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Cuatro

– iPuagh! ¡Agh! ¡Qué asco!

Cogí las flores con intención de tirarlas, pero no conseguí hacerlo. Bastante me costaba ya tirar las flores secas como para tirar aquéllas, que estaban frescas, llenas de vida y preciosas. Arrojé la tarjeta al suelo y me puse a saltar encima de ella. Luego la rompí en trocitos muy pequeños y la tiré a la basura. Las flores seguían encima de la mesa, felices y multicolores, pero me ponían los pelos de punta. Las cogí y las saqué con cuidado al descansillo. Volví a entrar rápidamente en mi apartamento y cerré la puerta. Allí me quedé un par de segundos para ver qué tal me sentía.

– Vale, esto puedo soportarlo-le dije a Bob.

Bob no parecía tener formada una opinión muy clara al respecto.

Cogí una chaqueta del perchero de la entrada. Bob y yo salimos del apartamento, pasamos discretamente junto a las flores del descansillo, luego bajamos las escaleras con calma y nos dirigimos al coche.

Tras media hora de pasear en el coche por el Burg decidí que buscar el Cadillac era una tontería. Aparqué en Roebling y marqué el número de Connie en el teléfono móvil.

– ¿Qué hay de nuevo? -le pregunté. Connie estaba emparentada con la mitad del hampa de Jersey.

– Dodie Carmine se ha operado las tetas.

Era una buena información, pero no era lo que yo esperaba.

– ¿Algo más?

– No eres la única que está buscando a DeChooch. Me ha llamado mi tío Bingo para preguntarme si sabíamos algo. Después he hablado con mi tía Flo y me ha contado que pasó algo raro en Richmond cuando DeChooch fue allí a recoger los cigarrillos. No me ha dicho nada más.

– En el informe del arresto dice que estaba solo cuando le detuvieron. Es difícil de creer que no tuviera un socio.

– Por lo que yo sé, lo hizo él solo. Él lo negoció, alquiló el camión y lo condujo hasta Richmond.

– Un viejo cegato que conduce hasta Richmond para recoger unos cigarrillos.

– Exactamente.

Tenía a Metallica sonando a todo meter. Bob iba en el asiento del copiloto, disfrutando de la batería de Lars. En el Burg se cocían los negocios a puerta cerrada. Y, de repente, yo tuve una idea inquietante.

– ¿A DeChooch le arrestaron entre aquí y Nueva York?

– Sí. En el área de descanso de Edison.

– ¿Crees que pudo haber distribuido parte de los cigarrillos en el Burg?

Hubo un momento de silencio.

– Estás pensando en Dougie Kruper -dijo Connie.

Cerré el teléfono, metí la marcha del coche y me encaminé a casa de Dougie. No me molesté en llamar al llegar allí. Bob y yo irrumpimos directamente.

– Hola -dijo El Porreta, asomándose por la cocina con una cuchara en una mano y una lata abierta en la otra-. Estoy almorzando aquí. ¿Te apetece un poco de cosa naranja y marrón de lata? Tengo de sobra. Shop amp; Bag tenía una liquidacion de latas sin etiqueta, dos por una.

Yo ya había subido la mitad de las escaleras.

– No, gracias. Quiero echarle otro vistazo a las existencias de Dougie. ¿Tiene algo más que el envío ese?

– Sí, un vejete dejó un par de cajas hace un par de días. No era gran cosa. Sólo un par de cajas.

– ¿Sabes qué hay en esas cajas?

– Cigarrillos de primera. ¿Quieres unos cuantos?

Me abrí paso entre las mercancías del tercer dormitorio y encontré las cajas de cigarrillos. Joder.

– Esto es chungo -le dije a El Porreta.

– Ya lo sé. Pueden matarte, colega. Es mejor fumar hierba.

– Los superhéroes no fuman hierba -dije.

– ¡Qué dices!

– En serio. No se puede ser superhéroe si consumes drogas.

– Luego me dirás que tampoco beben cerveza. Asunto complicado.

– La verdad es que no sé nada de la cerveza.

– Qué muermo.

Intenté imaginarme a El Porreta sin estar colocado, pero no conseguí hacerme una idea. ¿Empezaría de repente a llevar trajes de tres piezas? ¿Se haría republicano?

– Tienes que deshacerte de estas cosas -dije.

– ¿Quieres decir, o sea, que lo venda?

– No. Que te deshagas de ellas. Si la policía entra aquí te acusarán de posesión de mercancía robada.

– La policía entra aquí todo el tiempo. Son algunos de los mejores clientes de Dougie.

– Me refiero a oficialmente. Por ejemplo, si vienen para investigar la desaparición de Dougie.

– Aaaaaah -dijo El Porreta.

Bob miraba la lata que El Porreta tenía en la mano. El contenido de la lata se parecía mucho a la comida de perro. Claro que cuando el perro es Bob, todo parece comida de perro. Empujé a Bob para que saliera y los tres bajamos las escaleras.

– Tengo que hacer unas cuantas llamadas -le dije a El Porreta-. Si se descubre algo te lo cuento.

– Sí, pero ¿y yo? -preguntó El Porreta-. ¿Qué podría hacer? Tendría que hacer algo como… ayudar.

– ¡Tú deshazte de las cosas del tercer dormitorio!

Las flores seguían en el descansillo cuando Bob y yo salimos del ascensor. Bob las olisqueó y se comió una rosa. Lo metí en el apartamento a tirones y lo primero que hice fue escuchar los mensajes del contestador. Los dos eran de Ronald. «Espero que te hayan gustado las flores -decía el primero-, me han costado unos pavos». En el segundo sugería que nos viéramos porque creía que había surgido algo entre nosotros.

