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XII JEZEBEL’S

CAPÍTULO 31

Todas las noches, cuando me voy a dormir, pienso: Mañana por la mañana me despertaré en mi propia casa y las cosas volverán a ser como eran.

Esta mañana tampoco ha ocurrido.

Me visto con mi ropa de verano, todavía estamos en verano; es como si el tiempo se hubiera detenido en el verano. Julio: durante el día no se puede respirar y por la noche parece que uno está en una sauna, resulta difícil dormir. Me impongo la obligación de no perder la noción del tiempo. Tendría que marcar rayas en la pared, una por cada día de la semana, y tacharlas con una línea al llegar a siete. Pero qué sentido tendría, esto no es una condena en la cárcel; no se trata de algo que termina después de cumplido cierto tiempo. De todos modos, lo que tengo que hacer es preguntar, averiguar qué día es. Ayer fue 4 de julio, que solía ser el Día de la Independencia, antes de que lo abolieran. El 1.º de septiembre será el Día de la Madre, que todavía se celebra. Aunque antes no tenía nada que ver con la procreación.

Pero sé la hora por la luna. Hora lunar, no solar.

Me agacho para atarme los zapatos; en esta época son más ligeros, con discretas aberturas, aunque no tan atrevidos como unas sandalias. Agacharse supone un esfuerzo; a pesar de los ejercicios, siento que mi cuerpo se va agarrotando poco a poco y que se vuelve inservible. Así es como yo solía imaginar que sería la vida cuando llegara a vieja. Siento que incluso camino como una vieja: encorvada, con la columna doblada como un signo de interrogación, los huesos debilitados por la falta de calcio y porosos como la piedra caliza. Cuando era joven y me imaginaba la vejez, pensaba: Tal vez uno aprecia más las cosas cuando le queda poco tiempo de vida. Pero olvidaba incluir la pérdida de energía. En ocasiones aprecio más las cosas: los huevos, las flores, pero luego decido que sólo se trata de un ataque de sentimentalismo, y de que mi cerebro se convierte en una película en tecnicolor de tonos pastel, como las postales de puestas de sol que en California solían abundar. Corazones de oropel.

El peligro es gris.

Me gustaría que Luke estuviera aquí, en esta habitación mientras me visto, y tener una pelea con él. Parece absurdo, pero es lo que quiero. Una discusión acerca de quién pone los platos en el lavavajillas, a quién le toca ordenar la ropa sucia, fregar el lavabo; algo cotidiano e insignificante sobre la programación de las cosas. Incluso podríamos discutir sobre eso, lo importante y lo insignificante. Sería todo un placer. No es que lo hiciéramos muy a menudo. En los últimos tiempos redacto mentalmente toda la discusión, y también la reconciliación posterior.

Me siento en la silla; la corona del cielo raso flota encima de mi cabeza como un halo congelado, como un cero. Un agujero en el espacio, donde estalló una estrella. Un círculo en el agua, donde ha caído una piedra. Todas las cosas blancas y circulares. Espero que el día se despliegue, que la tierra gire de acuerdo con la cara redonda del reloj implacable. Días geométricos que dan la vuelta una y otra vez, suavemente lubricados. Mi labio superior empapado en sudor, espero la llegada del inevitable huevo, que estará tibio como la habitación y que tendrá la yema cubierta por una película verde y tendrá un horrible sabor a sulfuro.

Hoy, más tarde, con Deglen, durante nuestra caminata para hacer la compra:

Vamos a la iglesia, como de costumbre, y miramos las lápidas. Luego visitamos el Muro. Hoy sólo hay dos colgados: un católico -que no es un sacerdote-, con una cruz puesta boca abajo, y otro de una secta que no reconozco. El cuerpo está marcado solamente con una J de color rojo. No significa judío: en ese caso pondrían estrellas amarillas. De todos modos, no había habido muchos judíos. Como los declararon Hijos de Jacob, y por lo tanto algo especial, les dieron una alternativa. Podían convertirse o emigrar a Israel. La mayor parte de ellos emigraron, si es que se puede creer en las noticias. Los vi por la televisión, embarcados en un carguero, apoyados en las barandillas, vestidos con sus abrigos y sus sombreros negros y sus largas barbas, intentando parecer lo más judíos posible, con vestimentas rescatadas del pasado, las mujeres con las cabezas cubiertas por chales, sonriendo y saludando con la mano, un poco rígidas, eso sí, como si estuvieran posando. Y otra imagen: la de los más ricos, haciendo cola para coger el avión. Deglen dice que mucha gente escapó así, haciéndose pasar por judíos; pero que no era fácil, a causa de las pruebas a las que los sometían, y a que ahora se habían vuelto más estrictos.

De todos modos, no cuelgan a nadie sólo por ser judío. Cuelgan al que es un judío ruidoso, que no ha hecho su elección, O que ha fingido convertirse. Eso también lo han pasado por televisión: redadas nocturnas, tesoros secretos de objetos judíos sacados de debajo de las camas, Toras, taleds, estrellas de David. Y los propietarios de estas cosas, taciturnos, impenitentes, empujados por los Ojos contra las paredes de sus habitaciones mientras la apesadumbrada voz del locutor nos habla fuera de la pantalla de la perfidia y la ingratitud de esa gente.

O sea que la J no significa judío. ¿Qué podría significar? ¿Testigo de Jehová? ¿Jesuita? Sea lo que fuere, éste está muerto.

