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Quince

La abuela suele arreglarse para los velatorios nocturnos. Tiene cierta preferencia por los zapatos de charol negro y las faldas de vuelo, por si acaso hay algún tío bueno presente. Como concesión a la moto, esta vez se puso pantalones y zapatillas de tenis.

– Necesito comprarme ropa de motorista -dijo-. Acabo de recibir el cheque de la Seguridad Social y mañana a primera hora me voy a ir de compras, ahora que sé que tienes esta Harley.

Sujeté la moto y papá ayudó a la abuela a montarse detrás de mí. Giré la llave de contacto, puse en marcha el motor y las vibraciones retumbaron por el tubo de escape.

– ¿Lista? -le grité a la abuela.

– Lista -me contestó ella, gritando a su vez.

Subí la calle Roosevelt hasta la avenida Hamilton y al poco rato ya estábamos en la funeraria de Stiva, estacionando en su aparcamiento.

Ayudé a bajar a la abuela y le quité el casco. Ella dio un paso hacia atrás y se arregló el pelo.

– Ahora entiendo por qué a la gente le gustan tanto las Harleys -dijo-. Es cierto que te despiertan algo por ahí aba jo, ¿verdad?

Rusty Kuharchek estaba en la sala número tres, situación que indicaba que sus familiares habían ahorrado en su féretro. Los de las muertes horribles y aquellos que compraban los féretros de caoba tallados a mano más caros del catálogo eran colocados en la sala número uno.

Dejé a la abuela en compañía de Rusty y le dije que volvería a la funeraria al cabo de una hora y que me reuniría con ella en la mesa de las galletas.

Hacía una noche muy buena y me apetecía pasear. Bajé todo Hamilton y llegué al Burg. La noche no estaba demasiado oscura. Dentro de un mes la gente estaría sentada en los porches a estas horas de la noche. Me dije a mí misma que estaba paseando para relajarme, tal vez para pensar en las cosas. Pero antes de que me diera cuenta me encontraba frente a la casa de Eddie DeChooch y no me sentía nada relajada. Me sentía furiosa por no haber sido capaz de llevar a cabo la detención.

La mitad de DeChooch parecía absolutamente abandonada. En la mitad de Marguchí atronaba un concurso de la televisión. Me dirigí a la puerta de la señora Marguchi y llamé.

– Qué sorpresa tan agradable -dijo cuando me vio-. Me estaba preguntando cómo te habrían ido las cosas con DeChooch.

– Sigue por ahí -le dije.

Angela hizo un chasquido con la lengua.

– Es muy astuto.

– ¿Usted le ha visto? ¿Ha oído algún ruido en la casa de al lado?

– Es como si se lo hubiera tragado la tierra. Ni siquiera he oído sonar el teléfono.

–  A lo mejor curioseo un ratito por aquí.

Recorrí el perímetro de la casa, miré en el garaje, me detuve en el cobertizo. No había ninguna señal de que DeChooch se hubiera pasado por allí. Un montón de correo sin abrir cubría la encimera de la cocina.

Volví a llamar a la puerta de Angela.

– ¿Mete usted el correo de DeChooch?

– Sí. Meto el correo todos los días y me aseguro de que todo esté en orden. No sé qué más hacer. Pensé que Ronald vendría a recoger el correo, pero no le he visto.

Cuando regresé a la funeraria de Stiva la abuela estaba junto a la mesa de las galletas charlando con El Porreta y Dougie.

– Colega -dijo El Porreta.

– ¿Habéis venido a ver a alguien? -pregunté.

– Negativo. Hemos venido por las galletas.

– La hora ha pasado volando -dijo la abuela-. Hay cantidad de gente a la que todavía no he visto. ¿Tienes prisa por volver a casa? -me preguntó.

– Podemos llevarte nosotros -le dijo Dougie a la abuela-. Nunca nos vamos antes de las nueve, porque a esa hora Stiva saca las galletas rellenas de chocolate.

Estaba indecisa. No quería quedarme, pero no sabía si podía confiar a la abuela a El Porreta y Dougie.

Me llevé a Dougie aparte.

– No quiero que nadie fume hierba.

– Nada de hierba -dijo Dougie.

– Y no quiero que la abuela vaya a bares de strip-tease.

– Nada de strip-tease.

– Y tampoco quiero que se vea envuelta en robos de coches.

– Oye, que soy un hombre rehabilitado -dijo Dougie.

– Vale -dije-. Cuento contigo.

A las diez de la noche me llamó mi madre.

– ¿Dónde está tu abuela? -preguntó-. ¿Y por qué no estás con ella?

– Iba a volver a casa con unos amigos.

– ¿Qué amigos? ¿Has vuelto a perder a tu abuela?

Maldición.

– Te vuelvo a llamar.

Colgué y entró otra llamada inmediatamente. Era la abuela.

– ¡Le tengo! -dijo. -¿A quién?

– A Eddie DeChooch. En la funeraria tuve una premonición, de repente me di cuenta de dónde estaría Choochy esta noche.

– ¿Dónde?

– Recogiendo el cheque de la Seguridad Social. En el Burg todo el mundo recibe el cheque el mismo día. Y fue ayer. Lo que pasa es que ayer DeChooch estaba demasiado ocupado destrozando el coche. Así que me dije a mí misma que él esperaría hasta que cayera la noche y entonces iría a recoger el cheque. Y, por supuesto, eso fue exactamente lo que hizo.

– ¿Dónde está ahora?

– Bueno, ésa es la parte complicada. Entró en su casa para recoger el correo y cuando intentamos arrestarle sacó una pistola y todos nos asustamos y salimos huyendo. Pero El Porreta no corrió lo suficiente, y ahora tiene a El Porreta.

