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¡En realidad ya iban tres veces!

Morelli acortó el espacio que había entre nosotros y me puso los brazos alrededor.

– ¿Necesitas consuelo?

– ¿En qué estás pensando?

– ¿Cuánto tiempo tenemos?

Solté un suspiro.

– No el suficiente.

Dios no permita que llegue cinco minutos tarde a cenar. Los espaguetis estarían pasados. El asado se habría secado. Y todo sería culpa mía. Yo habría estropeado la cena. Una vez más. Y lo que es peor, mi hermana perfecta, Valerie, nunca ha estropeado una cena. Mi hermana tuvo la sensatez de irse a vivir a miles de kilómetros. Ella es así de perfecta.

Mi madre nos abrió la puerta a Joe y a mí. Bob se coló con las orejas al viento y los ojos brillantes.

– Qué mono -dijo la abuela-. Es un encanto.

– Pon el pastel encima del frigorífico -dijo mi madre-. Y ¿dónde está el asado? No dejéis que se acerque al asado.

Mi padre ya estaba sentado a la mesa, sin quitarle el ojo al asado, eligiendo su trozo favorito de carne.

– Bueno, y ¿qué pasa con la boda? -preguntó la abuela cuando estuvimos todos sentados y sirviéndonos la comida-. He estado en el salón de belleza y las chicas querían saber la fecha. Y querían saber si ya teníamos alquilado el salón de banquetes. Marilyn Biaggi intentó alquilar el cuartel de bomberos para la fiesta de su hija Carolyn y ya estaba ocupado todo el año.

Mi madre echó una mirada furtiva a mi dedo anular. Un dedo anular sin anillo. Mi madre apretó los labios y cortó la carne en trozos pequeños.

– Estamos pensando la fecha -dije-, pero todavía no hemos decidido nada.

Mentirosa, mentirosa, cara de mariposa. Nunca hemos hablado de fechas. Hemos evitado el tema como si fuera la peste negra. Morelli me pasó un brazo por encima de los hombros.

– Steph ha sugerido que pasemos de la boda y nos vayamos a vivir juntos, pero no sé si es una idea muy buena.

Morelli tampoco se quedaba corto a la hora de contar mentiras, y a veces tenía un sentido del humor repugnante.

Mi madre inspiró profundamente y apuñaló un trozo de carne con tal fuerza que el tenedor resonó contra el plato.

– He oído que eso es lo moderno -dijo la abuela-. Yo no le veo nada malo. Si quisiera enrollarme con un hombre, sencillamente lo haría. ¿Qué significa un estúpido trozo de papel? De hecho, me habría liado con Eddie DeChooch, pero no le funciona el pene.

– Cristo bendito -dijo mi padre.

– No es que sólo me interesen los hombres por su pene -añadió la abuela-. Lo que pasa es que Eddie y yo sólo nos sentíamos atraídos físicamente. A la hora de hablar no teníamos mucho que decirnos.

Mi madre hacía gestos como si se estuviera apuñalando en el pecho.

– Mátame y ya está -dijo-. Sería lo más fácil.

– Es la retirada -nos susurró la abuela a Joe y a mí.

– ¡No es la retirada! -aulló mi madre-. ¡Eres tú! ¡Tú me vuelves loca! -señaló con el dedo a mi padre-. ¡Y tú me vuelves loca! ¡Y tú también! -dijo mirándome furibunda-. Todos me volvéis loca. Por una sola vez me gustaría cenar sin conversaciones sobre órganos reproductores, alienígenas, ni disparos. Y quiero que haya nietos sentados en esta mesa. Los quiero aquí el año que viene y quiero que sean legales. ¿Creéis que me voy a quedar aquí para siempre? Me moriré muy pronto y entonces os arrepentiréis.

Todos nos quedamos boquiabiertos y paralizados. Nadie dijo ni pío durante sesenta segundos enteros.

