Pasarme la mañana ociosamente sentada degustando un café italiano no formaba parte de mis planes, así que opté por el autoservicio de McDonald's, en cuyo menú se podía encontrar café francés con vainilla y tortitas. No eran tortitas del calibre de las que hacen las abuelas, pero no estaban mal, y eran más fáciles de conseguir.
El cielo estaba cubierto y amenazaba con llover. Nada nuevo. La lluvia es permanente en Jersey en abril. Una llovizna constante y gris que propicia en todo el estado un pelo desastroso y una tendencia al sillonbol. En la escuela nos enseñaban que las lluvias de abril traen las flores de mayo. Las lluvias de abril también propician las colisiones de doce vehículos en las autopistas de Jersey y las sinusitis infecciosas. La parte positiva de todo esto es que en Jersey solemos tener motivos frecuentes para comprar coche nuevo y que se nos conoce en todo el mundo por nuestra particular versión nasal del inglés.
– Bueno, ¿cómo está tu cabeza? -le pregunté a El Porreta mientras volvíamos a casa.
– Llena de café con leche. Tengo la cabeza tranquila, colega.
– No. Me refiero a cómo están los doce puntos que te han dado en la cabeza.
El Porreta se pasó un dedo por el esparadrapo.
– Está bien.
Durante un momento se quedó con los labios separados y los ojos rebuscando entre los oscuros recovecos de su mente hasta que se hizo la luz.
– Ah, sí -dijo-. La anciana espantosa me pegó un tiro.
Eso es lo bueno que tiene fumar hierba toda la vida… te quedas sin memoria reciente. Si te pasa algo horrible, a los diez minutos ya no te acuerdas de nada.
Claro que eso también es lo malo que tiene fumar hierba, porque cuando ocurre un desastre, como que un amigo tuyo desaparece, existe la posibilidad de que algún recado o algún detalle importante se pierda entre la bruma. Y existe la posibilidad de que alucines y veas a una ancianita en la ventana, cuando en realidad el tiro ha sido disparado desde un coche.
En el caso de El Porreta, esta posibilidad era muy probable.
Pasé con el coche por delante de la casa de Dougie para asegurarme de que no había ardido mientras dormíamos.
– Parece que está en orden -dije.
– Parece muy solitaria -dijo El Porreta.
Cuando volvimos a mi apartamento Ziggy Garvey y Benny Colucci estaban en la cocina. Cada uno de ellos tenía en las manos una taza de café y una tostada.
– Espero que no le moleste -dijo Ziggy-. Queríamos probar la tostadora nueva.
Benny hizo un gesto con su tostada.
– Una tostada excelente. Fíjese qué dorado tan uniforme. No está quemada en los bordes en absoluto. Y está crujiente por todas partes.
– Debería comprar un poco de mermelada -dijo Ziggy-. Un poco de mermelada de fresa le iría bien a esta tostada.
– ¡Han vuelto a entrar en mi apartamento! Odio que hagan eso.
– No estaba en casa -dijo Ziggy-. Y no queríamos que diera la impresión de que tiene hombres merodeando por su descansillo.
– Claro. No queríamos ensuciar su buen nombre -dijo Benny-. No nos parecía que fuera esa clase de chica. Aunque desde hace años se escuchan ciertos rumores sobre usted y Joe Morelli. Debería tener cuidado con él. Tiene muy mala reputación.
– Eh, fíjate -dijo Ziggy-. Es el mariquita aquel. ¿Dónde tienes el uniforme, chaval?
– Sí, y ¿por qué llevas ese esparadrapo? ¿Te has caído de los zapatos de tacón? -preguntó Benny.
Ziggy y Benny se dieron codazos mutuamente y se rieron como si aquello fuera un gran chiste.
Una idea se encendió dentro de mi cabeza.
– ¿Ustedes no sabrán nada del motivo por el que tiene que llevar ese esparadrapo, verdad?
