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Vuelve a entrar en Ciudad del Cabo por la N2. Ha estado fuera algo menos de tres meses, aunque en ese lapso los asentamientos de los chabolistas han tenido tiempo suficiente para saltar al otro lado de la autopista y extenderse hacia el este del aeropuerto. El flujo de los vehículos debe ralentizarse mientras un niño con un palo pastorea a una vaca extraviada para alejarla de la calzada. Es inexorable, piensa: el campo va llegando a las puertas de la ciudad. Pronto habrá ganado paciendo otra vez por el parque de Rondebosch; pronto la historia habrá trazado un círculo completo.

Y así está de vuelta en casa. Pero no se parece nada a una vuelta a casa. No logra imaginar que de nuevo reside en la casa de Torrance Road, a la sombra de la universidad, merodeando por ahí como un delincuente que trata de pasar desapercibido, esquivando a los colegas de antaño. Tendrá que vender la casa, irse a un piso más barato, a otro barrio.

Sus finanzas están sumidas en el caos. No ha pagado una sola factura desde el día que se fue. Vive de sus tarjetas de crédito; cualquier día se le secará la fuente.

El fin de sus correrías. ¿Qué es lo que viene después del fin de sus correrías? De pronto se ve canoso, encorvado, arrastrando los pies camino de la tienda de la esquina para comprar su medio litro de leche y su media barra de pan; se ve de pronto sentado sin mover un dedo ante su mesa, en una habitación repleta de papeles amarillentos, a la espera de que la tarde se apague para poder prepararse la cena e irse a la cama. La vida de un erudito pasado de rosca, sin esperanza alguna, sin perspectivas: ¿es eso para lo que está preparado?

Abre la cancela. El jardín está cubierto por la maleza, el buzón está repleto de propaganda. Aunque bien fortificada de acuerdo con los cánones, la casa ha estado deshabitada desde hace meses: sería excesivo pedir que no hubiera sido víctima de alguna visita. Y así es: en cuanto pone el pie en su casa, nada más abrir la puerta y olfatear el interior, sabe que algo no marcha como debiera. El corazón le late desbocado de enfermiza excitación.

No se oye nada. Quien estuviera dentro se ha ido. Pero ¿cómo habrán entrado? Yendo de puntillas de una habitación a otra, pronto lo averigua. Los barrotes de una de las ventanas de la parte de atrás han sido arrancados de la pared y doblados, los cristales están hechos añicos, y así queda un hueco suficiente para que un niño e incluso un hombre no muy corpulento se cuelen en el interior. Una alfombrilla de hojas secas y arena, arrastradas por el viento, se ha quedado reseca en el suelo.

Recorre la casa haciendo un recuento de sus pérdidas. Su dormitorio ha sido saqueado, los cajones penden abiertos como bocas que bostezan. Se han llevado su equipo de música, sus cintas y sus discos, su ordenador. En su estudio descubre que han descerrajado tanto los cajones del escritorio como el archivador; hay papeles por todas partes. Han desvalijado a fondo la cocina: la vajilla, la cubertería, los pequeños electrodomésticos. Su mueble bar ha desaparecido. Incluso el armario donde guardaba las conservas está vacío.

No es un robo normal y corriente. Más bien fruto de un grupo organizado que entra, limpia la casa, se retira cargado de bolsas, cajas, maletas. Botín, guerra, reparaciones; un incidente más en la gran campaña de la redistribución. ¿Quién llevará puestos en este momento sus zapatos? ¿Habrán encontrado Beethoven y Janácek otro hogar, o habrán terminado desperdiciados en el cubo de la basura?

Del cuarto de baño llega una vaharada de olor fétido. Una paloma, atrapada en el interior de la casa, ha muerto en la bañera. Con escrúpulo, recoge el amasijo de plumas y huesos y lo mete en una bolsa de plástico que cierra lo mejor que puede.

No hay luz, no hay línea telefónica. A menos que haga algo al respecto tendrá que pasar la noche a oscuras. Pero está demasiado deprimido para pasar a la acción. Al infierno, que se vaya todo al infierno, piensa, y se desploma en una silla y cierra los ojos.

Cuando cae la noche se pone en pie y se va de la casa. Han salido las primeras estrellas. Por las calles desiertas, por los jardines donde pende muy denso el aroma de la verbena y el junquillo, prosigue su camino hasta el campus universitario.

Todavía tiene las llaves del edificio de la Facultad de Comunicación. Es buena hora para ir de ronda: no hay nadie en los pasillos. Toma el ascensor para subir a su despacho en la quinta planta. La placa' de la puerta ha sido sustituida. La nueva dice DR. S. OTTO. Por debajo de la puerta asoma una ranura de luz tenue.

Llama con los nudillos. No se oye nada. Abre con su llave y entra.

El despacho ha sido objeto de una transformación. Han desaparecido sus libros y sus pósters; en las paredes tan solo hay una ampliación a tamaño descomunal de una viñeta de cómic: un Superman que aguanta cabizbajo las amonestaciones de Lois Lane.

Detrás del ordenador, a media luz, está sentado un joven al que no ha visto nunca. El joven frunce el ceño. -¿Quién es usted? -pregunta. -Soy David Lurie.

– Bien, ¿y qué?

– He venido a recoger mi correspondencia. Este era mi despacho -dice, y a punto está de añadir en el pasado.

– Ah, ya. David Lurie, claro. Lo siento, no prestaba atención. Lo he puesto todo en una caja, con otras cosas suyas que encontré. -Hace una seña-. Está ahí.

