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A pesar de las precauciones tomadas para no divulgar el caso, toda la prensa habla de él. Los partidarios de la extrema derecha sostienen a Hermógenes y publican una declaración discutiendo al Santo Sínodo el derecho de actuar tan brutalmente contra un obispo cuyo caso, según el estilo canónico, habría debido ser juzgado por un concilio. Novoselov lanza un folleto: Gregorio Rasputín, el libertino místico . Por orden de las autoridades, el plomo es destruido y la tirada, secuestrada. Entonces Novoselov inserta, en un cotidiano moscovita, un llamado solemne al Santo Sínodo, del cual deplora la pasividad. El diario es secuestrado, pero hay copias del artículo incriminado que sé distribuyen por toda la ciudad.

Eliodoro, que se esconde en la casa del médico tibetano Badmaiev, redacta un alegato titulado Gricha, en el que afirma que Rasputín pertenece a la secta maldita de los khlysty , que ha corrompido a decenas de mujeres y de jovencitas -sin precisar a quiénes-, y que socava cada día más el prestigio del Zar. Para dar más peso a la acusación, cita integralmente el texto de las cartas de la Zarina y de las grandes duquesas que se ha procurado (robándolas o "pidiéndolas prestadas") en ocasión de su paso por la casa del "amigo Gregorio", en Pokrovskoi. Después de lo cual se somete a la decisión de las autoridades eclesiásticas y parte para el convento de Floritcheva. Entretanto, ha cuidado de hacer llegar por medio de Badmaiev un ejemplar de su alegato al comandante del palacio, el general Diedulin, y otro a Rodzianko, el nuevo presidente de la Duma. Unos diputados toman conocimiento del documento. Entre ellos Gutchkov, cuyo resentimiento contra el staretz alcanza desde entonces la dimensión de un odio mortal y que da una amplia publicidad al panfleto y a la! correspondencia imperial que lo acompaña. Algunas de esas cartas son auténticas, pero se hacen circular otras, en el mismo estilo, que son pura invención.

En ese momento, en los salones de la capital se habla abiertamente de las relaciones íntimas entre la Emperatriz y el mujik siberiano. Aun aquellos que conocen la ternura profunda que une al Zar y la Zarina comienzan a pensar que tal vez haya una parte de verdad en ese tejido de calumnias. Los diarios del Partido Octubrista hunden el clavo. Se publican fotografías del "padre Gregorio" entre sus admiradoras, entre las cuales la gente malintencionada pretende reconocer a una u otra de las grandes duquesas. Cuando la censura, desbordada, logra apoderarse de una hoja, los ejemplares que han escapado a la requisa alcanzan precios fabulosos en el mercado, pasan de mano en mano y son pretexto para la lectura en pequeños grupos. El asunto alcanza proporciones nacionales. Las opiniones están divididas. Es el nuevo juego a la moda en las reuniones mundanas: ¿por o contra Rasputín, por o contra el Santo Sínodo, por o contra el régimen? La generala Bogdanovich, cuyo salón político da el tono a una parte de la opinión monárquica, escribe en su Diario : "No es el Zar quien gobierna en Rusia sino el caballero de industria Rasputín. Éste declara a quien quiere oírlo que no es la Zarina quien lo necesita sino 'Nicolás'. ¿No es horrible? Y muestra una carta en la cual la Zarina le asegura que 'no está tranquila más que cuando ella se apoya sobre su hombro'." Hasta la misma María Fedorovna, la emperatriz madre, alarmada por esa marejada nauseabunda alrededor del palacio, convoca a Kokovtsev, el presidente del Consejo, y le comunica su confusión. Ella ha sido siempre hostil a las maneras a la vez altaneras y exaltadas de su nuera. Ahora le reprocha conducir a Rusia al desastre. "Mi nuera no se da cuenta de que se está perdiendo y arrastra a la dinastía con ella", dice. "Cree de buena fe en la santidad de un aventurero y nosotros, impotentes, no podemos hacer nada para evitar una catástrofe que ya parece inevitable."

