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XV LA NOCHE

CAPÍTULO 46

Me siento en mi habitación, junto a la ventana, y espero. En el regazo tengo un puñado de estrellas aplastadas.

Esta podría ser la última vez que tengo que esperar. Pero no sé qué estoy esperando. ¿Qué estás esperando?, se solía decir. Lo que significaba Date prisa. No se esperaba una respuesta. Para qué estás esperando es una pregunta diferente, y para ésta tampoco tengo respuesta.

Aunque no es exactamente esperar. Se parece más a una forma de suspensión. Sin suspender nada. No hay tiempo.

He caído en desgracia, que es lo contrario de gracia. A causa de esto debería sentirme peor.

Pero me siento tranquila, en paz, impregnada de indiferencia. No dejes que los bastardos te carbonicen Lo repito para mis adentros, pero no me sugiere nada. También se podría decir No dejes que pase el aire; o No.

Supongo que se podría decir eso.

No hay nadie en el jardín. Me pregunto si lloverá.

Afuera, el día empieza a desvanecerse. El cielo ya está rojizo. Pronto estará oscuro. Ya está más oscuro. No ha tardado mucho tiempo.

Hay un montón de cosas que podría hacer. Por ejemplo, podría prender fuego a la casa. Podría hacer un bulto con algunas de mis ropas y con las sábanas y encender la cerilla que tengo guardada. Si no prendiera, no pasaría nada. Pero si prendiera, al menos habría una señal de algún tipo que marcara mi salida. Unas pocas llamas que se apagaran fácilmente. En el intervalo podría dejar escapar unas nubes de humo y morir asfixiada.

Podría romper la sábana en tiras, retorcerlas como una cuerda, atar un extremo a la pata de mi cama e intentar romper el cristal de la ventana. Que es inastillable.

Podría recurrir al Comandante, echarme al suelo completamente despeinada, abrazarme a sus rodillas, confesar, llorar, implorar. Nolite te bastardes carborundorun, podría decir. No como una plegaria. Veo sus zapatos, negros, lustrados, impenetrables, guardando silencio.

También podría atarme la sábana al cuello, colgarme del armario, dejar caer mi cuerpo hacia delante y estrangularme.

Podría esconderme detrás de la puerta, esperar a que ella viniera cojeando por el pasillo y trayendo alguna sentencia, una penitencia, un castigo, abalanzarme sobre ella, derribarla y patearle la cabeza con un golpe seco y certero. Para evitarle el dolor, lo mismo que a mí. Para evitarle nuestro dolor.

Así ganaría tiempo.

Podría bajar las escaleras con paso firme, salir por la puerta principal hasta la calle, intentando dar la impresión de que sé a dónde voy, y ver hasta dónde puedo llegar. El rojo es un color muy visible.

Podría ir a la habitación de Nick, encima del garaje, como he hecho hasta ahora. Podría preguntarme si él me dejaría entrar o no, si me daría refugio. Ahora que es realmente necesario.

Pienso en todo esto distraídamente. Cada una de las posibilidades parece tan importante como el resto. Ninguna parece preferible a otra. La fatiga se apodera de mí, de mi cuerpo, mis piernas y mis ojos. Esto es lo que ocurre al final. La fe no es más que palabra bordada.

Miro el atardecer y me imagino que estamos en invierno. La nieve cae suavemente, fácilmente, cubriéndolo todo de suaves cristales, la niebla que cubre la luna antes de que llueva, desdibujando los contornos, borrando los colores. Dicen que la muerte por congelación es indolora. Te recuestas sobre la nieve como un ángel hecho por unos niños y te duermes.

Siento su presencia detrás de mí, la de mi antepasada, mi doble, que aparece suspendida en el aire, debajo de la araña, con su traje de estrellas y plumas como un pájaro detenido en mitad del vuelo, una mujer convertida en ángel, esperando ser hallada. Esta vez por mí. ¿Cómo pude creer que me encontraba sola? Siempre fuimos dos. Acaba de una vez, me dice. Estoy cansada de este melodrama, estoy cansada de guardar silencio. No hay nadie a quien puedas proteger, tu vida no tiene valor para nadie. Quiero que esto se termine.

Mientras me levanto, oigo la furgoneta negra. La oigo antes de verla; surge de su propio sonido mezclada con el crepúsculo, como una solidificación, un coágulo de la noche. Gira en el camino de entrada y se detiene. Apenas distingo el ojo blanco y las dos alas. La pintura debe de ser fosforescente. Dos hombres se desprenden de ella como de un molde, suben los escalones de la entrada, tocan el timbre. Oigo el sonido del timbre, ding-dong, como el fantasma de una vendedora de cosméticos.

