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XIV EL SALVAMENTO

CAPÍTULO 41

Me gustaría que este relato fuera diferente. Me gustaría que fuera más civilizado. Me gustaría que diera una mejor impresión de mí, si no de persona feliz, al menos más activa, menos vacilante, menos distraída por las banalidades. Me gustaría que tuviera una forma más definida. Me gustaría que fuera acerca del amor, o de realizaciones importantes de la vida, o acerca del ocaso, o de pájaros, temporales o nieve.

Tal vez, en cierto sentido, es una historia acerca de todo esto; pero mientras tanto, hay muchas cosas que se cruzan en el camino, muchos susurros, muchas especulaciones sobre otras personas, muchos cotilleos que no pueden verificarse, muchas palabras no pronunciadas, mucho sigilo y secretos. Y hay mucho tiempo que soportar, un tiempo tan pesado como la comida frita o la niebla espesa; y, repentinamente, estos acontecimientos sangrientos, como explosiones, en unas calles que de otro modo serían decorosas, serenas y sonámbulas.

Lamento que en esta historia haya tanto dolor. Y lamento que sea en fragmentos, como alguien sorprendido entre dos fuegos o destrozado por fuerza. Pero no puedo hacer nada para cambiarlo.

También he intentado mostrar algo de las cosas buenas. Por ejemplo las flores, porque ¿a dónde habríamos llegado sin ellas?

De cualquier manera, me hace daño contarlo una y otra vez. Con una vez fue suficiente: ¿acaso no fue suficiente para mí en su momento? Por eso sigo con esta triste, ávida, sórdida, coja y mutilada historia, porque después de todo quiero que la oigáis, como me gustaría oír la tuya si alguna vez se presenta la oportunidad, si te encuentro o si tú te escapas, en el futuro, o en el Cielo, en la cárcel o en la clandestinidad, en cualquier otro sitio. Lo que tienen en común es que no están aquí. Al contarte algo, cualquier cosa, al menos estoy creyendo en ti, creyendo que estás allí, creo en tu existencia. Porque contándote esta historia, logro que existas. Yo cuento, luego tú existes.

De modo que continuaré. Me obligaré a continuar. Hemos llegado a una parte que no te gustará en absoluto porque no me comporté bien, pero sin embargo intentaré no dejarme nada en el tintero. Después de todo lo que has pasado, te mereces lo que queda, que no es mucho pero contiene la verdad.

Así que ésta es la historia.

Volví a reunirme con Nick. Una y otra vez, por mi cuenta, sin que Serena lo supiera. Nadie me lo pidió, no había excusas. No lo hice por él, sino solamente por mí. Ni siquiera pensé que me entregaba a él porque, ¿qué tenía yo para dar? No me sentía generosa sino agradecida cada vez que él me recibía. Él no tenía ninguna obligación.

A causa de esto me volví imprudente, hice elecciones estúpidas. Después de estar con el Comandante subía la escalera como de costumbre, pero después me escabullía por el pasillo y bajaba por la escalera de las Marthas y salía cruzando la cocina. Cada vez que oía el chasquido de la puerta de La cocina a mis espaldas -tan metálico, como el de una trampa para ratones o el de un arma-, pensaba en echarme atrás, pero no lo hacía. Me apresuraba a cruzar los pocos metros de césped iluminado; la luz de los reflectores volvía a pasar y yo esperaba sentir en cualquier momento las balas que me atravesaban, incluso antes de oír los disparos. Subía la escalera a tientas y me apoyaba contra la puerta; la sangre se me agolpaba en la cabeza. El miedo es un estimulante poderoso. Entonces llamaba a la puerta suavemente, como llamaría un pordiosero. Cada vez que lo hacía, temía que él se hubiera ido; o, peor aún, que me dijera que no podía entrar. Podía decirme que no quería seguir quebrantando las normas, que no quería estar con la soga al cuello por mi culpa. O, todavía peor, que me dijera que ya no le interesaba. El hecho de que no me dijera ninguna de estas cosas me pareció una suerte increíble.

Te dije que era terrible.

Y esto es lo que ocurre.

Él abre la puerta. Va en mangas de camisa, con la camisa fuera del pantalón, suelta; en la mano lleva un cepillo de dientes, o un cigarrillo, o un vaso con alguna bebida. Aquí tiene su propio escondite, supongo que de cosas del mercado negro. Siempre lleva algo en la mano, como si estuviera ocupándose en las cosas de costumbre, como si no me esperara. Y quizá no me espera. Tal vez no tiene idea del futuro, o no se molesta o no se atreve a imaginarlo.

– ¿Llego demasiado tarde? -le pregunto.

Me dice que no con la cabeza. Entre nosotros ya está sobreentendido que nunca es demasiado tarde, pero cumplo con la cortesía ritual de preguntárselo. Eso me hace sentir más tranquila, como si hubiera alguna alternativa, una decisión que pudiera tomarse en un sentido u otro. Él se aparta, yo entro y cierra la puerta. Luego atraviesa la habitación y cierra la ventana; después apaga la luz. En esta etapa, ya no hay entre nosotros ninguna conversación; yo ya estoy medio desnuda. Guardamos la conversación para más tarde.

Cuando estoy con el Comandante, cierro los ojos, incluso cuando sólo se trata del beso de buenas noches. No quiero verlo tan de cerca. Pero aquí siempre dejo los ojos abiertos. Me gustaría que hubiera alguna luz encendida, tal vez una vela encajada en una botella, alguna reminiscencia de la época de la escuela, pero no valdría la pena correr el riesgo; así que tengo que conformarme con el reflector y el resplandor que llega desde abajo, filtrado por las cortinas blancas, que son iguales a las mías. Quiero ver todo lo que pueda de él, abarcarlo, memorizarlo, guardarlo en mi mente para poder vivir después de su imagen: las líneas de su cuerpo, la textura de su piel, el brillo del sudor sobre su piel, su largo, sardónico y poco revelador rostro. Tendría que haber hecho lo mismo con Luke, prestar más atención a los detalles, a los lunares y las cicatrices, sus arrugas; no lo hice, y ahora su imagen empieza a desvanecerse. Se esfuma día tras día, noche tras noche, y yo me vuelvo más infiel.