A la desesperada, Gutchkov decide vaciar el absceso por medio de una intervención radical de la Duma. Redacta una moción a la que se unen en seguida cuarenta y ocho firmantes, y el 26 de enero de 1912 interpela a Makarov, ministro del Interior, acerca de la incautación irregular de los órganos de prensa hostiles a Rasputín. Durante la discusión del presupuesto del Santo Sínodo, lleva más lejos la invectiva y exclama: "¡Usted sabe qué drama penoso está viviendo Rusia…! En el centro de este drama se encuentra un personaje enigmático y tragicómico, una especie de aparecido del otro mundo o el último producto de siglos de ignorancia… ¿Por qué medios ha accedido este hombre a esa posición central y acaparado tal poder que, ante él, se inclinan los más altos dignatarios del poder temporal y espiritual?".

Irritado por la audacia de los charlatanes de la Duma, Nicolás II ordena que no se hable más de Rasputín durante las sesiones de la Asamblea. Temiendo que esa prohibición hiera la susceptibilidad de los diputados y desencadene un descontento aun mayor contra la monarquía, el presidente Kokovtsev pone en guardia al Zar contra una medida tan rígida y le sugiere, como otros lo habían hecho antes que él, que envíe al indeseable de vuelta a su Siberia natal. Impávido, el Emperador responde: "Hoy exigen la partida de Rasputín y mañana se quejarán de otro y exigirán igualmente su partida". Sin embargo, acepta que Kokovtsev se encuentre con el staretz y le hable explicándole que sería de interés para él alejarse de la capital.

La entrevista tiene lugar a mediados de febrero de 1912. El presidente del Consejo tiene una impresión desfavorable y escribirá en sus Memorias: "Rasputín me pareció un típico vagabundo siberiano, inteligente pero haciéndose el tonto, el loco de Dios, según un papel aprendido. Físicamente, no le faltaba más que el uniforme de condenado a trabajos forzados". Kokovtsev le dice todo eso al Emperador en palabras veladas. Nicolás II, la mirada lejana, apenas lo escucha. Está visiblemente exasperado al oír denigrar de distintos lados a un hombre en quien su mujer y él han depositado su confianza de una vez por todas. Según él, las pretendidas desviaciones de Rasputín son sólo un pretexto inventado por los enemigos de la monarquía para ensuciar a la familia imperial. ¿Desde cuándo un zar debe sufrir en silencio que lo critiquen? ¿Él es sí o no el dueño absoluto de su destino y del de la nación?¡Ni Pedro el Grande ni Catalina II ni Nicolás I ni Alejandro III habrían tolerado semejante invasión de sus prerrogativas autocráticas!

