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Ahora sí está seguro: no le cae bien ese hombre, no le gustan nada sus trucos.

Se pone en pie, avanza a tientas por la sala de estar, que está desierta, y por el pasillo. Desde detrás de una puerta entrecerrada le llegan voces que hablan bajo. Abre la puerta. En la cama están sentadas Desirée y su madre, hacen algo con un ovillo de lana. Pasmadas al verlo, quedan en silencio.

Con todo el esmero que requiere una ceremonia, se arrodilla y toca el suelo con la frente.

¿Será suficiente?, piensa. ¿Bastará con eso? Si no, ¿qué más hará falta?

Se yergue. Las dos siguen sentadas en la cama, inmóviles. Mira a la madre a los ojos, luego mira a, la hija, y vuelve a saltar la corriente imparable, la corriente del deseo.

Se pone en pie, aunque con más esfuerzos de lo que hubiera deseado.

– Buenas noches -dice-. Gracias por su hospitalidad. Gracias por la cena.

A las once en punto de la noche recibe una llamada en la habitación de su hotel. Es Isaacs.

– Le llamo para desearle fuerza de cara al futuro. -Pausa-. Hay una pregunta que no tuve ocasión de hacerle, señor Lurie. ¿No estará usted esperando que intercedamos en su nombre ante la universidad?

– ¿Interceder?

– Sí. Para que le devuelvan su puesto, por ejemplo.

– Es una idea que no se me había pasado por la cabeza. Con la universidad he terminado.

– Se lo decía porque el camino por el que va usted es el camino que Dios quiere que recorra. No está en nuestra mano interceder.

– Entendido.

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