Por este hombre me pondría plumas rosadas, estrellas de color púrpura, si él lo quisiera; o cualquier otra cosa, incluso el rabo de un conejo. Pero él no me exige esos adornos. Hacemos el amor cada vez como si supiéramos sin la menor sombra de duda que no habrá otra ocasión, para ninguno de los dos, con nadie, nunca. Y cuando llega la siguiente ocasión, siempre es una sorpresa, una cosa extra, un regalo.

Estar aquí con él es estar a salvo; es como una cueva en la que nos acurrucamos mientras afuera pasa la tormenta. Es una ilusión, por supuesto. Esta habitación es uno de los sitios más peligrosos en los que yo podría estar. Si me cogieran, no me darían cuartel, pero no me importa. ¿Y cómo he llegado a confiar en él de esta manera, lo cual es temerario de por sí? ¿Cómo puedo suponer que lo conozco, aunque sea mínimamente, y que sé lo que hace realmente?

Paso por alto estos molestos susurros. Hablo demasiado. Le cuento cosas que no debería contarle. Le hablo de Moira, de Deglen; pero nunca de Luke. Quiero hablarle de la mujer de mi habitación, la que estuvo antes que yo, pero no lo hago. Estoy celosa de ella. Si ha estado antes que yo aquí, en esta cama, no quiero enterarme.

Le digo cuál es mi nombre verdadero y a partir de ese momento me siento reconocida. Actúo como una tonta y sé que no debo hacerlo. Lo he convertido en un ídolo, un recortable de cartón.

Él, por su parte, habla poco: ni respuestas evasivas ni bromas. Apenas hace preguntas. Parece indiferente a la mayor parte de las cosas que le digo y sólo se muestra interesado en las posibilidades de mi cuerpo, aunque cuando hablo me mira. Me mira a la cara.

Me resulta imposible pensar en que alguien por quien siento tanta gratitud pudiera traicionarme.

Ninguno de los dos pronuncia la palabra amor, ni una vez. Sería tentar a la suerte; significaría romance, y desdicha.

Hoy hay unas flores distintas, más secas, más definidas, son las flores de pleno verano: margaritas y rudbequias, que crecen a lo largo de la cuesta descendente. Las veo en los jardines, mientras camino con Deglen de un lado a otro. Apenas la escucho; ya no le creo. Las cosas que me dice me parecen irreales. ¿Qué sentido tienen ahora para mí?

Podrías entrar en su habitación por la noche, susurra. Y mirar en su escritorio. Debe de haber papeles, anotaciones.

La puerta está cerrada con llave, le aclaro.

Podemos conseguirte una llave, afirma. ¿No quieres saber quién es, qué hace?

Pero el Comandante ya no representa un interés inmediato para mí. Tengo que hacer un esfuerzo para que no se note mi indiferencia hacia él.

Sigue haciendo todo exactamente como hasta ahora, me aconseja Nick. No cambies nada; de lo contrario lo notarían. Me besa, mirándome todo el tiempo. ¿Prometido? No metas la pata.

Apoyo su mano sobre mi vientre. Ha ocurrido, anuncio. Puedo sentirlo. Un par de semanas más y estaré segura.

Sé que es una ilusión.

Él estará encantado contigo, me dice, Y ella también.

Pero es tuyo, le digo. Será tuyo, de verdad. Quiero que lo sea.

De todos modos no es nuestra aspiración.

No puedo, le digo a Deglen. Tengo mucho miedo. Además, no lo haría bien, me cogerían.

Ni siquiera me tomo el trabajo de parecer apesadumbrada, hasta ese punto llega mi pereza.

Podríamos sacarte, insiste. Podemos sacar a la gente si realmente es necesario, si está en peligro, en peligro inminente.

La cuestión es que ya no quiero irme, ni escapar, ni atravesar la frontera hacia la libertad. Quiero quedarme aquí, con Nick, donde pueda estar con él.

Cuando digo esto, me avergüenzo de mi misma. Pero eso no es todo. Incluso ahora, reconozco que esta confesión es una especie de alarde. Hay en ella algo de orgullo, porque demuestra lo extremo de la situación y, por lo tanto, la justifica. Bien vale la pena. Es como la historia de una enfermedad de la cual te has recuperado después de estar al borde de la muerte; como los relatos de guerra. Demuestran cierta gravedad.

No me había parecido posible semejante gravedad con respecto a un hombre.

A veces era más racional. Nunca lo pensé en términos de amor. Pensaba: aquí, en cierto modo, he hecho mi vida por mi cuenta. Eso debía de ser lo que pensaban las esposas de los colonizadores, y las mujeres que sobrevivían a las guerras, si aún seguían teniendo un hombre. La humanidad es muy adaptable, decía mi madre. Es realmente sorprendente la cantidad de cosas a las que puede acostumbrarse la gente siempre que exista alguna compensación.

Ahora no tardará mucho, comenta Cora, acomodando en una pila mis paños higiénicos de este mes. No mucho, y me sonríe con expresión tímida y al mismo tiempo astuta. ¿Lo sabe? ¿Ella y Rita saben lo que hago, saben que por la noche bajo por la escalera que utilizan ellas? ¿Acaso yo misma me habré delatado soñando despierta, sonriendo por cualquier tontería, tocándome suavemente la cara cuando creo que no me ven?

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