonces, pensando en los heridos y los huérfanos, Rasputín suspira: "¡Nadie debe ser olvidado, porque cada uno te ha dado lo que tenía de más querido!". La Emperatriz, que asiste a la entrevista, tiene la mirada nublada por las lágrimas. ¿Cómo se puede detestar a un hombre semejante? ¡Los impíos que lo denigran merecen ser colgados! Al ponerse de pie para retirarse, el Zar pide, como de costumbre: "¡Gregorio, bendícenos a todos!" "¡Hoy, eres tú quien me bendecirá!", replica Rasputín. Y el Emperador bendice al staretz . (Vyruboba)
Como un eco de las palabras de Rasputín acerca del rechazo de toda negociación de armisticio antes de la derrota de Alemania, el nuevo ministro de Asuntos Extranjeros, Pokrovski, pronuncia un discurso muy firme ante la Duma: "Las potencias de la Entente proclaman su voluntad de proseguir la guerra hasta el triunfo final. Nuestros innumerables sacrificios serían aniquilados por una paz anticipada con un adversario que está agotado pero no abatido todavía". La Duma aplaude. Pero el público todavía no está tranquilizado: una cosa es negarse a firmar la paz; ¡ganar la guerra es otra! En el país se continúa padeciendo hambre, llegan malas noticias del frente y en la política siempre hay imprevistos. Rasputín aparece por encima de las multitudes como la bestia de siete cabezas del Apocalipsis. Y Alexandra Fedorovna, impávida, todavía escribe a su marido para sugerirle que disuelva la Duma, por lo menos hasta febrero, y que tenga más en cuenta los consejos del "padre Gregorio": "Cree en nuestro Amigo. Hasta los niños (las cuatro grandes duquesas y el zarevich) constatan que nada sale bien cuando no lo escuchamos y, por el contrario, todo se arregla cuando le obedecemos. Nuestro camino es angosto, pero hay que seguirlo rectamente, según la voluntad divina y no según la humana. Sólo hay que considerar las cosas de modo viril y con una fe profunda (…). Te bendigo, te amo, te beso y te acaricio sin fin, mi querido maridito". Al día siguiente, insiste: "No hay que decir: 'tengo una voluntad ínfima'. Simplemente te sientes débil, dudas de ti y eres proclive a escuchar a los demás".
Desde hace un tiempo, un cambio fúnebre se opera en el pensamiento de Rasputín. A pesar de las pruebas de ternura y veneración que le prodiga la Zarina, siente alrededor como un olor de muerte. Después de haberse enorgullecido de la cantidad de sus enemigos y de su incapacidad para hacerlo caer, se siente bruscamente cansado del combate que libra día tras día. La jauría que ladra a sus talones no cede ni una pisada. Empieza a creer que terminará por atacarlo y despedazarlo. Mientras está de fiesta con sus amigos, al son de una orquesta gitana, una sombría premonición le hiela la sangre en las venas. Todo se decolora alrededor. El vino tiene gusto a ceniza. Las mujeres que le ofrecen sus labios son sanguijuelas. Entonces aumenta la dosis de alcohol para superar ese debilitamiento. Una vez ebrio, ya no tiene miedo de nada. Pero su euforia no dura más que una noche. Al alba, sus dudas lo asaltan de nuevo. Su secretario, Aron Simanovich, refiere que una noche de abatimiento le confió un testamento destinado a Sus Majestades: "Presiento que dejaré la vida antes del 1º de enero. Quiero hacer saber al pueblo ruso, a Papá (el Zar), a la Madre rusa (la Zarina) y a los niños, a la tierra rusa lo que deben emprender. Si me matan vulgares asesinos, sobre todo por mis hermanos, los campesinos rusos, tú, Zar de Rusia, no tendrás nada que temer por tus hijos. Pero si me matan los boyardos, los nobles, y derraman mi sangre, sus manos quedarán manchadas por mi sangre durante veinticinco años. Deberán abandonar Rusia. Los hermanos se levantarán contra los hermanos, se matarán entre ellos y se odiarán, y, durante veinticinco años no habrá más nobleza en el país. Zar de la tierra rusa, si oyes el sonido de la campana que te anunciará que Gregorio ha sido muerto, sabe que, si es uno de los tuyos el que ha provocado mi muerte, ninguno de los tuyos, ninguno de tus hijos vivirá más de dos años. Serán muertos por el pueblo ruso (…). Yo seré muerto. No estoy más entre los vivos. ¡Reza! ¡Reza! ¡Sé fuerte! Piensa en tu bendita familia". [23]
Pocos meses antes, cuando volvía de la misa de Pascua con sus dos hijas y la familia imperial, Rasputín tuvo un vértigo y se desplomó, dando un grito sordo, en los almohadones de la calesa que lo transportaba. El coche se detuvo ante una iglesia. Repuesto de su malestar, el staretz dijo a Maria y a Varvara, que, enloquecidas, lo acosaban a preguntas: "No se asusten, palomas mías. Simplemente acabo de tener una horrible visión: mi cadáver yacía en esta capilla y, durante un minuto, sentí físicamente mi agonía… ¡Qué agonía…! Recen por mí, amigas mías, mi hora se acerca".
A pesar de esos presentimientos repetidos, no piensa en abandonar Petrogrado por su apacible aldea de Pokrovskoi. Aun si tuviera la posibilidad de escapar al fin trágico que lo asecha, se negaría a hacerlo. Le parece que la fecha de la muerte está inscrita en el calendario de Dios desde el nacimiento. Con una vanidad lúgubre piensa que, así como Cristo supo, mucho antes del suplicio, que sería crucificado, debe ser muerto a la hora señalada, por las manos elegidas, para que su nombre resplandezca para siempre jamás por encima de la estepa rusa. Puesto que su asesinato es tan necesario como las otras peripecias de su existencia, debe continuar gozando de la vida antes de comparecer ante el Señor que ha previsto todo, querido todo, ordenado todo y perdonado todo.