– Nos vamos a casar en agosto -farfullé-. La tercera semana de agosto. Queríamos daros una sorpresa.

La cara de mi madre se iluminó.

– ¿De veras? ¿La tercera semana de agosto?

No. Era una mentira descarada. No sé de dónde salió. Sencillamente me salió de la boca. Lo cierto es que mi compromiso había sido bastante confuso, teniendo en cuenta que la proposición de matrimonio se hizo en un momento en el que era difícil distinguir entre el deseo de pasar el resto de nuestras vidas juntos y el deseo de practicar sexo con cierta regularidad. Dado que el impulso sexual de Morelli hace que el mío parezca insignificante, generalmente él suele estar con mayor frecuencia a favor del matrimonio que yo. Supongo que lo más acertado sería decir que estábamos prometidos para estar prometidos. Y ése es un terreno muy cómodo para los dos, porque es lo bastante impreciso para absolvernos a Morelli y a mí de una discusión seria sobre el matrimonio. Una discusión seria sobre el matrimonio acaba siempre con gritos y portazos.

– ¿Has ido a mirar vestidos? -preguntó la abuela-. No nos queda mucho tiempo para agosto. Necesitas un vestido de novia. Y además están las flores y el banquete. Y tienes que reservar la iglesia. ¿Has preguntado ya en la iglesia?

La abuela saltó de su silla.

– Tengo que llamar a Betty Szajack y a Marjorie Swit.

– ¡No, espera! -dije-. Todavía no es oficial.

– ¿Qué quieres decir con que… no es oficial? -preguntó mi madre.

– Hay mucha gente que no lo sabe.

Por ejemplo, Joe.

– ¿Y la abuela de Joe? -preguntó mi abuela-. ¿Lo sabe ella? No me gustaría que la abuela de Joe se enfadara. Sabe echar el mal de ojo.

– Nadie sabe echar el mal de ojo -dijo mi madre-. El mal de ojo no existe.

Al mismo tiempo que lo decía pude apreciar que se esforzaba por no hacerse la señal de la cruz.

– Y, además -dije yo-, no quiero una gran boda con vestido de novia y todo eso. Quiero… una barbacoa.

No podía ni creer que hubiera dicho aquello. Por si fuera poco haber anunciado la fecha de mi boda, ahora resultaba que la tenía perfectamente planeada. ¡Una barbacoa! ¡Dios! Era como si no tuviera control de mi boca.

Miré a Joe y vocalicé «¡ socorro!» sin sonido.

Joe me echó un brazo por encima de los hombros y sonrió. El mensaje silencioso era: «Cariño, en esto te has metido tú solita».

– Bueno, es un alivio verte por fin felizmente casada -dijo mi madre-. Mis dos niñas… felizmente casadas.

– Eso me recuerda una cosa -le dijo la abuela a mi madre-. Valerie llamó anoche cuando fuiste a la tienda. Dijo algo de hacer un viaje, pero no me enteré muy bien de lo que decía a causa de todos los gritos que se oían por detrás.

– ¿Quién gritaba?

– Me imagino que sería la televisión. Valerie y Steven nunca gritan. Son la pareja perfecta. Y las niñas son dos perfectas damitas.

Que alguien me pegue un tiro.

– ¿Te dijo si quería que la llamara yo? -preguntó mi madre.

– No me lo dijo. Pasó algo y se cortó la comunicación.

La abuela se estiró en su silla. Desde su sitio tenía una buena visión de la calle a través de la ventana y algo había captado su atención.

– Se está parando un taxi delante de la casa -dijo la abuela.

Todos estiramos el cuello para ver el taxi. En el Burg, un taxi que se para delante de una casa es todo un acontecimiento.

– ¡Por todos los Santos! -dijo la abuela-. Podría jurar que la que sale del taxi es Valerie.

Todos nos levantamos de un salto y fuimos a la puerta. Acto seguido mi hermana y sus dos niñas entraban en la casa.

