Las dos ovejas jóvenes pasan el día entero amarradas a un poste, junto al establo, en un terreno en el que no crece ni una mala hierba. Sus balidos, constantes y monótonos, han comenzado a molestarle. Se acerca paseando hasta la casa de Petrus, a quien encuentra con la bicicleta al revés, reparándola.
– Esas ovejas -comenta-, ¿no te parece que podríamos atarlas en un sitio donde puedan pastar?
– Son para el festejo -dice Petrus-. El sábado las sacrificaré para el festejo. Usted y Lucy tienen que venir. -Se limpia las manos con un trapo-. Los invito a usted y a Lucy al festejo.
– ¿El sábado?
– Sí, voy a dar un festejo el sábado. Será un gran festejo.
– Gracias, muy amable. Pero aunque las ovejas sean para el festejo, ¿no te parece que podrían pastar?
Una hora más tarde las ovejas siguen amarradas, siguen balando con tristeza. Petrus no aparece por ninguna parte. Exasperado, las desata y las arrastra hasta la orilla de la presa, donde crece la hierba en abundancia.
Las ovejas beben largo y tendido; luego, se ponen a pastar a sus anchas. Son dos ovejas persas de cara negra, de tamaño similar y de manchas muy parecidas, incluso parecidas en sus movimientos. Con toda probabilidad son gemelas, y están destinadas al cuchillo del matarife desde que nacieron. En fin, en eso no hay nada digno de mención. ¿Cuándo fue la última vez que murió una oveja a causa de la vejez? Las ovejas no son dueñas de sí mismas, no poseen ni su propia vida. Existen para ser utilizadas hasta el último gramo, sus carnes para ser comidas, sus huesos para ser molidos y arrojados a las gallinas. Nada se salva, con la posible excepción de la vejiga, que seguramente nadie se comerá. En eso tendría que haber pensado Descartes. El alma, suspendida en la siniestra, amarga vejiga, a escondidas.
– Petrus nos ha invitado a un festejo -dice a Lucy-. ¿Por qué da un festejo?
– Yo diría que para celebrar el traspaso de las tierras. Se hará oficial el mes que viene. Para él será un gran día. Creo que debemos hacer acto de presencia, llevarles un regalo.
– Va a sacrificar esas dos ovejas. Nunca hubiera dicho que dos ovejas dieran para tanto.
– Petrus es un tacañón. En los viejos tiempos se habría sacrificado un buey.
– No estoy muy seguro de que me guste su manera de hacer las cosas, me refiero a eso de traer a los animales del sacrificio a su casa, para que se familiaricen con las personas que van a comérselos.
– ¿Qué prefieres, que el sacrificio se haga en el matadero, para que así no tengas que pensar en ello?
– Pues sí.
– Despierta, David. Estamos en el campo, estamos en África.
Lucy tiene un punto irritable, de un tiempo a esta parte, para el cual no encuentra él justificación alguna. Su respuesta habitual consiste en retirarse en su silencio. Hay momentos en que los dos conviven como perfectos desconocidos bajo el mismo techo.
Se dice que ha de tener paciencia, que Lucy sigue viviendo a la sombra de la agresión que sufrió, que ha de pasar algún tiempo hasta que vuelva a ser la de siempre, pero ¿y si se equivoca? ¿Y si, después de una agresión como esa, nadie vuelve a ser el de antes? ¿Y si una agresión como esa convirtiera a cualquiera en una persona diferente, más lúgubre?
Existe una explicación aún más siniestra del mal humor que tiene Lucy, una explicación que él no consigue apartar de su ánimo.
– Lucy -le pregunta ese mismo día de buenas a primeras-, no me estarás ocultando alguna cosa, ¿verdad? ¿No te habrán pegado alguna enfermedad esos hombres?
Está sentada en el sofá, en pijama y bata, jugueteando con el gato. Pasa ya de mediodía. El gato es joven, atento, veloz. Lucy balancea el cinturón de la bata delante de él. El gato le tira zarpazos, golpes rápidos y seguidos, uno, dos, tres, cuatro.
– ¿Hombres? -dice-. ¿Qué hombres?
Aparta el cinturón de la bata a un lado, el gato se lanza tras él.
¿Qué hombres? A él se le para el corazón. ¿Es que se ha vuelto loca? ¿Es que se niega a recordar?
Sin embargo, parece que solo pretende tomarle el pelo.
– David, ya no soy ninguna cría. He ido al médico, me he hecho pruebas, he hecho todo lo que puede hacerse razonablemente. Ahora solo me queda esperar.
– Entiendo. Y cuando dices esperar, te refieres a lo que estoy pensando, ¿no es así?
– Sí.
– ¿Cuánto tiempo hará falta?
Ella se encoge de hombros.
– Un mes. Tres meses. Más. La ciencia todavía no ha puesto límite al tiempo que una tiene que esperar. Puede que para siempre.
El gato se lanza veloz sobre el cinturón, pero el juego ha terminado.
Se sienta junto a su hija; el gato baja del sol de un salto, se marcha muy erguido. La toma de la mano. Ahora que está tan cerca de ella, le llega un tenue olor a rancio, a falta de higiene.
– Al menos no será para siempre, cariño -le dice-. Al menos, eso podrás ahorrártelo.
Las ovejas pasan el resto del día cerca de la presa, donde las ha amarrado. Al día siguiente aparecen amarradas en el trecho yermo en que estaban antes, junto al establo.
