En el hospital de Tiumen, Rasputín se desespera y garrapatea una carta al Emperador. El texto es de un iletrado, las frases se suceden sin orden, la puntuación es titubeante: "Querido amigo, digo todavía una vez más, una tempestad aterradora está sobre Rusia; desdicha y pena inmensa, noche sin escampada sobre un mar de lágrimas sin límites. ¡Y pronto sangre! ¿Qué puedo decir? No encuentro las palabras. Horror indescriptible. Sé que todos quieren de ti la guerra, hasta los fieles, no saben que es para la ruina. Duro es el castigo de Dios: cuando él quita la inteligencia, es el principio del fin. Tú eres el zar, el padre del pueblo, no permitas que los dementes salgan con la suya y pierdan al pueblo y a ellos mismos. Venceremos a Alemania, pero, ¿y Rusia? Cuando se piensa en ello, no hay mártir más desolado en todos los siglos. Está toda ahogada en sangre. Pena sin fin. Gregorio".
Rasputín se da a todos los diablos por no poder expresarse más que por carta cuando su corazón desborda de gritos. Maldice esa herida absurda que lo retiene en el fondo de Siberia, mientras que el Zar está a punto de perder el país y, tal vez, la dinastía. Si él estuviera en San Petersburgo, Sus Majestades lo escucharían antes que a todos esos ministros, a todos esos generales que razonan en abstracto y alinean cifras sobre el papel -tantos soldados, tantos fusiles, tantos cañones, tantos caballos-, sin darse cuenta de la inmensa miseria de los hombres que van a enviar a la carnicería. Prisionero de la distancia, envía mensaje tras mensaje, como si fueran botellas al mar.
Nicolás II, mientras tanto, deseoso de atenuar el efecto de la movilización general ante el gabinete alemán, telegrafía al Kaiser: "Me resulta técnicamente imposible suspender mis preparativos militares. De todos modos, mientras las tratativas con Austria no sean rotas, mis tropas se abstendrán de toda ofensiva". A lo que Guillermo II responde con un ultimátum que otorga un plazo de gracia de doce horas: que Rusia detenga la movilización general y se salvará la paz. Si no, la guerra es inevitable. Como Rusia no asiente, el 19 de julio Alemania decreta a su vez la movilización general. E inmediatamente después, el Kaiser envía un nuevo ultimátum a Rusia. Francia también tendrá el suyo. Ese día, clavado en su lecho de hospital, Rasputín envía al Zar un último mensaje caótico: "Yo creo, espero en la paz, ellos preparan una gran fechoría, nosotros no estamos en falta, sé todos vuestros tormentos, es muy duro no vernos, el entorno ha aprovechado secretamente en el corazón, ¿podían ayudarnos?" [17]
Al recibir esta suprema advertencia, Nicolás II tiene un movimiento de irritación contra el staretz que le predica la paz cuando la guerra está a las puertas del Imperio. Y rompe la carta ante los ojos de la Zarina desconsolada. Contra la opinión de los ministros, los generales y su mismo marido, sigue convencida de que Rasputín no puede equivocarse. Aun deseando ardientemente, a pesar de su origen alemán, la victoria de Rusia, su país de adopción por la voluntad de Dios, teme que se realicen las profecías del santo hombre. El 21 de julio de 1914 [18] , Alemania declara la guerra a Francia. A la noche siguiente, Inglaterra hace lo propio con Alemania. Al día siguiente es Austria-Hungría quien declara la guerra a Rusia. Desbordado por los acontecimientos, obsesionado por la visión sangrienta del porvenir, Rasputín escribe al dorso de una fotografía suya: "¿Y mañana qué? Tú eres nuestra guía, Señor. ¿Cuántos calvarios hay que recorrer en la vida?"
Como para indicar que está equivocado, el anuncio de la guerra es recibido con entusiasmo en la capital. ¡Hay que vengar a los hermanos serbios y abatir el orgullo alemán! Centenares de miles de manifestantes se desbordan por las calles y van a aclamar a Zar cuando aparece en el balcón del palacio de Invierno. El formidable impulso patriótico que levanta al país tiene el poder de tranquilizar al soberano. Si Rasputín estuviera allí, podría ver en esa unanimidad reencontrada el testimonio de un acuerdo histórico entre el Emperador y la nación. Él siempre ha soñado con eso. Pero Nicolás II y el pueblo coinciden en una mala causa. Su unión no se basa en el amor sino en el odio. Digan lo que digan los políticos, a los que se abandonan a la violencia les esperan días sombríos.
En cuanto los médicos lo declaran capaz de desplazarse, Rasputín se dirige a San Petersburgo con sus hijas Maria y Varvara. Su mujer se queda en Pokrovskoi con Dimitri, que tiene diecinueve años pero ha sido exceptuado de las obligaciones militares como único hijo varón de la familia. Al llegar a la capital, los viajeros se sorprenden de su aire a la vez marcial, grave y alegre. De las ventanas penden banderas, los regimientos desfilan al son de la música, de todos lados llegan hombres para trabajar en las fábricas de armamentos, el alcohol está prohibido en los locales de venta de bebidas, los teatros están llenos de bote en bote, los salones aristocráticos se enorgullecen de tener hijos en el ejército y la ciudad ha cambiado su nombre de San Petersburgo, cuyo vestigio alemán podría lastimar el sentimiento nacional, por el decididamente eslavo de Petrogrado. Aun diciéndose ruso en un momento tan decisivo para la supervivencia del Imperio, Rasputín sufre por la ceguera en que ha caído la mayoría de sus compatriotas. Su humor fanfarrón le inspira menos admiración que temor, y casi lamenta haber dejado su apacible campiña por un manicomio. Ni siquiera Nicolás II, obnubilado por la idea de defender el honor eslavo, escucha sus consejos de moderación. En cuanto a la Zarina, acepta la guerra como una prueba enviada por Dios y contra la cual es inútil rebelarse. Por primera vez, el staretz se ve aislado en sus profecías. Con todas las fuerzas de su fe, espera equivocarse, que las hostilidades terminen después de algunas escaramuzas y que ni el país ni el régimen padezcan a causa de esos acontecimientos insensatos. No obstante, en el fondo de su corazón siente la doble amargura de no haber sido escuchado por Nicolás II y de no poder hacer nada para impedir la masacre que se prepara en las fronteras.
A comienzos de noviembre, abrumado, regresa a Pokrovskoi. Pero allí tampoco encuentra reposo para su alma. Al enterarse de que la Zarina ha comenzado a trabajar como enfermera en el hospital del palacio de Tsarskoie Selo, le telegrafía su aprobación paternal: "Darás tu ayuda a los heridos y Dios te glorificará por tus caricias y tu acción". Decididamente, no puede contentarse con observar de lejos las dolorosas convulsiones de la patria. En su aldea, se siente a la vez preservado e inútil, privilegiado y castigado. Él también debe estar en la brecha en caso de peligro. No aguanta más y, el 15 de diciembre de 1914, curioso y angustiado, llega de nuevo a Petrogrado, la ciudad donde se forja el destino del mundo.