Ahora viene lo peor.

He estado perdiendo el tiempo. Tendría que haberme ocupado cuando aún tenía la posibilidad de hacerlo. Tendría que haber robado un cuchillo de la cocina, buscado el modo de conseguir las tijeras del costurero. También estaban las tijeras del jardín, las agujas de tejer. El mundo está lleno de armas, si uno las busca. Tendría que haber prestado atención.

Pero ahora es demasiado tarde para pensar en eso, sus pisadas ya suenan en la alfombra rosa ceniciento de la escalera; los pasos mudos y pesados retumban en mi frente; estoy de espaldas a la ventana.

Espero ver a un desconocido, pero es Nick quien abre la puerta de golpe y enciende la luz. No comprendo, a menos que sea uno de ellos. Siempre existió esa posibilidad. Nick, el Ojo secreto. Los trabajos sucios los hacen las personas sucias.

Eres una mierda, pienso. Abro la boca para decirlo, pero él se acerca a mí y me susurra:

– Todo está bien. Es Mayday. Vete con ellos -me llama por mi verdadero nombre. ¿Por qué esto iba a significar algo?

– ¿E1Ios? -le pregunto. Veo a los dos hombres que están detrás de él; la luz del pasillo convierte sus cabezas en calaveras-. Debes de estar loco -mi sospecha queda suspendida en el aire, un ángel oscuro me envía una advertencia. Casi puedo verlo. ¿Por qué él no sabría lo de Mayday? Todos los Ojos deben de saberlo; la han exprimido, estrujado y escurrido de demasiados cuerpos, de demasiadas bocas.

– Confía en mí -insiste; aunque eso nunca fue un talismán, no representa ninguna garantía.

Pero me aferro a esta oferta. Es todo lo que me queda.

Me escoltan para bajar la escalera, uno delante y uno detrás. Avanzamos a ritmo pausado; las luces están encendidas. A pesar del miedo, todo me resulta normal. Desde donde estoy puedo ver el reloj No es ninguna hora en especial.

Nick ya no está con nosotros. Debe de haber bajado por la escalera de atrás, para que no lo vieran

Serena Joy está en el pasillo, debajo del espejo, observándonos con mirada incrédula. Detrás de ella, junto a la puerta abierta de la sala, está el Comandante. Tiene el pelo muy gris. Parece preocupado e impotente, pero empieza a apartarse de mí, a distanciarse. Al margen de lo que significara para él, hemos llegado a un punto en el que también represento un fracaso. Sin duda han discutido por mí; sin duda ella se las ha hecho pasar moradas. Yo aún las estoy pasando moradas, no puedo sentir pena por el. Moira tiene razón, soy una mojigata.

– ¿Qué ha hecho? -pregunta Serena Joy. Entonces no fue ella quien los llamó. No sé lo que me reservaba, pero se trataba de algo más privado.

– No podemos decirlo, señora -dice el que va delante de mí-. Lo siento.

– Quiero ver la autorización -dice el Comandante-. ¿Tenéis autorización legal?

Ahora podría empezar a gritar, agarrarme a la barandilla, renunciar a toda dignidad. Podría detenerlos, al menos un momento. Si son los auténticos, se quedarán, de lo contrario echarán a correr. Y me dejarán aquí.

– No la necesitamos, señor, pero todo está en orden -dice el mismo hombre-. Violación de secretos de estado.

El Comandante se lleva una mano a la cabeza. ¿Qué he estado diciendo, y a quién, y cuál de sus enemigos lo ha descubierto? Probablemente ahora su seguridad estará en peligro. Estoy más arriba que él, mirándolo; y se está encogiendo. Entre ellos ya ha habido purgas, y habrá algunas más. Serena Joy empalidece.

– Zorra -me insulta-. Después de todo lo que hizo por ti.

Cora y Rita llegan corriendo desde la cocina. Cora está deshecha en llanto. Yo era su esperanza, y la he defraudado. Nunca tendrá niños.

La furgoneta espera en el camino de entrada, con las puertas dobles abiertas. Los dos hombres -ahora uno a cada costado- me cogen de los brazos y me ayudan a subir. No tengo manera de saber si éste es mi fin o un nuevo comienzo: me he entregado a unos extraños porque es inevitable.

Subo y penetro en la oscuridad del interior; o en la luz.

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