Serena sigue devanando; sostiene el cigarrillo encendido a un costado de la boca, chupándolo y echando tentadoras bocanadas de humo. Ovilla la lana lenta y dificultosamente -a causa de la parálisis progresiva de sus manos- pero con decisión. Quizá para ella el tejido supone una especie de ejercicio de la voluntad; quizá incluso le hace daño. Tal vez lo hace por prescripción médica: diez vueltas diarias del derecho y diez del revés. Aunque debe de hacer más que eso. Veo esos árboles de hoja perenne y los chicos y chicas geométricos bajo otra óptica: como una prueba de su obstinación, como algo no totalmente despreciable.
Mi madre no hacía punto, ni nada por el estilo. Pero cada vez que retiraba las cosas de la tintorería -sus blusas buenas, sus chaquetas de invierno-, se guardaba los imperdibles y hacía con ellos una cadena. Pinchaba la cadena en algún sitio -su cama, la almohada, el respaldo de una silla, la manopla para abrir el horno-, para no perderla. Luego se olvidaba de los imperdibles. Yo tropezaba con ellos en cualquier parte de la casa, de las casas; eran las huellas de su presencia, los restos de alguna intención olvidada, como las señales de una carretera que no conduce a ninguna parte. Un retorno a la domesticidad.
– Pues bien -dice Serena. Interrumpe la tarea, dejándome las manos enguirnaldadas de pelo animal, y se saca el cigarrillo de la boca cogiéndolo de la punta-. ¿Todavía nada?
Sé de qué está hablando. Entre nosotras no hay tantos temas de conversación; no tenemos muchas cosas en común, excepto este detalle misterioso e incierto.
– No -respondo-. Nada.
– Eso es malo -afirma. Es difícil imaginarla con un bebé. Pero las Marthas cuidarían de él la mayor parte del tiempo. Le gustaría que yo estuviera embarazada, que todo hubiera terminado y yo me quitara de en medio y se acabaran los sudorosos y humillantes enredos, los triángulos de la carne bajo el dosel estrellado de flores plateadas. Paz y quietud. No logro imaginar otra explicación al hecho que me desee tan buena suerte.
– Se te termina el tiempo -señala. No es una pregunta, sino una realidad.
– Sí -replico en tono neutro.
Enciende otro cigarrillo toqueteando torpemente el encendedor. Definitivamente, el estado de sus manos es cada vez peor. Pero sería un error ofrecerle ayuda, se ofendería. Sería un error notar alguna debilidad en ella.
– Quizás él no puede -sugiere.
No sé a quién se refiere. ¿Se refiere al Comandante o a Dios? Si hablara de Dios, diría que no quiere. De cualquier manera, sería una herejía. Son las mujeres las únicas que no pueden, las que quedan obstinadamente cerradas, dañadas, defectuosas.
– No -digo-. Quizás él no puede.
Levanto la vista; ella la baja. Es la primera vez en mucho tiempo que nos miramos a los ojos. Desde que nos conocimos. El momento se prolonga, frío y penetrante. Ella está intentando descifrar si yo estoy o no a la altura de las circunstancias.
– Quizás -repite, sujetando el cigarrillo, que no se le ha encendido-. Tal vez deberías probar de otra manera.
¿Querrá decir en cuatro patas
– ¿De qué manera? -le pregunto. Debo mantener la seriedad.
– Con otro hombre -declara.
– Sabe que no puedo -respondo, cuidado de no revelar mi irritación-. Va contra la ley. Sabe cuál es el castigo.
– Si -afirma. Estaba preparada para esto, lo tiene todo pensado-. Sé que oficialmente no puedes. Pero se hace. Las mujeres lo hacen a menudo. Constantemente.
– ¿Quiere decir con los médicos? -pregunto, recordando los amables ojos pardos, la mano despojada del guante. La última vez que fui, había otro médico. Quizás alguien descubrió al primero, o alguna mujer lo delató. Aunque no habrían creído en su palabra sin tener pruebas.
– Algunas hacen eso -me explica en tono casi afable, pero distante; es como si estuviéramos decidiendo la elección de un esmalte de uñas-. Así es como lo hizo Dewarren. La esposa lo sabía, por supuesto -hace una pausa, para que yo asimile sus palabras-. Yo te ayudaría. Me aseguraría de que nada saliera mal.
Reflexionó.
– No con un médico -digo.
– No -coincide, y al menos durante un instante somos como dos amigas, esto podría ser la mesa de la cocina, podríamos estar hablando sobre un novio, sobre alguna estratagema femenina de diversión y coqueteo-. A veces hacen chantaje. Pero no tiene por qué ser un médico. Podría ser alguien en quien confiemos.
– ¿ Quién? -pregunto.
– Estaba pensando en Nick -propone en un tono de voz casi suave-. Hace mucho que está con nosotros. Es leal. Yo podría arreglarlo con él.
Entonces él es quien le hace los recados en el mercado negro. ¿Es esto lo que él consigue siempre, a cambio?
– ¿Y el Comandante? -pregunto.
– Bien -dice en tono firme y con una mirada definitiva, como el chasquido de un bolso al cerrarse-. No le diremos nada, ¿verdad?
La idea queda suspendida entre nosotras, casi invisible, casi palpable: pesada, informe, oscura, como una especie de connivencia, una especie de traición. Ella quiere a ese bebé.
– Es un riesgo -apunto-. Más que eso -es mi vida la que está en juego; pero así estará tarde o temprano, de una manera u otra, lo haga o no. Ambas lo sabemos.
– Más vale que lo hagas -me aconseja. Y yo pienso lo mismo.
– De acuerdo -acepto-. Sí.
Se inclina hacia delante.
– Quizá podría conseguir una cosa para ti -me informa. Porque he sido buena chica-. Una cosa que tú quieres -añade, casi en tono zalamero.