– Yo no -dijo Benny-. Ziggy, ¿tú sabes algo de ese asunto?
– No sé nada de ese asunto -dijo Ziggy.
Me apoyé en el mostrador de la cocina y crucé los brazos.
– Bueno, ¿y qué están haciendo aquí?
– Habíamos pensado pasar a informarnos -dijo Ziggy-. Hace ya tiempo que no hablamos y queríamos saber si ha habido alguna novedad.
– No han pasado ni veinticuatro horas -dije.
– Si, eso es lo que he dicho. Hace ya tiempo.
– No ha habido ninguna novedad.
– Vaya, qué faena -dijo Benny-. Nos habían hablado muy bien de usted. Teníamos muchas esperanzas puestas en su ayuda. Ziggy se acabó el café, aclaró la taza en el fregadero y la puso en el escurridor.
– Tenemos que irnos.
– ¡Cerdo! -dijo El Porreta.
Ziggy y Benny se detuvieron junto a la puerta.
– Decir eso es una grosería -dijo Ziggy-. No vamos a tenerlo en cuenta porque eres amigo de la señorita Plum.
Miró a Benny en busca de apoyo.
– Exacto -dijo Benny-. No lo vamos a tener en cuenta, pero tendrías que aprender buenos modales. No está bien hablar así a los ancianos.
– ¡Me ha llamado mariquita! -gritó El Porreta.
– ¿Sí? -dijo Ziggy-. ¿Y?
– La próxima vez merodeen por el descansillo con toda libertad -dije. Cerré la puerta detrás de Ziggy y Benny y eché el pestillo. Luego le dije a El Porreta-: ¿Tienes alguna idea de
por qué te pudo pegar un tiro alguien? ¿Estás seguro de que viste la cara de la anciana en la ventana?
– No lo sé, tía. Me cuesta mucho pensar. Tengo la cabeza, no sé, como liada.
– ¿Y alguna llamada de teléfono extraña?
– Sólo hubo una llamada, pero no fue nada extraña. Una mujer me llamó cuando estaba en casa de Dougie y dijo que creía que yo tenía algo que no me pertenecía. Y yo me quedé tipo «pues vale».
– ¿No dijo nada más?
– No. Le pregunté si quería una tostadora o un traje de Súper Colega y ella colgó.
– ¿Eso es lo único que te queda? ¿Qué ha pasado con los cigarrillos?
– Me deshice de ellos. Conozco a un tío que fuma muchísimo…
Era como si El Porreta se hubiera quedado atrapado en el tiempo. Tenía recuerdos de él en el instituto con exactamente el mismo aspecto. Pelo castaño y fino con raya en medio y recogido atrás en cola de caballo. Piel pálida, constitución fina, altura media. Llevaba una camisa hawaiana y unos vaqueros que probablemente habrían llegado a casa de Dougie protegidos por la oscuridad. Había pasado por el instituto envuelto en una niebla de dulce bienestar inducida por el humo de la maría, hablando y riendo en el almuerzo y sesteando en las clases de inglés. Y así seguía… flotando por la vida. Sin trabajo. Sin responsabilidad. Ahora que lo pensaba, sonaba muy bien.
Connie solía trabajar los sábados por la mañana. La llamé a la oficina y esperé a que acabara con otra llamada.
– Estaba hablando con mi tía Flo -me dijo-. ¿Recuerdas que te dije que había pasado algo en Richmond cuando DeChooch estuvo allí? La tía cree que tiene algo que ver con que Louie D comprara la granja.
– Louie D se dedica a los negocios, ¿no?
– Es un hombre de negocios muy importante. Al menos lo era. Murió de un ataque al corazón mientras DeChooch estaba recogiendo su cargamento.
– Tal vez el ataque al corazón lo provocara una bala.
– No lo creo. Si se hubieran cargado a Louie D nos habríamos enterado. Esa clase de noticias vuelan. Sobre todo teniendo en cuenta que su hermana vive aquí.
– ¿Quién es su hermana? ¿La conozco?
