Dolores probablemente le palmeó la espalda y le dijo que era una buena compañera al contárnoslo. ¿Dónde tuvo lugar este intercambio? En el gimnasio, mientras nos preparábamos para acostarnos. La cama de Dolores estaba al lado de la de Janine.
Esa noche, el relato de lo ocurrido se extendió entre nosotras, en la semipenumbra, en voz baja, de cama en cama.
Moira estaba afuera, en algún lugar. Estaba en libertad, o muerta. ¿Qué haría? El pensamiento de lo que haría se expandió hasta ocupar toda la habitación. En cualquier momento podía producirse una explosión que lo destrozara todo, los cristales de la ventana caerían hacia adentro, las puertas se abrirían de par en par… Ahora Moira tenía poder, la habían puesto en libertad, se había puesto a sí misma en libertad. Ahora era una mujer libre.
Creo que nos pareció espantoso.
Moira era como un ascensor con los costados abiertos. Nos producía vértigo. Ya estábamos perdiendo el gusto por la libertad, ya nos parecía que estas paredes eran seguras. En las capas más altas de la atmósfera podrías desintegrarte, vaporizarte, no habría presión para mantenerte unida.
De todos modos, Moira era nuestra fantasía. La abrazábamos y estaba con nosotras en secreto, como una risita ahogada. Era como la lava debajo de la corteza de la vida cotidiana. A la luz de Moira, las Tías resultaban menos temibles y más absurdas. Su poder tenía grietas. Podían ser secuestradas en los lavabos. La audacia era lo que nos gustaba.
Suponíamos que en cualquier momento la traerían a la rastra, como habían hecho anteriormente. No podíamos imaginar lo que le harían esta vez. Fuera lo que fuese, sería terrible.
Pero no ocurrió nada. Moira no volvió a aparecer. Por ahora.
Esto es una reconstrucción. Todo esto es una reconstrucción. Es una reconstrucción que tiene lugar ahora, en mi cabeza, mientras estoy tendida en mi cama individual, repasando lo que debería o no debería haber dicho, lo que debería o no debería haber hecho, cómo debería haber actuado. Si alguna vez salgo de aquí…
Detengámonos en este punto. Tengo la intención de salir de aquí. Esto no puede durar toda la vida. Otros han pensado lo mismo anteriormente, en épocas malas, y siempre tuvieron razón, salieron de una u otra forma, y no duró toda la vida. Aunque para ellos haya durado toda su vida.
Cuando salga de aquí, si alguna vez soy capaz de dejar constancia de esto de alguna manera, incluso relatándoselo a alguien, también será una reconstrucción e incluso otra versión. Es imposible contar una cosa exactamente tal como ocurrió, porque lo que uno dice nunca puede ser exacto, siempre se deja algo, hay muchas partes, aspectos, contracorrientes, matices; demasiados detalles que podrían significar esto o aquello, demasiadas formas que no pueden ser totalmente descritas, demasiados aromas y sabores en el aire o en la lengua, demasiados colores. Pero si llegas a ser un hombre, alguna vez, en el futuro, si logras llegar tan lejos, por favor recuerda esto: nunca estarás tan atado como una mujer a la tentación de perdonar a un hombre. Es difícil resistirse, créeme. Pero recuerda que el perdón también es un signo de poder. Implorarlo es un signo de poder, y negarlo o concederlo es un signo de poder, tal vez el más grande.
Quizá nada de esto se puede verificar. Quizá no se trata realmente de quién puede poseer a quién, de quién puede hacer qué a quién, incluso la muerte, sin ser castigado. Quizá no se trata de quién puede sentarse y quién tiene que arrodillarse o estar de pie o acostarse con las piernas abiertas. Quizá se trata de quién puede hacer qué a quién y ser perdonado por ello. No me digáis que significa lo mismo.
Quiero que me beses, dijo el Comandante.
Bien, naturalmente ocurrió algo después de eso. Semejantes peticiones nunca caen como llovidas del cielo.
Después de todo me fui a dormir, y soñé que llevaba pendientes, y uno de ellos estaba roto; nada más que eso, simplemente el cerebro examinando sus archivos más recónditos, y Cora me despertó al traerme la bandeja de la cena y el tiempo seguía su curso.
– ¿Es un bebé bonito? -pregunta Cora mientras deja la bandeja. Ya debe de saberlo, ellas tienen una especie de telegrafía oral, que difunde las noticias de casa en casa; pero a ella le produce placer oírlas, como si mis palabras las hicieran más reales.
– Es bonito -respondo-. Un encanto. Es una niña.
Cora me sonríe, la suya es una sonrisa abarcadora. Éstos son los momentos que la llevan a pensar que lo que hace merece la pena.
– Eso esta muy bien -comenta. Su voz es casi melancólica, y yo pienso: por supuesto. A ella le habría gustado estar allí. Es como una fiesta a la que no pudo ir.
– Quizá nosotras pronto tendremos uno -dice en tono tímido. Cuando dice nosotras se refiere a mí. A mí me corresponde pagar la recompensa, justificar la comida y los cuidados que recibo, como una hormiga reina con los huevos. Rita me desaprobaría, pero Cora no. Por el contrario, depende de mí. Tiene esperanzas, y yo soy el vehículo de sus esperanzas.
Lo que ella espera es algo muy simple. Quiere que haya un Día de Nacimiento, aquí, con invitados, comida y regalos, quiere un niño para malcriarlo en la cocina, plancharle la ropa, y darle galletas cuando nadie la vea. Yo tengo que proporcionarle estas alegrías. Preferiría su desaprobación, siento que merezco algo mejor.