Voy a vomitar.

Me preparé otro sándwich de mantequilla de cacahuete para quitarme a Ronald de la cabeza. Luego le preparé uno a Bob. Descolgué el teléfono de la mesa del comedor y llamé a todos los Kruper de la hoja de papel amarillo. Les dije que era una amiga y que estaba buscando a Dougie. Cuando me daban la dirección de Dougie en el Burg aparentaba sorprenderme de que hubiera vuelto a Jersey. No hacía falta asustar a sus parientes.

– No hemos ganado ni un punto con la cosa del teléfono -le dije a Bob-. ¿Y ahora qué hacemos?

Podía llevarme la foto de Dougie y enseñarla por ahí, pero las posibilidades de que alguien recordara haber visto a Dougie iban de escasas a inexistentes. A mí me costaba recordar a Dougie cuando lo tenía delante. Llamé para hacer una comprobación bancaria y descubrí que Dougie tenía una tarjeta Master. Hasta ahí llegaba el historial crediticio de Dougie.

Bueno, me estaba metiendo en un terreno muy resbaladizo. Había descartado amigos, familiares y cuentas bancarias. Ése era todo mi arsenal. Y, lo que es peor, tenía una sensación de vacío en el estómago. Era la sensación de «pasa algo malo». No quería pensar que Dougie estuviera muerto, pero la verdad era que no encontraba ni una prueba de que estuviera vivo.

«¡Vaya tontería!», me dije a mí misma. Dougie es un colgado. Podía estar de peregrinaje a Graceland. Podría estar jugando al hlackjack en Atlantic City. Podría estar perdiendo la virginidad con la cajera del turno de noche del 7-Eleven del barrio.

Y puede que la sensación de vacío en el estómago sea hambre. ¡Claro que sí! ¡Eso es! Menos mal que había ido de compras a Giovichinni. Saqué la bolsa de galletas surtidas y le di a Bob una cubierta de coco. Yo me comí el paquete de bizcochos de dulce de leche.

– ¿Qué te parece? -le pregunté a Bob-. ¿Ya te encuentras mejor?

Yo sí me encontraba mejor. Las galletas siempre hacen que me encuentre mejor. De hecho, me encontraba tan bien que decidí volver a salir en busca de Eddie DeChooch. Esta vez, por un barrio diferente. Ahora iba a probar suerte en el barrio de Ronald. Estaba el incentivo añadido de saber que Ronald no estaba en casa.

Bob y yo cruzamos la ciudad para llegar a Cherry Street. Esta calle forma parte de una zona residencial en la esquina noreste de Trenton. Es un barrio predominantemente de casas pareadas con una pequeña parcela y se parece un poco al Burg. Era la última hora de la tarde. La escuela había acabado. Las televisiones estaban encendidas en las salas de estar y en las cocinas bullían las ollas.

Pasé sigilosamente por delante de la casa de Ronald, buscando el Cadillac blanco, buscando a Eddie DeChooch. La casa de Ronald era unifamiliar, con fachada de ladrillo rojo. No tan pretenciosa como la de Joyce, con sus columnas, pero tampoco de tan buen gusto. La puerta del garaje estaba cerrada. Había una furgoneta aparcada a la entrada. El pequeño jardín estaba cuidadosamente distribuido alrededor de una figura de un metro de la Virgen María, blanca y azul. Se la veía serena y en paz encima de su pilastra de escayola. Más de lo que se podía decir de mí sobre mi Honda de fibra de vidrio.

Bob y yo recorrimos la calle, examinando las entradas, esforzándonos por distinguir las figuras en sombra que se movían detrás de las cortinas transparentes.

Recorrimos dos veces Cherry Street y luego empezamos a recorrer el resto del barrio, dividiéndolo en cuadrantes. Vimos un montón de coches viejos, pero ni un solo Cadillac blanco. Y tampoco vimos a Eddie DeChooch.

– Hemos mirado hasta debajo de las piedras -le dije a Bob, intentando justificar el tiempo perdido.

Bob me lanzó una mirada que significaba: «Lo que tú digas». Tenía la cabeza fuera de la ventanilla, en busca de caniches miniatura de buen ver.

Giré en Olden Avenue y me dirigí a casa. Estaba a punto de cruzar Greenwood cuando Eddie DeChooch pasó por delante de mí en su Cadillac blanco, en dirección contraria.

Hice un giro de ciento ochenta grados en el cruce. La hora punta se acercaba y había mucho tráfico en la carretera. Una docena de personas se lanzó sobre sus bocinas y me hicieron gestos con las manos. Me metí como pude en la corriente del tráfico e intenté no perder de vista a Eddie. Iba unos diez coches detrás de el. Le vi salirse por State Street en dirección al centro de la c iudad. Cuando me llegó el momento de girar, le había perdido.

Llegué a casa diez minutos antes de que llegara Joe.

– ¿Qué significan esas flores en el descansillo? -quiso saber.

– Me las ha mandado Ronald DeChooch. Y no tengo ganas de hablar de eso.

Morelli se quedó mirándome un instante.

– ¿Voy a tener que pegarle un tiro?

– Actúa movido por el delirio de que nos sentimos atraídos el uno por el otro.

– Muchos de nosotros actuamos movidos por ese delirio.

Bob se acercó galopando a Morelli y se apretó contra él para llamar su atención. Morelli le dio un abrazo y un restregón por todo el cuerpo. Perro afortunado.

– Hoy he visto a Eddie DeChooch -dije.

– ¿Y?

– Se me volvió a escapar.

Morelli sonrió.

– Famosa cazarrecompensas pierde vejete… dos veces.

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