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Sin los interludios de los jueves, la semana se torna monótona como el desierto. Hay días en los que ya no sabe qué hacer con su tiempo.

Pasa más horas en la biblioteca de la universidad y lee todo lo que encuentra sobre el círculo de Byron y sus allegados, incrementando sus notas sobre el asunto, que ya llenan dos gruesas carpetas. Disfruta de la quietud que a última hora de la tarde se adueña de la sala de lectura, disfruta del paseo que después da hasta su casa: el aire cortante del invierno, las calles húmedas y relucientes.

Un viernes por la noche regresa a su casa dando un rodeo por los viejos jardines de la universidad, y de pronto se fija en que una de sus alumnas recorre el mismo sendero que él. Va unos pasos por delante. Se llama Melanie Isaacs, es de su curso de los poetas románticos. No es la mejor de sus alumnas, pero tampoco es de las peores: es bastante lista, pero le falta interés.

Va remoloneando; no tarda en alcanzarla.

– Hola -le dice.

Ella le devuelve la sonrisa a la vez que cabecea; tiene una sonrisa más taimada que tímida. Es pequeñita y delgada, lleva el pelo negro muy corto, tiene los pómulos anchos, casi como una china, y los ojos grandes y oscuros. Siempre viste de manera llamativa. Hoy lleva una minifalda marrón combinada con un jersey de color mostaza y medias negras. Las tachuelas doradas del cinturón hacen juego con las bolas de oro que lleva por pendientes.

Está bastante colado por ella. No es algo nuevo: prácticamente no deja pasar un trimestre sin enamorarse en mayor o menor medida de alguna de sus alumnas. Ciudad del Cabo: una ciudad pródiga en belleza, en bellezas.

¿Sabrá ella que él está por la labor? Es probable. Las mujeres son sensibles a esas cosas, al peso que tiene esa mirada cargada de deseo.

Ha llovido; en las canaletas que bordean el camino canta el suave murmullo del agua.

– Mi estación preferida, y la hora del día que más me gusta -dice él-. ¿Vives por aquí?

– Ahí al lado. En un piso compartido.

– ¿Y eres de Ciudad del Cabo?

– No, nací y me crié en George.

– Yo vivo aquí cerca. ¿Puedo invitarte a tomar algo?

Una pausa, cautela.

– De acuerdo, pero he de marcharme a las siete y media.

De los jardines pasan al tranquilo reducto residencial en el que vive él desde hace veinte años, primero con Rosalind, y luego, tras el divorcio, solo.

Abre la verja de seguridad, abre la puerta de su casa, hace pasar a la muchacha. Enciende las luces, la alivia del peso de su bolso. Tiene gotas de lluvia en el cabello. La mira embobado, francamente embelesado. Ella baja la mirada a la vez que le ofrece la misma sonrisa evasiva y tal vez algo coqueta que esbozó antes.

En la cocina él abre una botella de Meerlust y sirve una fuente de galletas saladas y queso. Al volver la encuentra de pie ante las estanterías, con la cabeza ladeada, leyendo los títulos de los lomos. Él pone música: el quinteto para clarinete de Mozart.

El vino, la música: un ritual al que suelen jugar los hombres y las mujeres, unos con otros. No hay nada malo en los rituales, de hecho se inventaron para hacer más llevaderos los momentos difíciles, delicados. Sin embargo, la chica que se ha llevado a casa no solo es treinta años más joven que él: es una estudiante, es su alumna, está bajo su tutela. Poco importa lo que ahora pase entre ellos, pues tendrán que volver a verse en calidad de profesor y alumna. ¿Estará él preparado para eso?

– ¿Te lo pasas bien con el curso? -le pregunta.

– Me gustó Blake. Me gustó todo lo relacionado con el Wonderhorn.

– Wunderhorn.

– En cambio, Wordsworth no me entusiasma.

– Eso no deberías decírmelo a mí: Wordsworth ha sido uno de mis maestros.

Es cierto. Desde que alcanza a recordar, las armonías y las consonancias de El preludio han propagado sus ecos en su ser.

– Puede que a final de curso consiga tomarle cariño. A lo mejor, con el tiempo me agradará más. A veces pasa.

– Puede ser. De todos modos, según mi experiencia la poesía te habla y te llega a primera vista o no te llegará nunca. Hay un destello de revelación y un destello reflejo de respuesta. Es como el rayo. Como enamorarse.

Como enamorarse. ¿Seguirán enamorándose los jóvenes, o ese es un mecanismo obsoleto a estas alturas, algo innecesario, pintoresco, similar a las locomotoras de vapor? Él sí que está anticuado, ajeno a las realidades del momento. Por lo que alcanza a saber, eso de enamorarse podría haber pasado de moda y haber vuelto a estar de moda al menos media docena de veces.

– ¿Escribes poesía? -le pregunta.

– Antes sí, cuando estaba en el instituto. Pero no era gran cosa. Ahora mismo no tengo tiempo para eso.

– ¿Y otras pasiones? ¿No tienes alguna pasión literaria? Ella frunce el ceño al oír esa extraña palabra.

– En segundo estudiamos a Adrienne Rich y a Ton¡ Morrison. Ah, y a Alice Walker. Me metí muy a fondo en la obra de estas escritoras, pero yo no diría que fuera exactamente una pasión.

Vaya: así pues, no es una criatura apasionada. ¿No será que, mediante un rodeo, del modo más indirecto que pueda imaginarse, ella trata de disuadirlo?

– Voy a preparar algo de cena -le dice-. ¿Por qué no te quedas? Será algo muy sencillo.