Ahora bien, entretanto, el staretz , inquieto por las proporciones alcanzadas en pocos días por el escándalo, se ha resignado de nuevo a partir, con la cabeza baja, hacia Pokrovskoi. Pero, en su ausencia, el asunto resurge. Temiendo que vuelva llamado por la Zarina, Rodzianko, el presidente de la Duma, patriota y monárquico hasta la médula, decide consagrarse a sacar al Zar de las garras de un impostor sin escrúpulos. Confiado en su misión, reúne informes sobre las supuestas relaciones de Rasputín con la secta de los khlysty , la francmasonería y los medios judíos progresistas, interroga a los testigos de la violenta escena con Hermógenes, reúne todos los artículos de prensa que tratan acerca de ese tema escabroso y se hace entregar una copia de las famosas cartas de la familia imperial. El 20 de febrero de 1912, es recibido Por Nicolás II y durante dos horas le expone sus razones para considerar al "padre Gregorio" como un individuo peligroso para el trono. El Zar escucha esas frases alarmistas con su impasibilidad habitual, despide al visitante sin mostrar la menor contrariedad y, al día siguiente, le hace llegar el expediente del Santo Sínodo del que resulta que Rasputín no pertenece a la cofradía incriminada. En lugar de interpretar ese paso como una forma de no aceptación, Rodzianko se imagina que, al darle a conocer una pieza de semejante importancia, el soberano lo invita a proseguir sus investigaciones. Piensa que, aun si la acusación de afiliado a los khlysty ha sido levantada, quedan todas las otras. Por lo tanto, Su Majestad le da una muestra de satisfacción instándolo a perseverar en esa tarea de salubridad pública. Inmediatamente, la cancillería de la Duma es puesta a colaborar. Los secretarios de la Asamblea copian páginas y páginas de documentos comprometedores. El ingenuo organizador de esa "gran lejía" se vanagloria en la ciudad por los resultados ya obtenidos y por la confianza que Su Majestad demuestra hacia él. Cuando su trabajo está terminado, solicita una nueva audiencia. Nicolás II se niega a verlo y le ruega que le someta sus conclusiones por escrito. Algo despechado, Rodzianko lo hace el 8 de marzo. Nunca más oirá hablar del informe redactado por él con tanto celo.

En cuanto a la Emperatriz, ésta se contenta con telelgrafiar a Rasputín con el fin de exigirle explicaciones sobre la correspondencia de la familia imperial, de la que hay copias sobre todas las mesas. Elvprotesta con vigor declarando su inocencia: esas cartas, que él venera como reliquias, le han sido robadas, dice, por el despreciable Eliodoro. Sus enemigos no saben qué inventar para perjudicarlo. El no es ni un khlyst ni un fornicador ni un renegado sino un hombre enteramente consagrado a Cristo y a la familia imperial. Alejandra Fedorovna no pide más que creerle. Se consume por él. Con el consentimiento de su marido, lo hace volver a Tsarskoie Selo. El 13 de marzo lo encuentra en casa de Anna Vyrubova. Y el 16 de marzo, el Zar, la Zarina y sus hijos se dirigen a Crimea.

Rasputín no ha sido invitado. Pero, con la complicidad de Anna Vyrubova, sube clandestinamente al tren imperial. Como era de esperarse, un policía del servicio de seguridad avisa al Zar sobre la presencia del staretz en uno de los vagones del convoy oficial. Para evitar nuevas habladurías, Nicolás II lo hace bajar entre San Petersburgo y Moscú. ¡No importa: el "padre Gregorio" tomará el tren siguiente! En el camino, puede preguntarse si no sería mejor, por su tranquilidad personal, volver a Pokrovskoi en lugar de aferrarse así a Sus Majestades. Pero eso sería reconocer la victoria de sus enemigos, que son los de la Zarina. Tiene el deber de protegerla a ella, a su marido, a sus hijos. El es un soldado de Dios y, como tal, le está prohibido desertar. Su verdadera familia no es la que vive en Pokrovskoi sino aquella con la que va a reunirse a orillas del mar Negro. ¡Además, la vida en San Petersburgo, en Tsarskoie Selo y en los otros lugares de veraneo es tan agradable! El disfruta de los placeres del gran mundo mientras denuncia su vanidad. ¿Cómo aceptar exiliarse en su aldea cuando, aparte de algunos envidiosos, tanta gente de elevada posición, tantas mujeres sobre todo, buscan su compañía? Aun después de su peregrinaje a Jerusalén no ha cambiado su divisa: disfrutar de la existencia para mejor servir a Dios. El Altísimo no condena al hombre que sacia su hambre con un trozo de pan blanco. ¿Por qué habría de condenarlo cuando satisface otra necesidad natural, la de unirse carnalmente a una mujer? ¿Por qué lo que se le permite al estómago no se le permitiría al sexo?¿Por qué habría una parte del cuerpo que disgustaría al Creador? Dios es lógico, por lo tanto es tolerante. ¡Son los sacerdotes los que embrollan todo!

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