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Puesto entre la espada y la pared, Rasputín implora, una vez más, la protección de los soberanos. Se la prometen, pero le parece que más por piedad que por convicción. Tranquilizado por la Zarina, sin embargo no se siente seguro. ¡Ha reunido a tanta gente contra él! Ante todo los obispos tradicionales, que ven su autoridad moral debilitada por un iluminado. Luego, ciertos miembros de la familia imperial y numerosos cortesanos, inquietos ante la idea de que un mujik pueda incitar a Sus Majestades a apoyarse en el pueblo en lugar de fiarse, como antes, en la aristocracia. Misma sospecha en la administración y la policía, que descubren en esa connivencia entre el Zar y un campesino una amenaza contra el buen funcionamiento de la máquina burocrática. En fin, los medios liberales, felices de poder denunciar, en esta ocasión, más allá de Rasputín todas las taras del régimen.

A pesar de la acumulación de nubarrones sobre su cabeza, el staretz Gregorio quiere creer que todavía tiene bastante influencia en el palacio como para intervenir en favor de sus amigos. Al ver que Stolypin insiste en su propósito de privar a Eliodoro de su feudo de tsaritsyn para enviarlo a otro monasterio, Rasputín se erige en campeón del Jerónimo "perseguido". Pero la maniobra fracasa. El investigador especial enviado al lugar por iniciativa del Zar regresa con informes demoledores tanto sobre la intolerancia ciega de Eliodoro como sobre las hazañas sexuales de Rasputín. Nicolás II termina por admitir que Stolypin tiene razón, que hay que dejar que las pasiones se calmen y que, en el interés general, sería necesario alejar a Rasputín durante algunos meses. Atacado por sus enemigos, aconsejado por sus amigos, Rasputín se resigna a abandonar la capital para emprender un peregrinaje a Jerusalén. Piensa que allí por lo menos a nadie se le ocurrirá espiarlo. Y esa visita a Tierra Santa también aumentará su reputación de piedad entre la población de la ingrata Rusia.

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