Ella parece dubitativa.

– ¡Vamos, anímate! -dice-. ¡Di que sí!

– Vale, pero antes he de hacer una llamada.

La llamada dura bastante más de lo que él había supuesto. Desde la cocina oye los murmullos, los silencios.

– ¿Qué planes tienes para cuando acabes los estudios? -le pregunta después.

– Me dedicaré al diseño teatral. Escenografía y vestuario. De hecho, estoy preparando una diplomatura en teatro.

– ¿Y por qué razón has escogido mi curso sobre los poetas del romanticismo?

Ella se para a pensar y arruga la nariz.

– Más que nada por el ambiente -contesta-. Además, no quería estudiar a Shakespeare otra vez. El año pasado ya estudié a Shakespeare.

Lo que él prepara para cenar es ciertamente muy simple: anchoas sobre un lecho de tagliatelle con salsa de champiñones. Deja que sea ella quien trocee los champiñones. Por lo demás permanece sentada en un taburete, viéndolo cocinar. Cenan en el comedor, él abre una segunda botella de vino. Ella devora la cena sin recato. Un apetito muy sano para ser tan delgada.

– ¿Siempre cocinas para ti? -le pregunta.

– Vivo solo. Si no cocino yo, no lo hace nadie.

– Yo odio la cocina. Supongo que debería aprender.

– ¿Por qué? Si de veras lo odias, cásate con un hombre que sepa cocinar.

Juntos, contemplan la imagen: la joven esposa vestida con atrevimiento, adornada con joyas llamativas, entra por la puerta y olisquea el aire con impaciencia; el marido, un pálido Príncipe Azul, aparece con un delantal y da vueltas a la cazuela en una cocina humeante. Las inversiones: de esa materia está hecha la comedia burguesa.

– Eso es todo -dice al final, cuando queda vacía la fuente-. No hay postre, a no ser que quieras una manzana o un yogur. Perdona, no sabía que iba a tener una invitada.

– Estaba muy rico -contesta. Vacía la copa y se pone en pie-. Gracias.

– Espera, no te vayas aún. -La toma de una mano y la lleva hasta el sofá-. Quiero enseñarte una cosa. ¿Te gusta la danza? No bailar; la danza. -Introduce una cinta en el vídeo-. Es una película de un tipo llamado Norman McLaren. Es bastante vieja. La encontré en la biblioteca. A ver qué te parece.

Sentados uno junto al otro en el sofá, ven la cinta. Dos bailarines en un escenario despojado de toda decoración van ejecutando los pasos. Filmadas con una cámara estroboscópica, las imágenes son una fantasmagoría de sus movimientos reales, y se extienden tras ellos como un abanico que aletease sin cesar. Es una película que él vio hace ya un cuarto de siglo, pero que sigue cautivándolo: el instante del presente y el pasado de ese instante, evanescente, son captados en un mismo espacio.

Ansía que la muchacha también esté cautivada, pero se da cuenta de que no.

Cuando termina la película, se levanta y deambula por la sala. Levanta la tapa del piano, pulsa un do sostenido.

– ¿Tocas? -pregunta.

– Un poco.

– ¿Clásica o jazz?

– No, jazz me temo que no.

– ¿No te apetece tocar una pieza para mí?

– No, ahora no. Hace tiempo que no ensayo. Tal vez en otra ocasión, cuando nos conozcamos mejor. Ella se asoma al estudio.

– ¿Puedo echar un vistazo? -pregunta.

– Claro, enciende la luz.

Él pone más música: sonatas de Scarlatti, música para amansar a las fieras.

– Tienes muchos libros de Byron -dice cuando sale-. ¿Es tu autor preferido?

– Es que estoy trabajando sobre Byron, sobre la etapa que pasó en Italia.

– ¿No murió muy joven?

– A los treinta y seis. Todos morían jóvenes. Si no, se secaban. O se volvían locos de atar y terminaban por encerrarlos. De todos modos, Byron no murió en Italia, sino en Grecia. Se fue a Italia para huir de las consecuencias de un escándalo, y terminó por acomodarse allí. Allí se instaló. Y allí vivió la última gran aventura amorosa de su vida. En aquella época, Italia era muy popular entre los ingleses que viajaban al extranjero. Estaban convencidos de que los italianos todavía se mantenían en contacto con su naturaleza, de que estaban menos constreñidos por las convenciones, de que eran más apasionados.

Ella vuelve a recorrer toda la sala.

– ¿Esta es tu mujer? -pregunta al detenerse ante la fotografía enmarcada que hay sobre la mesita del café.

– Mi madre. Es una fotografía de cuando era joven.

– ¿Estás casado?

– Lo estuve. Dos veces. Pero ya no lo estoy. -No añade: ahora me las arreglo con lo que me sale al paso. No dice: ahora me contento con las putas-. ¿Puedo ofrecerte un licor?

Ella no desea tomar un licor, pero acepta un chorrito de whisky en el café. Mientras ella da un sorbo, él se inclina y le roza la mejilla.

– Eres un verdadero encanto -le dice-. Voy a invitarte a hacer una temeridad. -Vuelve a rozarla-. Quédate. Pasa la noche conmigo.

Ella lo mira con firmeza sin apartar la taza de sus labios.

– ¿Por qué?

– Porque debes.

– ¿Por qué debo?

– ¿Por qué? Porque la belleza de una mujer no le pertenece solo a ella. Es parte de la riqueza que trae consigo al mundo, y su deber es compartirla.

Él todavía tiene la mano apoyada en la mejilla de ella. Ella no se retrae, pero tampoco cede.

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