Después de esta visita ritual, seguimos nuestro camino, buscando como de costumbre algún espacio abierto para poder conversar. Si es que se puede llamar conversación a estos susurros entrecortados, proyectados a través del embudo de nuestras tocas blancas. Se parece más a un telegrama, a un semáforo verbal. Un diálogo amputado.

Nunca podemos permanecer mucho tiempo en un solo sitio. No queremos que nos cojan por merodear.

Hoy giramos en dirección opuesta a Pergaminos Espirituales, hacia donde hay una especie de parque abierto con un edificio viejo y enorme, de estilo victoriano tardío con vidrios de colores. Solía llamarse Memorial Hall, aunque nunca supe en memoria de qué. De los muertos por algo.

Moira me contó una vez que era el sitio donde comían los estudiantes, en los primeros tiempos de la universidad. Si entraba una mujer, me dijo, le arrojaban bollos.

¿Por qué?, le pregunté. Con el tiempo, Moira se volvió cada vez más versada en anécdotas de este tipo. A mí no me entusiasmaba mucho este resentimiento hacia el pasado.

Para hacerla salir, respondió Moira.

Más bien era como tirarle cacahuetes a los elefantes comenté.

Moira lanzó una carcajada; siempre podía hacerlo. Monstruos exóticos, dijo.

Nos quedamos mirando este edificio, cuya forma es más o menos como la de una iglesia, una catedral. Deglen dice:

– Oí decir que aquí es donde los Ojos organizan sus banquetes.

– ¿Quién te lo dijo? -le pregunto. No hay nadie cerca, podemos hablar más libremente, pero lo hacemos en voz baja, por la fuerza de la costumbre.

– Un medio de comunicación -responde. Hace una pausa, me mira de reojo, siento un reflejo blanco mientras mueve la toca-. Hay una contraseña -añade.

– ¿Una contraseña? ¿Para qué?

– Para saber -me explica-. Quién es y quién no es.

Aunque no comprendo qué sentido tiene que yo la sepa, le pregunto:

– ¿Cuál es?

– Mayday -dice-. Una vez la probé contigo.

– Mayday -repito-. Recuerdo el día. M’aidez.

– No la uses a menos que sea necesario -me advierte Deglen-. No nos conviene saber demasiado de los otros que forman la red. Por si nos cogen.

Me resulta difícil creer en estos rumores, en estas revelaciones, aunque al mismo tiempo lo creo. Después me parecen improbables, incluso pueriles, como algo que uno haría para divertirse; como un club de chicas, como los secretos en la escuela. O como las novelas de espionaje que yo solía leer los fines de semana, cuando debería haber estado terminando los deberes, o como ver televisión a altas horas de la noche. Contraseñas, cosas que no se podían contar, personas con identidades secretas, vinculaciones turbias: no parece que deba ser éste el verdadero aspecto del mundo. Pero es mi propia ilusión, los restos de una versión de la realidad que conocí en otros tiempos.

Y las redes. El trabajo de red, una de las antiguas frases de mi madre, una jerga de antaño, pasada de moda. Incluso a sus sesenta años hacía algo que llamaba así, aunque por lo que pude ver, no significaba otra cosa que almorzar con alguna otra mujer.

Me despido de Deglen en la esquina.

– Hasta pronto -me saluda. Se aleja por la acera y yo subo por el sendero, en dirección a la casa. Veo a Nick, que lleva la gorra ladeada; hoy ni siquiera me mira. De todos modos, debe de haber estado esperándome para entregarme su mudo mensaje, porque en cuanto se da cuenta de que lo he visto, da al Whirlwind un último toque con la gamuza y se marcha a paso vivo hacia la puerta del garaje.

Camino por el sendero de grava, entre los parterres de césped. Serena Joy está sentada debajo del sauce, en su silla, con el bastón apoyado a su lado. Lleva un vestido de fresco algodón. El color que le corresponde a ella es el azul, un tono acuarela, no el rojo que yo llevo, que absorbe el calor y al mismo tiempo arde con él. Está sentada de perfil a mí, tejiendo. ¿Cómo soporta tocar la lana con el calor que hace? Tal vez su piel se ha vuelto insensible, tal vez no nota nada, como si se hubiera escaldado.

Bajo la vista hasta el sendero y paso junto a ella con esperanza de ser invisible, sabiendo que me ignorará. Pero no esta vez.

– Defred -me llama.

Me detengo, insegura.

– Sí, tú.

Vuelvo hacia ella mi mirada fragmentada por la toca. -Ven aquí. Te necesito.

Camino por el césped y me detengo delante de ella con la mirada baja.

– Puedes sentarte -me comunica-. Aquí, en el cojín. Necesito que me aguantes la lana -tiene un cigarrillo; el cenicero está junto a ella, sobre el césped, y también tiene una taza de algo, té o café-. Aquella habitación está endemoniadamente cerrada. Necesitas un poco de aire -comenta. Me siento, dejo el cesto (otra vez fresas, otra vez pollo) y tomo nota de la palabrota: algo nuevo. Ella ajusta la madeja alrededor de mis dos manos extendidas y empieza a devanar. Parece que yo estuviera atada, esposada; mejor dicho, cubierta de telarañas. La lana es gris y ha absorbido la humedad del ambiente, es como la sábana mojada de un bebé y huele terriblemente a cordero húmedo. Al menos las manos me quedarán untadas de lanolina.

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