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Me siento en la silla, erguida y con las manos cruzadas sobre el regazo. Tengo la sensación de que mis pies, calzados con los zapatos rojos bajos, no tocan el suelo. Pero lo tocan, por supuesto.

– Esto debe de parecerte extraño -comenta.

Yo me limito a mirarlo. El eufemismo del año, una frase que mi madre usa. Usaba.

Me siento como un caramelo de algodón: azúcar y aire. Si me estrujaran, quedaría convertida en una pequeña bolita de color rosado, húmeda y rezumante.

– Supongo que es un poco extraño -prosigue, como si yo hubiera respondido.

Creo que debería llevar puesto un sombrero atado con lazo debajo de mi barbilla.

– Quiero… -dice.

Intento no inclinarme hacia delante. ¿Sí? ¿Si, sí? ¿Qué? quiere? Pero no revelaré mi ansiedad. Es una sesión de negociaciones, están a punto de intercambiarse cosas. La que no vacila está perdida. No voy a regalar nada: sólo vendo.

– Me gustaría… -continúa-. Parecerá una tontería -y de verdad parece incómodo, tímido sería la palabra, tal como solían ser los hombres en otros tiempos. Él es lo suficientemente tímido para recordar cómo dar esa impresión, y para recordar también lo atractivo que le resultaba a las mujeres en otros tiempos. Los jóvenes no conocen esos trucos. Nunca han tenido que usarlos.

– Me gustaría que jugaras conmigo una partida de Intelect -afirma.

Me quedo absolutamente rígida. No muevo ni un solo músculo de la cara. ¡De modo que eso es lo que hay en la habitación prohibida! ¡Un Intelect! Tengo ganas de reírme, de reírme a carcajadas hasta caerme de la silla. Alguna vez éste fue un juego que jugaban las viejas y los viejos en verano o en las residencias de jubilados, cuando no había nada bueno en la televisión. O los adolescentes, en un tiempo, hace muchos muchos años. Mi madre tenía uno guardado en la parte de atrás del armario del pasillo, junto con las cajas de cartón donde guardaba los adornos del árbol de Navidad. Una vez, cuando yo tenía trece años y era negligente y desdichada, mi madre intentó que me interesara por él.

Ahora, por supuesto, es algo diferente. Ahora está prohibido para nosotras. Ahora es peligroso. Ahora es indecente. Ahora es algo que él no puede hacer con su Esposa. Ahora es atractivo. Ahora él se ha comprometido. Es como si me hubiera ofrecido droga.

– De acuerdo -respondo en tono indiferente. En realidad apenas puedo hablar.

No me dice por qué quiere jugar al Intelect conmigo. Y yo no se lo pregunto. Él se limita a sacar una caja de uno de los cajones de su escritorio, y la abre. Allí están las fichas de madera plastificada tal como las recuerdo, el tablero dividido en cuadros y los pequeños soportes para apoyar las letras. El Comandante vuelca las fichas encima del escritorio y empieza a ponerlas boca abajo. Lo ayudo.

– ¿Sabes jugar? -me pregunta.

Asiento.

Jugamos dos partidas. Formo la palabra laringe. Doselera. Membrillo. Cigoto. Sostengo las fichas brillantes de bordes suaves y paso el dedo por las letras. Me produce una sensación voluptuosa. Esto es la libertad, haciendo la vista gorda. Formo la palabra cojear. Hartar. Qué placer. Las fichas son como caramelos de menta, igual de frescos. De niños les llamábamos «camelos». Me gustaría ponérmelas en la boca. También deben de tener sabor a lima. La letra C. Crujiente, ligeramente ácido al paladar, delicioso.

Gano la primera partida, y le dejo ganar la segunda: aún no he descubierto cuáles son las condiciones, qué podré pedir yo a cambio.

Finalmente me dice que ya es hora de volver a casa. Esa es la expresión que utiliza: volver a casa. Se refiere a mi habitación. Me pregunta si llegaré bien, como si la escalera fuera una calle oscura. Le digo que sí. Abrimos la puerta de su despacho, sólo una rendija, para saber si se oye algo en el pasillo.

Esto es como tener una cita. Es como entrar a hurtadillas en el dormitorio, después de hora.

Esto es una conspiración.

– Gracias -me dice-. Por la partida -y luego agrega -: Quiero que me beses.

Pienso cómo podría arrancar la parte de atrás del retrete, el retrete de mi cuarto de baño, una de las noches en las que tomo un baño, rápida y silenciosamente para que Cora, que está afuera sentada en la silla, no pueda oírme. Podría sacar la varilla y ocultarla en mi manga, y traerla escondida la próxima vez que venga al despacho del Comandante, porque después de una petición como ésta siempre existe una próxima vez, al margen de que uno diga sí o no. Pienso cómo podría acercarme al Comandante y besarlo, aquí, a solas, y quitarle la chaqueta como si le permitiera o lo invitara a algo más, como una aproximación al amor verdadero, y rodearlo con los brazos y sacar la varilla de mi manga y súbitamente clavarle la punta afilada entre las costillas. Pienso en la sangre que derramaría, caliente como la sopa y llena de sexo, sobre mis manos.

En realidad no pienso en nada por el estilo. Es simplemente algo que agrego después. Tal vez tendría que haberlo pensado en ese momento, pero no lo hice. Como dije antes, esto es una reconstrucción.

– De acuerdo -le digo. Me acerco a él y pongo mis labios cerrados contra los suyos. Percibo el olor de la loción de afeitar, la de siempre, con una pizca de olor a naftalina, bastante familiar para mí. Pero él es como alguien a quien acabo de conocer.

Se aparta y me mira. Vuelve a sonreír con esa sonrisa tímida. Qué sinceridad.

– Así no -me dice-. Como si lo hicieras de verdad. Él estaba muy triste.

Esto también es una reconstrucción.

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