La cena se compone de guiso de ternera. Tengo problemas para terminarla, porque al llegar a la mitad recuerdo lo que el día de hoy había borrado completamente de mi cabeza. Lo que dicen es verdad, es un estado de trance, tanto dar a luz como estar allí, pierdes la noción del resto de tu vida, te concentras sólo en ese instante. Pero ahora me vuelve a la mente, y sé que no estoy preparada.
El reloj del pasillo del piso de abajo da las nueve. Aprieto las manos contra los costados de mis muslos, tomo aliento, camino por el pasillo y bajo las escaleras silenciosamente. Serena Joy aún debe de estar en la casa donde tuvo lugar el Nacimiento; eso se llama tener suerte, porque él no pudo haberlo previsto. En días como éste, las Esposas haraganean durante horas, ayudando a abrir los regalos, chismorreando, emborrachándose. Tienen que hacer algo para disipar su envidia. Retrocedo por el pasillo del piso de abajo, paso junto a la puerta de la cocina y camino hasta la puerta siguiente, la suya. Espero afuera, sintiéndome como una criatura que ha sido llamada al despacho del director de la escuela. ¿Qué es lo que he hecho mal?
Mi presencia aquí es ilegal. Nosotras tenemos prohibido estar a solas con los Comandantes. Nuestra misión es la de procrear: no somos concubinas, ni geishas, ni cortesanas. Por el contrario, han hecho todo lo posible para apartarnos de esa categoría. No debe existir la diversión con respecto a nosotras, no hay lugar para que florezcan deseos ocultos; no se pueden conseguir favores especiales, ni por parte de ellos ni por parte nuestra, no hay ninguna bese en la que pueda asentarse el amor. Somos matrices dé dos piernas, eso es todo: somos vasos sagrados, cálices ambulantes.
Así que, ¿por qué querrá verme, de noche y a solas?
Si me sorprendieran, caería en las manos despiadadas de Serena. Él no debe entrometerse en la disciplina de la casa, eso es asunto de las mujeres. Después de esto, vendría la reclasificación. Podría convertirme en una No Mujer.
Pero si me negara a verlo, podría ser peor. No hay ninguna duda acerca de quién ostenta el poder real.
Debe de haber algo que él desea de mí. Desear es tener alguna debilidad. Es esta debilidad, fuera la que fuese, lo que me atrae. Es como una pequeña grieta en una pared hasta ahora impenetrable. Si pego el ojo a ella, a esta debilidad suya, tal vez sea capaz de ver claramente cómo debo actuar.
Quiero saber lo que quiere.
Levanto la mano y golpeo la puerta de esta habitación prohibida en la que nunca he estado, una habitación en la que las mujeres no entran. Ni siquiera Serena Joy entra aquí, y la limpieza la hacen los Guardianes. ¿Qué secretos, que tótems masculinos se guardan aquí?
Me dicen que pase. Abro la puerta y entro.
Lo que encuentro al otro lado es algo normal. Debería decir: lo que me encuentro al otro lado parece algo normal. Hay un escritorio, por supuesto, con un Compucomunicador, y una silla de cuero negro. Sobre el escritorio hay un tiesto con una planta, un juego de portaplumas y papeles. En el suelo, una alfombra oriental; y una chimenea en la que no hay fuego, un pequeño sofá de felpa marrón, un aparato de televisión, una mesa y un par de sillas.
Todas las paredes están cubiertas de estanterías con libros. Y están llenas de libros. Libros, libros y más libros perfectamente a la vista, sin llaves ni cajones. No me extraña que no podamos entrar aquí. Esto es un oasis de lo prohibido. Intento no dejar la mirada fija en ellos.
El Comandante está de pie delante de la chimenea apagada, de espaldas a ella, con un codo apoyado en la repisa de madera tallada y la otra mano en el bolsillo. Es una pose estudiada, de galán, sacada de una de esas revistas masculinas de papel satinado. Probablemente decidió de antemano que se pondría así cuando yo entrara. Y cuando llamé a la puerta, seguramente corrió hasta la chimenea y se instaló en esa posición. Tendría que tener un ojo tapado con un parche negro y un pañuelo con un dibujo de herraduras.
Me hace bien pensar estas cosas, tan rápidamente como un repiqueteo, un temblor de la mente. Como una burla para mis adentros. Pero esto es pánico. La verdad es que estoy aterrorizada.
No digo nada.
– Cierra la puerta -me dice, en tono amable. Hago lo que me dice, y me giro-. Hola -me saluda.
Es la manera antigua de saludarse. Hacía mucho tiempo, años, que no la oía. Dadas las circunstancias, parece fuera de lugar, incluso cómica, un retroceso en el tiempo un estancamiento. No se me ocurre nada apropiado para responder.
Creo que voy a gritar.
Él debe de haberlo notado porque me mira sorprendido y frunce un poco el ceño, cosa que yo decido interpretar como preocupación, aunque podría ser simplemente irritación.
– Ven aquí -dice-. Puedes sentarte -acerca una silla y la coloca frente a su escritorio. Luego camina hasta otro lado y se sienta lentamente y, a mi modo de ver, de una manera estudiada. Esto me demuestra que no me ha venir aquí para tocarme contra mi voluntad, ni nada parecido. Sonríe. No es una sonrisa siniestra ni depredadora. Es simplemente una sonrisa, una sonrisa formal, amistosa pero un poco distante, como si yo fuera un gatito en escaparate, un gato al que mira pero que no tiene intención de comprar.