– ¿Y mis libros?

– En el sótano, en el almacén.

Coge la caja que le indica.

– Gracias -dice.

– No hay de qué -responde el joven doctor Otto-. ¿Seguro que puede con todo eso?

Se lleva la pesada caja hasta la biblioteca, con la idea de clasificar allí la correspondencia. Cuando llega a la barrera de acceso, la máquina ya no acepta su tarjeta. Tiene que llevar a cabo la clasificación sobre un banco del vestíbulo.

Está demasiado intranquilo para conciliar el sueño. Al alba se dirige a la montaña y emprende una larga caminata. Ha llovido, están crecidos los arroyos. Respira el embriagador aroma de los pinos. A día de hoy es un hombre libre, sin más deberes que los que pueda tener para consigo mismo. Tiene todo el tiempo por delante, puede gastarlo como quiera. Es un sentimiento inquietante, pero supone que podrá acostumbrarse a ello.

La temporada que ha pasado con Lucy no lo ha convertido en un hombre del campo. No obstante, hay cosas que echa de menos: la familia de patos, por ejemplo, la madre pata y su manera de moverse por las aguas de la presa, henchido el pecho de orgullo mientras Eeenie, Meenie, Minie y Mo chapotean afanosos tras ella, seguros de que mientras ella esté ahí delante, lejos quedan todos los peligros.

En cuanto a los perros, ni siquiera le apetece pensar en ellos. A partir del lunes, los perros liberados de la vida entre las cuatro paredes de la clínica serán arrojados al fuego sin señas de identidad, sin duelo. ¿Obtendrá perdón alguna vez por traición semejante?

Hace una visita al banco, lleva un montón de ropa sucia a la lavandería. En el ultramarinos donde hace años que compra el café, la dependienta finge que no lo conoce de nada. Su vecina, mientras riega el jardín, se mantiene estudiadamente vuelta de espaldas.

Piensa en William Wordsworth durante su primera estancia en Londres, cuando asistió a una pantomima teatral en la que Jack, el Gigante Asesino, recorre la escena despreocupado, a grandes zancadas, protegido por un rótulo que dice Soy invisible y que lleva sobre el pecho.

Al caer la noche llama a Lucy desde un teléfono público.

– He pensado que debería llamarte, no sea que estuvieras preocupada por mí -le dice-. Estoy bien. Supongo que me tomaré un tiempo hasta que me haga a la nueva situación. Doy vueltas por la casa como un guisante dentro de un frasco. Echo de menos a los patos.

No hace mención del robo sufrido en su casa. ¿De qué le serviría atosigar a Lucy con sus problemas?

– ¿Y Petrus? -pregunta-. ¿Ha cuidado Petrus de ti o sigue liado con la construcción de su casa?

– Petrus me ha echado una mano. Todos han estado muy serviciales.

– Que sepas que podría volver en cuanto me necesites. Basta con que me lo digas.

– Gracias, David. No por el momento, pero quién sabe: a lo mejor, un día de estos.

¿Quién hubiera dicho, cuando nació su hija, que con el tiempo se acercaría a ella a rastras pidiéndole que lo acogiera?

De compras en el supermercado se encuentra en la cola de caja detrás de Elaine Winter, jefa de su antiguo departamento. Lleva el carrito lleno de artículos varios; él tan solo un cesto. Con muestras de nerviosismo, ella le devuelve el saludo.

– ¿Qué, cómo va el departamento sin mí? -le pregunta con el mejor humor que puede manifestar.

Pues sumamente bien, por supuesto: esa sería su respuesta más franca. Nos va de maravilla sin ti. Sin embargo, es demasiado cortés para decir tal cosa.

– Vaya, pues peleando. Como siempre -responde vagamente.

– ¿Habéis podido hacer alguna contratación?

– Hemos contado con los servicios de un nuevo profesor. Bastante joven, por cierto.

Lo conozco, podría decir. Un perfecto mequetrefe, podría añadir. Pero su buena educación se lo impide.

– ¿Cuál es su especialidad? -pregunta por el contrario.

– Lingüística aplicada. Se dedica a estudiar modelos de adquisición del lenguaje.

Hasta ahí llegaron los poetas, hasta ahí los maestros de antaño. Que, por cierto -tal vez debería decirlo-, no le han servido de guía muy fiable. A los que no ha escuchado o no ha entendido nada bien, por decirlo con otras palabras.

La mujer que los antecede en la cola de la caja se toma su tiempo para pagar. Todavía queda margen para que Elaine formule la pregunta siguiente, que debiera ser esta: ¿Y qué es de ti, David? ¿Qué tal te va? A lo cual él respondería: Muy bien, Elaine. Muy bien.

– ¿Quieres que te ceda el turno? -dice ella en cambio, e indica el cesto de él con un gesto-. Llevas poca compra.

– Ni soñarlo, Elaine -responde, y luego le complace observarla mientras va colocando sus adquisiciones sobre el mostrador: no solo los artículos de primera necesidad, sino también los pequeños lujos que se concede una mujer que vive sola: auténtico helado de primera calidad (con almendras y pasas de verdad), galletas importadas de Italia, chocolatinas y… un paquete de compresas.

La ve pagar con tarjeta de crédito. Desde el otro lado de la caja, ya superada la barrera, le hace una señal de despedida. Se le nota que se siente aliviada.

– ¡Adiós! -le dice él por encima de la cajera-. ¡Dales recuerdos a todos!

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