– ¿Qué es? -pregunto. No se me ocurre nada que yo realmente quiera y que ella sea capaz de darme.
– Una foto -anuncia, como si me propusiera algún placer juvenil, un helado o un paseo por el zoo. Vuelvo a levantar la vista para mirarla, desconcertada-. De ella -puntualiza-. De tu pequeña. Pero solo quizá.
Entonces ella sabe dónde se la han llevado, dónde la tienen. Lo supo todo el tiempo. Algo me obstruye la garganta. La muy zorra, no decirme nada, no traerme noticias, ni la más mínima noticia. Ni siquiera sugerirlo. Es como una piedra, o de hierro, no tiene la menor idea. Pero no puedo decirle todo esto, no puedo perder de vista ni siquiera algo tan pequeño. No puedo dejar escapar esta posibilidad. No puedo hablar.
Ella está sonriendo con expresión coqueta; una sombra de su atractivo original de maniquí de la pequeña pantalla parpadea en su rostro como una interferencia pasajera.
– Hace un calor endemoniado para trabajar con esto, ¿no te parece? -me dice. Aparta la lana de mis manos, donde la tuve todo el tiempo. Luego coge el cigarrillo con él que ha estado jugueteando y con un movimiento un tanto torpe lo coloca en mi mano y cierra mis dedos alrededor de él-. Agénciate una cerilla -sugiere-. Están en la cocina; puedes pedirle una a Rita. Dile que yo te lo dije. Pero sólo una -agrega en tono travieso-. ¡No queremos echar a perder tu salud!
Rita está sentada ante la mesa de la cocina. Frente a ella, sobre la mesa, hay un bol de cristal con cubos de hielo. En el interior flotan rabanitos convertidos en flores, rosas o tulipanes. Está cortando algunos más sobre la tabla de picar, con un cuchillo de mondar, y sus manos se muestran hábiles pero indiferentes. El resto de su cuerpo está inmóvil, igual que la cara. Es como si lo hiciera dormida. Sobre la superficie de esmalte blanco hay una pila de rabanitos, lavados y sin cortar. Como corazones aztecas.
Cuando entro, apenas se molesta en levantar la vista.
– Habrás traído todo, supongo -dice mientras saco los paquetes para que ella los examine.
– ¿Me puedes dar una cerilla? -le pregunto. Es sorprendente, pero su expresión imperturbable y su entrecejo fruncido me hacen sentir como una criatura pequeña y pedigüeña, fastidiosa y llorona.
– ¿Cerillas? -pregunta-. ¿Para qué quieres cerillas?
– Ella dijo que podía coger una -respondo, sin admitir que es para el cigarrillo.
– ¿Quién lo dijo? -continúa cortando rabanitos, sin quebrar el ritmo-. No hay ningún motivo para que tengas cerillas. Podrías quemar la casa.
– Si quieres, puedes preguntárselo -sugiero-. Está en el jardín.
Pone los ojos en blanco y mira el cielo raso, como si consultara en silencio a alguna deidad. Luego suspira, se levanta pesadamente y se seca las manos en el delantal con movimientos ostentosos, para mostrarme lo molesta que resulto. Se acerca al armario que hay encima del fregadero, lentamente, busca el manojo de llaves en su bolsillo y abre la puerta.
– En verano las guardamos aquí -dice, como hablando consigo misma-. Con este tiempo no hace falta encender el fuego -recuerdo que en abril, cuando el tiempo es más frío, Cora enciende los fuegos de la sala y del comedor.
Las cerillas son de madera y vienen en una caja de cartón con tapa corredera, como las que yo guardaba y convertía en cajones para las muñecas. Rita abre la caja y la inspecciona, como decidiendo cuál me dejará coger.
– Es asunto de ella -refunfuña-. No tiene sentido decirle nada -mete su enorme mano en la caja, escoge una cerilla y me la entrega-. Ahora no le prendas fuego a nada -me advierte-. Ni a las cortinas de tu habitación. Ya hace demasiado calor así.
– No lo haré -la tranquilizo-. No es para eso.
Ni siquiera se digna preguntarme para qué es.
– Me da igual si te la comes, o haces otra cosa -afirma-. Ella dijo que podías tener una, así que te la doy, eso es todo.
Se aparta de mí y vuelve a sentarse ante la mesa. Luego coge un cubo de hielo del bol y se lo mete en la boca. Esto es algo inusual en ella. Nunca la vi picar mientras trabaja.
– Tú también puedes coger uno -sugiere-. Es una pena que te hagan llevar todas esas fundas en la cabeza, con este calor.
Estoy sorprendida: casi nunca me ofrece cosas. Tal vez siente que, si he sido ascendida a una categoría suficiente para que me den una cerilla, ella puede permitirse el lujo de tener conmigo un detalle. ¿Me habré convertido súbitamente en una de esas personas a las que hay que apaciguar?
– Gracias -respondo. Me guardo la cerilla cuidadosamente en el bolsillo de la manga donde tengo el cigarrillo, para que no se moje, y cojo un cubito-. Estos rabanitos son preciosos -le digo en recompensa por el regalo que me ha hecho tan espontáneamente.
– Me gusta hacer las cosas bien, y punto -afirma, otra vez en tono malhumorado-. De otro modo no tendría sentido.
Camino por el pasillo a toda prisa y subo la escalera. Paso silenciosamente junto al espejo curvado del vestíbulo, una sombra roja en el extremo de mi propio campo visual, un espectro de humo rojo. El humo está en mi mente, pero ya puedo sentirlo en mi boca, bajando hasta mis pulmones y llenándome en un prolongado y lascivo suspiro de canela, y luego el arrebato mientras la nicotina golpea mi torrente sanguíneo.