Le hice un gesto con los hombros a Joe que significaba: «Oye, ¿qué puede hacer una?».
– Vale -dijo Joe-, vamos a salir de aquí y a cerrar con llave. Tú llévate a El Porreta y yo me llevo a Bob.
El Porreta y yo estábamos en el descansillo delante de mi apartamento. El Porreta llevaba una pequeña bolsa de deportes en la que imaginé que habría una muda de ropa y un buen surtido de drogas.
– Muy bien dije-, aquí estamos. Te doy la bienvenida a mi casa, pero nada de drogas aquí.
– Colega -dijo El Porreta.
– ¿Hay alguna droga en la bolsa?
– Oye, ¿de qué tengo pinta?
– Tienes pinta de colgado.
– Bueno, sí, pero eso es porque me conoces.
– Vacía la bolsa en el suelo.
El Porreta volcó el contenido de la bolsa en el suelo. Yo volví a meter la ropa y confisqué todo lo demás. Pipas y papelillos y una selección de sustancias ilegales. Entramos en el apartamento, tiré los contenidos de las bolsas de plástico por el retrete y las herramientas al cubo de la basura.
– Nada de drogas mientras vivas aquí -le dije.
– Eh, de buen rollo -dijo El Porreta-. El Porreta no necesita drogas. El Porreta es un consumidor recreativo.
Huy, huy.
Le di a El Porreta una almohada y una manta y me fui a la cama. A las 4.00 de la mañana me despertó la televisión de la sala de estar a todo volumen. Salí arrastrando los pies, con mi camiseta y los boxers de franela y miré furiosa a El Porreta.
– ¿Qué pasa? ¿No puedes dormir?
– Normalmente duermo como un tronco. No sé lo que me pasa hoy. Me encuentro como el culo, tía. ¿Sabes a lo que me refiero? Atacado.
– Sí. A mí me parece que necesitas un canuto.
– Es terapéutico, colega. En California puedes comprar la hierba con receta.
– Olvídalo.
Me volví al dormitorio, cerré la puerta, eché el pestillo y me puse la almohada encima de la cabeza.
Cuando salí del dormitorio eran las siete. El Porreta estaba dormido en el suelo y en la tele estaban poniendo los dibujos animados del sábado. Puse en marcha la cafetera, le di a Rex un poco de agua fresca y de comida y metí una rebanada de pan en mi flamante tostadora nueva. El olor del café levantó a El Porreta del suelo.
– Eh -dijo-, ¿qué hay para desayunar?
– Café y tostadas.
– Tu abuela me habría hecho tortitas.
– Mi abuela no está aquí.
– Estás decidida a ponérmelo difícil, tía. Seguro que te has puesto ciega de donuts y a mí sólo me das tostadas. Esto afecta a mis derechos -no estaba gritando exactamente, pero tampoco hablaba en un susurro-. Soy un ser humano y tengo mis derechos.
– ¿De qué derechos estás hablando? ¿Del derecho a comer tortitas? ¿Del derecho a comer donuts?
– No me acuerdo.
Ay, madre.
Se desmoronó en el sofá.
– Este apartamento es deprimente. Me pone, o sea, como nervioso. ¿Cómo puedes soportar vivir aquí?
– ¿Quieres café o no?
– ¡Sí! Quiero café y lo quiero ahora mismo -su voz ascendió un tono. Ahora sí estaba gritando-. ¡¿Qué quieres, que me pase la vida esperando el café?!
Puse una taza de golpe en la encimera de la cocina, la llené de café y se la tiré a El Porreta. Luego marqué el teléfono de Morelli.
– Necesito drogas -le dije a Morelli-. Tienes que traerme drogas.
– ¿Quieres decir, antibióticos o algo así?
– No. Marihuana o algo así. Anoche tiré todas las drogas de El Porreta por el retrete y ahora le odio. Tiene un mono alucinante.
– Creía que querías limpiarle.
– No merece la pena. Me gusta más cuando está colocado.
– No te muevas de ahí -dijo Morelli, y colgó.
– Este café es como aguachirle, colega -dijo El Porreta-. Necesito un café italiano.
– ¡Vale! Vamos a por un puñetero café italiano.
Cogí el bolso y las llaves y empujé a El Porreta al descansillo.
– Eh, tengo que ponerme unos zapatos, tía -dijo El Potreta.
Puse los ojos en blanco exageradamente y solté un suspiro desmedido mientras El Porreta volvía a entrar en el apartamento a coger los zapatos. Genial. Yo ni siquiera estaba enganchada y también tenía el mono.