Me golpeé la cabeza con la encimera de la cocina. Pensé que unos golpes en la cabeza me vendrían bien. Ponk, ponk, ponk, con la cabeza contra la encimera.

– ¿Habéis llamado a la policía? -pregunté.

– No sabíamos si eso sería una buena idea, dado que El Porreta puede llevar consigo algunas sustancias ilegales. Creo que Dougie mencionó algo de un paquete en el zapato de El Porreta.

Genial

– Voy para allá -dije-. No hagáis nada hasta que llegue.

Agarré el bolso, corrí por el pasillo y escaleras abajo hasta llegar a la puerta y salté sobre la moto. Frené en seco a la entrada de la casa de Angela Marguchi y busqué a la abuela por los alrededores. La descubrí junto a Dougie, escondidos detrás de un coche, al otro lado de la calle. Ambos llevaban Súper Trajes y toallas de baño sujetas con un imperdible al cuello, a modo de capas.

– Un toque muy bonito, las toallas -dije.

– Somos luchadores contra el crimen -dijo la abuela.

– ¿Siguen ahí dentro? -pregunté.

– Sí. He hablado con DeChooch por el móvil de El Porreta -dijo la abuela-. Ha dicho que sólo soltará a El Porreta si le conseguimos un helicóptero y, luego, un avión le espera en Newark para llevarle a Suramérica. Yo creo que está bebiendo.

Marqué su número en mi móvil.

– Quiero hablar contigo -dije.

– Nunca. A no ser que me traigan el helicóptero.

– No vas a conseguir que traigan un helicóptero con El Porreta como rehén. A nadie le importa que le pegues un tiro. Si dejas que se vaya El Porreta, entraré yo a ocupar su lugar. Yo soy mejor rehén para un helicóptero.

– Vale -dijo DeChooch-. Eso tiene sentido.

Como si algo de aquello tuviera sentido.

El Porreta salió con su Súper Traje y su toalla de baño. DeChooch mantuvo la pistola contra su sien hasta que yo entré en el porche.

– Esto es, no sé, algo embarazoso -dijo El Porreta-. O sea, cómo queda un superhéroe al que secuestra un colega viejo -miró a DeChooch-. Sin ánimo de ofender, tío.

– Lleva a la abuela a casa -le dije a El Porreta-. Mi madre está preocupada.

– ¿Quieres decir, o sea, ahora mismo?

– Sí, ahora.

La abuela estaba al otro lado de la calle y no quería gritar, así que la llamé al móvil.

– Voy a ver si arreglo esto con Eddie -dije-. El Porreta, Dougie y tú id a casa.

– A mí no me parece una buena idea -dijo la abuela-. Creo que debería quedarme.

– Gracias, pero será más fácil si me quedo sola.

– ¿Llamo a la policía?

Miré a DeChooch. No parecía ni furioso ni enloquecido. Sólo cansado. Si llamaba a la policía podría enfadarse y hacer alguna tontería, como matarme. Si le dedicara un rato de charla tranquila podría convencerle de que se entregara.

– Negativo.

Corté la comunicación y DeChooch y yo nos quedamos en el porche hasta que la abuela, El Porreta y Dougie se fueron.

– ¿Va a llamar a la policía? -preguntó DeChooch.

– No.

– ¿Crees que puedes arrestarme tú sola?

– No quiero que nadie se haga daño. Yo incluida -le seguí al interior de la casa-. No esperarás en serio el helicóptero, ¿verdad?

Hizo un gesto de desagrado y arrastró los pies hasta la cocina.

– Sólo lo he dicho para impresionar a Edna. Tenía que decir algo. Ella cree que soy un fugitivo muy importante -abrió el frigorífico-. No hay nada de comer. Cuando vivía mi mujer siempre había algo de comer.

Llené la cafetera de agua y eché unas cucharadas de café en el filtro. Rebusqué por los armarios y encontré una caja de galletas. Puse algunas en un plato y me senté a la mesa de la cocina con Eddie DeChooch.

– Pareces cansado -dije.

Asintió con la cabeza.

– Anoche no tuve dónde dormir. Pensaba recoger el cheque de la Seguridad Social esta noche y alquilar una habitación en un hotel, pero apareció Edna con esos dos payasos. Nada me sale bien -cogió una galleta-. Ni siquiera puedo suicidarme. Maldita próstata. Pongo el Cadillac encima de las vías. Me quedo esperando a la muerte y ¿qué pasa? Que tengo que ha- cer pis. Siempre tengo que hacer pis. Total, que salgo del coche y me voy a unos arbustos a echar una meada, y llega el tren. ¿Cuáles son las probabilidades de que ocurra eso? Luego no

sabía qué hacer y me acobardé. Salí corriendo como un puto cobarde.

– Fue un accidente terrible.

– Sí, lo vi. Madre mía, debió arrastrar el Cadillac casi medio kilómetro.

– ¿De dónde sacaste el coche nuevo?

– Lo robé.

– O sea, que todavía eres bueno en algunas cosas.

– Lo único que me funciona son los dedos. No veo. No oigo. No puedo mear.

– Esas cosas se pueden arreglar.

Jugueteó con una galleta.

– Hay cosas que no se pueden arreglar.

– La abuela me lo dijo.

Levantó la mirada, sorprendido.

– ¿Te lo dijo? Joder. Dios. Lo que yo te diga…, las mujeres son todas unas bocazas.

Serví dos tazas de café y le pasé una a DeChooch.

– ¿Lo has consultado con un médico?

– No voy a hablar con ningún médico. Antes de que te des cuenta te están toqueteando y diciéndote que te pongas una de esas prótesis. No me voy a poner una de esas malditas prótesis de pene -negó con la cabeza-. No puedo creer que esté hablando de esto contigo. ¿Por qué estoy hablando contigo?

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