Valerie es dos años mayor que yo y tres centímetros más baja. Las dos tenemos el pelo castaño rizado, pero ella se lo tiñe de rubio y lo lleva más corto, como Meg Ryan. Supongo que eso es lo que se hacen con el pelo en California.

Cuando éramos pequeñas, Valerie era puding de vainilla, buenas notas y zapatillas blancas limpias. Yo era bizcocho de chocolate, el perro se comió mis deberes y rodillas desolladas.

Valerie se casó nada más acabar los estudios y se quedó embarazada inmediatamente. La verdad es que soy celosa. Yo me casé y me divorcié inmediatamente. Claro que yo me casé con un idiota mujeriego y Valerie se casó con un buen chico. Valerie sabe cómo encontrar a Don Perfecto.

Mis sobrinas se parecen muchísimo a Valerie antes de que se hiciera el rollo Meg Ryan. Pelo castaño rizado, grandes ojos marrones, un tono de piel más italiano que el mío. En el mapa genético de Valerie no intervino mucho la parte húngara. Y menos todavía les llegó a sus hijas, Angie y Mary Alice. Angie tiene nueve años, para cumplir cuarenta. Y Mary Alice cree que es un caballo.

Mi madre estaba toda sofocada y llorosa, con las hormonas revueltas, abrazando a las niñas, besando a Valerie.

– No me lo puedo creer -decía sin parar-. ¡No me lo puedo creer! Es una sorpresa enorme. No tenía ni idea de que ibais a venir a visitarnos.

– Te llamé. ¿No te lo ha dicho la abuela?

– No pude oír lo que estabas diciendo -dijo la abuela-. Había demasiado ruido y luego se cortó.

– Bueno, pues aquí estoy -dijo Valerie.

– Justo a tiempo para cenar -dijo mi madre-. He hecho un asado estupendo y hay tarta de postre.

Nos repartimos para poner más sillas, platos y vasos. Luego nos sentamos y empezamos a pasarnos el asado, las patatas y las judías verdes. La cena ascendió de repente a categoría de fiesta, la casa se llenó con un aire de celebración.

– ¿Cuánto tiempo te vas a quedar con nosotros? -preguntó mi madre.

– Hasta que ahorre lo suficiente para comprar una casa -dijo Valerie.

Mi padre se puso pálido.

Mi madre estaba entusiasmada.

– ¿Os mudáis a Nueva Jersey?

Valerie se sirvió un solo trozo de carne limpia.

– Me parecía que era lo mejor.

– ¿Le han dado el traslado a Steve? -preguntó mi madre.

– Steve no viene -Valerie extirpó quirúrgicamente el único trocito de grasa pegado a su carne-. Steve me ha abandonado.

Se acabó la fiesta.

Morelli fue el único que no soltó el tenedor. Le dirigí una mirada y me di cuenta de que se esforzaba por no sonreír.

– En fin, vaya cagada, ¿no? -dijo la abuela.

– Te ha abandonado -repitió mi madre-. ¿Qué quieres decir con que te ha abandonado? Steve y tú sois la pareja perfecta.

– Yo también lo creía. No sé qué fue lo que pasó. Yo creía que todo iba bien entre nosotros y, de repente, paf, desaparece.

– ¿Paf? -dijo la abuela.

– Sin más -contestó Valerie-. Paf.

Se mordió el labio inferior para que dejara de temblar.

A mi madre, a mí padre, a mi abuela y a mí nos entró pánico ante aquel labio tembloroso. Nosotros no hacíamos esa clase de exhibiciones sentimentales. Teníamos mal genio e ironía. Cualquier cosa que fuera más allá del mal genio y la ironía era territorio virgen. Y, desde luego, no sabíamos cómo tomarnos aquello por parte de Valerie. Ella es la reina de hielo. Eso sin mencionar que su vida ha sido siempre perfecta. Esta clase de cosas sencillamente no le pasan a Valerie.

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