Es de suponer que les queda hasta el sábado por la mañana, un par de días. Parece una forma bien triste de consumir los dos últimos días de una vida. Son costumbres del campo: así llama Lucy a esas cosas. Él dispone de otras palabras: indiferencia, crueldad. Si el campo puede emitir su veredicto sobre la ciudad, también la ciudad puede enjuiciar al campo.
Ha pensado en comprarle las ovejas a Petrus, pero ¿qué iba a conseguir con eso? Petrus emplearía el dinero para comprar otros dos animales para el sacrificio, quedándose de paso con la diferencia. Además, ¿qué iba a hacer él con las ovejas tras librarlas de su esclavitud? ¿Soltarlas en cualquier carretera? ¿Encerrarlas en las perreras y darles heno de comer?
Parece haberse creado un vínculo entre él y las dos ovejas persas, aunque no acierta a saber cómo. No se trata de un vínculo basado en el afecto. Ni siquiera se trata de un vínculo que lo una a esas dos ovejas en concreto, a las que ni siquiera sabría distinguir en medio de un rebaño en un prado. No obstante, de pronto y sin motivo alguno, su suerte tiene importancia para él.
Se planta ante los dos animales, bajo el sol, a la espera de que el zumbido que tiene en la cabeza se pare de una vez, a la espera de una señal.
Hay una mosca empeñada en meterse en la oreja de una de las dos. La oreja se mueve sin cesar, tiembla. La mosca echa a volar, traza un círculo, vuelve, se posa. La oreja vuelve a temblar.
Da un paso adelante. La oveja retrocede, inquieta, cuanto le permite la cadena.
Recuerda a Bev Shaw, el modo en que acariciaba al chivo de los testículos destrozados, sosegándolo, consolándolo, entrando en su vida. ¿Cómo conseguirá tener esa comunión con los animales? Será gracias a un truco que él no posee. Para eso hay que ser un tipo de persona determinada, tal vez tener menos complicaciones.
El sol le da en plena cara con toda la potencia de la primavera. ¿Tendré acaso que cambiar?, se dice. ¿Tendré que tratar de ser como Bev Shaw?
Habla con Lucy.
– He estado pensando en eso del festejo de Petrus. La verdad es que preferiría no asistir. ¿Te parece que será posible disculparme sin parecer descortés?
– ¿Es por el sacrificio de las ovejas?
– Sí. No. No he cambiado de opinión, si te refieres a eso. Sigo sin pensar que los animales dispongan de una auténtica vida individual. Los que hayan de vivir, los que hayan de morir, no es cuestión, por lo que a mí se refiere, que me quite el sueño. No obstante…
– ¿No obstante?
– No obstante, en este caso estoy alterado. No sabría decir por qué.
– Bueno, puedes estar seguro de que Petrus y sus invitados no van a renunciar a sus costillas por mera deferencia a tu sensibilidad.
– No es eso lo que pido. Tan solo preferiría no estar en el festejo, al menos esta vez no. Lo siento. Jamás imaginé que terminaría hablando de esta manera.
– Los caminos del Señor son inescrutables, David.
– No te burles de mí.
Se acerca el sábado, día de mercado.
– ¿Vamos a instalar el puesto? -pregunta a Lucy. Ella se encoge de hombros.
– Como tú decidas -le responde. Y él no instala el puesto.
No cuestiona su decisión. La verdad es que se siente aliviado.
Los preparativos para el festejo de Petrus comienzan al mediodía del sábado con la llegada de un grupo de mujeres, media docena en total, fuertes y todas ellas, le parece, muy endomingadas. Detrás del establo hacen una hoguera. Pronto el viento le trae el olor de las asaduras que ya hierven en un caldero, de lo cual infiere que ya está hecho, y hecho por partida doble, que todo ha terminado.
¿Debería dolerse? ¿Es correcto dolerse por la muerte de seres que entre sí no tienen la práctica del duelo? Examina su corazón y solo halla una difusa tristeza.
Demasiado cerca, piensa: vivimos demasiado cerca de Petrus. Es como compartir una casa con desconocidos, compartir los ruidos, los olores.
Llama a la puerta de la habitación de Lucy.
– ¿Te apetece dar un paseo? -le pregunta.
– No, gracias. Llévate a Katy.
Se lleva al bulldog, pero la perra es tan lenta, se la ve tan cabizbaja, que él termina por irritarse; la azuza para que vuelva a la granja, la persigue incluso y luego emprende una caminata en solitario, una vuelta de unos ocho kilómetros que recorre a paso ligero, tratando de fatigarse.
A las cinco en punto comienzan a llegar los invitados en coche, en taxi, a pie. Los contempla desde detrás de las cortinas de la cocina. La mayoría son de la generación del anfitrión, sobrios y sólidos. Hay una mujer de edad avanzada en torno a la cual se arma bastante jaleo: con su traje azul y una llamativa camisa rosa, Petrus recorre todo el camino para recibirla.
Oscurece antes de que los más jóvenes hagan acto de presencia. Con la brisa llega el murmullo de las charlas, las risas y la música, música que él relaciona con el Johannesburgo de su juventud. Bastante pasable, piensa para sí; bastante alegre incluso.
– Ya es la hora -dice Lucy-. ¿No vienes?
Es insólito, pero lleva un vestido cuya falda le llega a las rodillas y unos zapatos de tacón, así como una gargantilla de cuentas de madera pintadas de colores y pendientes a juego. No está muy seguro de que le guste el efecto.
– Como quieras, ya estoy. Vamos.
– ¿Es que no tienes un traje?
– No.
– Pues al menos ponte una corbata.