El letrero de la entrada de la clínica dice LIGA PARA EL BIENESTAR DE LOS ANIMALES W.O. 1529. Debajo figura una línea en la que se expone el horario de atención al público, pero lleva encima un trozo de cinta aislante que la tapa. Ante la puerta, una fila de personas que esperan su turno, algunas con animales. Nada más salir del coche lo rodea la chiquillería, críos que le piden unas monedas o que solo lo miran fijamente. Se abre paso entre las apreturas y el alboroto repentino de dos perros que, sujetos por sus amos, se gruñen y se ladran.
La sala de espera, pequeña y desprovista de todo adorno, está repleta. Para entrar, ha de pasar por encima de las piernas de uno de los ocupantes.
– ¿La señora Shaw? -pregunta.
Una anciana le indica con un movimiento de la cabeza una puerta que cierra una simple cortina de plástico. La anciana sujeta una cabra con una cuerda corta; la cabra mira con evidente nerviosismo a los perros, y sus pezuñas hacen un ruido seco sobre las baldosas del suelo.
En la sala posterior, donde reina un acre olor a orina, Bev Shaw trabaja sobre una mesa baja recubierta por una lámina de acero. Con una linterna del tamaño de un bolígrafo examina la garganta de un perro joven que parece un cruce entre ridgeback de Rhodesia y chacal. Arrodillado sobre la mesa, un chiquillo descalzo que es obviamente el dueño del animal sujeta con fuerza la cabeza del perro bajo el brazo e intenta que no cierre la boca. El perro emite un gruñido sordo, bajo; tiene sus poderosos cuartos traseros en tensión. Con desmaña, él se suma a la lucha; presiona las patas traseras del perro hasta juntárselas, obligándole a sentarse sobre las ancas.
– Gracias -dice Bev Shaw Está colorada-. Tiene un absceso debido a una muela picada. Aquí no tenemos antibióticos, así que… ¡sujétalo fuerte, boytjie! Habrá que sajarlo y confiar en que salga bien.
Con un bisturí sondea el interior de la boca. El perro da una tremenda sacudida, se libera de su sujeción, casi se suelta también del chico. Él lo sujeta cuando a punto estaba de bajarse de la mesa; por un instante lo mira a los ojos con ojos rebosantes de ira y de miedo.
– Así, de costado. Eso es -dice Bev Shaw. Sin dejar de emitir una especie de arrullo, toma en brazos al perro con manos expertas y lo tumba sobre un costado-. La cincha -dice. Pasa una ancha correa en torno al cuerpo del perro y cierra la hebilla-. Eso es -dice Bev Shaw-. Ahora, pensad en cosas buenas, en cosas que consuelen, en algo que tenga fuerza. Los perros saben qué está pensando cada uno, lo huelen.
Él carga todo su peso sobre el perro. Temeroso, con la mano envuelta en un trapo viejo, el niño abre a la fuerza las fauces del animal. Al perro se le nota el terror en los ojos.
– ¡Tranquilo, tranquilo! -murmura.
Bev Shaw vuelve a sondear con el bisturí el interior de la boca. El perro resopla, se pone rígido, se relaja después.
– Ya está -dice-. Ahora habrá que dejar que la naturaleza siga su curso. -Desata la hebilla y habla con el niño en una lengua que parece un xhosa muy rudimentario. El perro, ya sobre las cuatro patas, se cobija bajo la mesa. En la superficie han quedado manchas de saliva y de sangre; Bev las limpia. El niño engatusa al perro para que salga con él.
– Gracias, señor Lurie. Su presencia es positiva. Me ha parecido que le agradan los animales.
– ¿Que me agradan los animales? Me los como, así que supongo que sí, que me agradan. Al menos por partes.
Ella tiene el cabello como una masa de rizos diminutos. ¿Se lo rizará ella misma, con unas tenacillas? No es probable: le llevaría varias horas al día. Seguramente le crece el pelo así de rizado. Él nunca había visto semejante tessitura desde tan cerca. Las venas que tiene en las orejas son muy visibles, una filigrana roja y morada. Lo mismo le sucede en las venillas de la nariz. Y luego tiene un mentón que es como si le saliera recto del cuello, como una de esas torcaces que hinchan el pecho durante el cortejo. En conjunto, es llamativamente carente de atractivo.
Ella medita las palabras que acaba de decir él, como si no hubiera percibido el tono con que las dijo.
– Sí, en este país comemos muchísimos animales -dice-. Y no parece que eso nos siente muy bien. Y tampoco estoy muy segura de cómo podremos justificarlo ante ellos. -Y luego-: ¿Vamos con el siguiente?
¿Justificarlo? ¿Cuándo? ¿El día del Juicio Final? Él siente cierta curiosidad, desea saber más, pero no es el momento adecuado.
La cabra, que es un macho adulto, apenas puede caminar. Tiene la mitad del escroto, amarillento y morado, hinchada como un globo; la otra mitad es un amasijo de sangre coagulada y de tierra seca. Ha sido atacado por los perros, explica la anciana. Sin embargo, parece bastante valeroso, animado, combativo. Mientras Bev Shaw lo examina, suelta una corta ristra de cagarrutas que caen al suelo. De pie frente a él, sujetándolo por los cuernos, la mujer hace como que lo regaña.
Bev Shaw toca el escroto con una gasa sujeta por unas pinzas. La cabra suelta una coz.
– ¿Puede sujetarle las patas? -pregunta, y de inmediato le indica el modo. Él amarra la pata posterior derecha a la pata delantera correspondiente. La cabra trata de soltar otra coz, se tambalea. Ella vuelve a limpiar la herida con delicadeza.
La cabra tiembla, emite un balido: es un sonido feo, bajo y áspero.