– Estelle Colucci. La mujer de Benny Colucci.
¡Joder!
– El mundo es un pañuelo.
Colgué y llamó mi madre.
– Tenemos que elegir un vestido para la boda -dijo.
– No voy a llevar vestido.
– Al menos podrías echar un vistazo.
– Vale, echaré un vistazo.
No pienso.
– ¿Cuándo?
– No lo sé. Ahora mismo estoy ocupada. Estoy trabajando.
– Es sábado -dijo mi madre-. ¿Qué clase de persona trabaja los sábados? Tienes que descansar más. Tu abuela y yo vamos ahora mismo para allá.
– ¡No!
Demasiado tarde. Ya había colgado.
– Tenemos que largarnos de aquí -le dije a El Porreta-. Es una emergencia. Tenemos que irnos.
– ¿Qué clase de emergencia? ¿No me irán a pegar otro tiro, verdad?
Recogí los platos sucios del mostrador y los metí en el friegaplatos. A continuación cogí la manta y la almohada de El Porreta y las llevé al dormitorio. Mi abuela vivió conmigo una breve temporada y estaba segura de que todavía tenía las llaves del apartamento. Dios me libre de que mi madre entre en casa y se la encuentre hecha un desastre. La cama estaba sin hacer, pero no quería perder el tiempo haciéndola. Recogí a puñados ropa y toallas sucias y las metí en el cesto. Atravesé disparada el salón, entré en la cocina, cogí el bolso y la chaqueta y le grité a El Porreta que saliera corriendo.
Nos encontramos con mi madre y mi abuela en el portal.
¡Maldición!
– No hacía falta que nos esperaras en el portal -dijo mi madre-. Habríamos subido nosotras.
– No os estaba esperando -dije-. Me estaba yendo. Lo siento, pero esta mañana tengo que trabajar.
– ¿Qué tienes que hacer? -quiso saber la abuela-. ¿Estás tras la pista de algún asesino maníaco?
– Tengo que buscar a Eddie DeChooch.
– No andaba muy desencaminada -dijo la abuela.
– Puedes buscar a Eddie DeChooch en otro momento -dijo mi madre-. Te he cogido hora en la tienda de novias de Tina.
– Sí, y será mejor que vayas -dijo la abuela-. Hemos conseguido esta cita gracias a que ha habido una cancelación de última hora. Además, teníamos que irnos de casa porque ya no aguantábamos más galopes y más relinchos.
– No quiero un vestido de novia -dije-. Quiero una boda sencilla.
O nada.
– Sí, pero no te cuesta nada echar un vistazo -dijo mi madre. -La tienda de novias de Tina mola -dijo El Porreta.
Mí madre se volvió hacia él.
– ¿No eres Walter Dunphy? Dios mío, hacía años que no te veía.
– ¡Colega! -le dijo El Porreta a mi madre.
Luego él y la abuela Mazur se hicieron uno de esos apretones de manos tan complicados que yo nunca podía recordar.
– Será mejor que nos pongamos en marcha -dijo la abuela-. No queremos llegar tarde.
– ¡No quiero vestido!
– Sólo vamos a mirar -dijo mi madre-. No pasaremos más de media hora mirando y luego te puedes ir a tu aire.
– ¡Vale! Media hora. Y eso es todo. Se acabó. Y sólo vamos a mirar.
I.a tienda de novias de Tina está en el corazón del Burg. Ocupa la mitad de un edificio de ladrillos. Tina vive en un pequeño apartamento en la parte de arriba y tiene montado su negocio en la parte inferior de la casa. La otra mitad del edifio es una casa de alquiler propiedad de la propia Tina. Tina es famosa a lo largo y ancho del Burg por ser una casera muy perra y sus inquilinos casi siempre se marchan antes de que expire el año de contrato. Como los alquileres en el Burg son tan escasos como los dientes de una gallina, a Tina no le cuesta nada encontrar víctimas indefensas.