A medida que desaparece la tierra de la herida, él comprueba que la tiene repleta de gusanos blancos que menean las cabezas ciegas. Se estremece.
– Un nido de moscardas -dice Bev Shaw-. Y al menos desde hace una semana. -Frunce los labios-. Tendría que habérmelo traído mucho antes -dice a la mujer.
– Sí -responde la anciana-. Todas las noches vienen los perros. Es lamentable. Y hay que pagar quinientos rands por un macho como este.
Bev Shaw se endereza.
– No sé qué podrá hacerse. No tengo la experiencia suficiente para intentar una amputación. Podría esperar a que venga el doctor Oosthuizen el jueves, pero entonces el animal quedaría estéril, y dudo mucho que ella lo quiera en tal condición. Luego está el asunto de los antibióticos. ¿Estará preparada para gastar dinero en antibióticos?
Vuelve a arrodillarse al lado de la cabra, le acaricia el cuello a contrapelo, se lo roza con su corta pelambrera. La cabra tiembla, pero sigue quieta. Indica a la mujer que le suelte los cuernos. La mujer obedece. La cabra no se altera.
Le habla en susurros.
– ¿Y tú qué dices, amigo? -le oye decir-. ¿Qué me dices, eh? ¿Ya es suficiente?
La cabeza está absolutamente quieta, como si la cabra hubiera sido hipnotizada. Bev Shaw continúa acariciándola con la cabeza. Diríase que ella ha entrado también en trance.
Se rehace y se pone en pie.
– Me temo que es demasiado tarde -dice a la mujer-. No conseguiré que mejore. Puede esperar a que venga el doctor el jueves o, si quiere, puede dejarla conmigo. Puedo darle un final en paz. Él dejará que se lo haga. ¿Quiere que lo haga? ¿Quiere que me la quede?
La mujer vacila, pero al final niega con la cabeza. Tira de la cabra en dirección a la puerta.
– Luego se la devuelvo -añade Bev Shaw-. Solo la ayudaré a pasar el mal trago, eso es todo. -Aunque trata de controlar su voz, él nota el acento de la derrota en su timbre. La cabra también los oye: da una coz contra la sujeción, embiste, agacha la cabeza, el bulto obsceno le retiembla por detrás. La mujer suelta la atadura y la deja a un lado. Se van.
– ¿Qué es lo que ha querido insinuar? -pregunta él.
Bev Shaw oculta la cara, se suena.
– Nada. Conservo suficiente letal para las situaciones más difíciles, pero no puedo obligar a un dueño a tomar esa decisión. El animal le pertenece, tal vez prefiera sacrificarlo a su manera. ¡Qué pena! ¡Con lo valiente que se le veía, tan entera, tan confiada…!
Letal: ¿el nombre de una droga? No diría que no pueda ser una ocurrencia propia de los grandes fabricantes de fármacos. Súbita oscuridad, como en las aguas del Leteo.
– Tal vez el animal haya entendido más de lo que usted supone -dice. Para su sorpresa, descubre que está intentando consolarla-. Tal vez ya haya pasado por eso. Tal vez haya nacido con ese conocimiento, por así decirlo. En fin de cuentas, esto es África. Aquí hay cabras desde el origen de los tiempos. Nadie tiene que explicarles para qué sirve el acero, o el fuego. Saben cómo les sobreviene la muerte a las cabras. Están preparadas desde que nacen.
– ¿Usted cree? -dice ella-. Yo no estoy tan segura. No creo que ninguno estemos preparados para morir, y menos aún sin alguien que nos haga compañía.
Las cosas empiezan a encajar. Así, tiene una primera intuición de cuál es la tarea que esa mujer bajita y fea se ha impuesto. Ese edificio desolador no es un lugar donde se cura; sus conocimientos de veterinaria son los de una simple aficionada, no llegarán siquiera a eso. Es más bien un lugar que sirve de último recurso.- Recuerda entonces la historia de… ¿quién era? ¿San Humberto? En cualquier caso, un santo dio refugio a un ciervo que entró estrepitosamente en su capilla, jadeante, acosado, huyendo de la jauría con que le azuzaban los cazadores. Bev Shaw, que no es una veterinaria sino una sacerdotisa, llena a rebosar de supercherías New Age, intenta, por absurdo que sea, aliviar la pesada carga que soportan con tanto sufrimiento los animales de África. A Lucy le pareció que a él le resultaría interesante, pero Lucy se equivoca. La palabra no es interesante, ni mucho menos.
Pasa toda la tarde en el quirófano, ayudando en todo lo posible. Cuando dan por despachado el último de los casos del día, Bev Shaw le enseña el patio. En la jaula de los pájaros solamente hay un ave, una joven águila pescadora que tiene un ala rota. Por lo demás, hay perros: no son los perros de pura raza, bien cuidados, que custodia Lucy por temporadas, sino un hatajo de mestizos que llenan dos perreras hasta los topes, que ladran y aúllan, que gimen y dan saltos de pura excitación.
Ayuda a verter el pienso y a llenar los abrevaderos de agua. Vacían dos sacos de diez kilogramos cada uno.
– ¿Y cómo paga usted el pienso? -pregunta.
– Nos lo venden al por mayor. Realizamos cuestaciones públicas. Recibimos donaciones. Ofrecemos un servicio de esterilización gratuito, y recibimos por ello una subvención del gobierno.
– ¿Quién se ocupa de las operaciones?
– El doctor Oosthuizen, nuestro veterinario. Pero solo viene una tarde por semana.
Mira comer a los perros. Lo sorprende que apenas haya una sola pelea. Los pequeños y los débiles aceptan su suerte, y esperan su turno entre los demás.