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Baltasar, rey de Nippur

Nada podría alegrarme más que el hecho de haber coincidido en Hebrón con la caravana del rey Gaspar de Meroe. Lamento no haber explorado mejor el África negra y sus civilizaciones, que deben de ocultar inmensas riquezas. ¿Se debió a mi ignorancia, a falta de tiempo, a mi interés demasiado exclusivo por Grecia? Dudo que Riera solamente eso. El hombre negro me repugnaba, porque lo cierto era que me formulaba una pregunta a la cual yo era incapaz de responder, a la que tampoco quería esforzarme por responder. Porque había que recorrer un largo trecho antes no encontrarse a mi hermano africano. Este camino tuve que andarlo sin darme cuenta, envejeciendo y reflexionando, y empezó por llevarme al borde de aquel campo vallado y cultivado que había en el Hebrón, y donde la leyenda supone que Yahvé modeló al primer hombre… y donde me esperaba Gaspar, rey de Meroe. El mito de Adán, autorretrato del Creador, siempre me ha preocupado, pues hace ya tiempo que pienso que contiene verdades importantes en las que nadie ha reparado aún. En presencia de Gaspar, me permití divagar en voz alta oponiendo esas dos palabras, imagen y semejanza -en las que hasta ahora todo el mundo ha visto una redundancia retórica-, como una palanca sobre un punto de apoyo para fracturar esa historia demasiado conocida, y arrancarle su secreto. Fue entonces cuando mi buen negro me hizo observar hasta qué punto el color de la tierra de Hebrón se parecía al de su propio rostro, de tal manera que todo llevaba a creer que Adán fue hermano de color de nuestros amigos africanos. En seguida probé esa nueva llave -un Adán negro- con los problemas de la imagen y del retrato, que son mis problemas de siempre. El resultado fue sorprendente, prometedor.

Porque es evidente que el negro posee más afinidades que el blanco con la imagen. Basta ver cómo lleva mejor que el blanco adornos, ropas de colores vivos, y sobre todo joyas, piedras y metales preciosos. El negro es más naturalmente ídolo que el blanco, ídolo, es decir, imagen.

Tuve ocasión de observar cómo se manifestaba esta vocación en los compañeros del rey Gaspar, que ofrecían una hermosa exhibición de gemas y de alhajas, y, mejor aún, de esas gemas y alhajas encarnadas que son los tatuajes y las escarificaciones. Hablé de eso con Gaspar, quien me sorprendió trasladando inmediatamente el asunto al dominio moral con una simple frase:

– Tengo en cuenta esas cosas cuando elijo a mis hombres -me dijo-. Jamás me ha traicionado alguien que lleva tatuajes.

¡Extraña metáfora que identifica el tatuaje y la fidelidad!

¿Qué es un tatuaje? Un amuleto permanente, una joya viva que nadie puede quitarnos porque es consustancial al cuerpo. Es el cuerpo convertido en joya, y compartiendo la inalterable juventud de la joya. Me enseñaron, en la parte interior de los muslos de una niña, finas cicatrices en forma de rombos superpuestos: son «herrajes» destinados a proteger su virginidad. El tatuaje monta guardia en el umbral de su sexo. El cuerpo tatuado es más puro y está mejor defendido que el cuerpo sin tatuar. En cuanto al alma del tatuado, participa del carácter indeleble del tatuaje, que traduce a su propio lenguaje para convertirlo en virtud de fidelidad. Si un tatuado no traiciona es porque su cuerpo se lo prohíbe. Pertenece indefectiblemente al espíritu de los signos, señales y señas. Su piel es logos. El escriba y el orador poseen un cuerpo blanco y virgen como una hoja inmaculada. Con la mano y con la boca proyectan signos -escritura y palabra- en el espacio y en el tiempo. Por el contrarío, el tatuado no habla ni escribe: él mismo es escritura y palabra. Y más aún si es negro. Esta disposición de los africanos para encarnar el signo en su propio cuerpo alcanza su paroxismo con las escarificaciones en relieve. He observado el cuerpo de ciertos compañeros de Gaspar: el signo inscrito en su carne ha conquistado la tercera dimensión. La pintura se ha convertido en bajorrelieve, en escultura. En su piel, particularmente espesa y granosa, practican incisiones profundas, impiden artificialmente que los labios de la herida se cierren, y provocan la formación de ampollas córneas que luego trabajan con fuego o cuchilla, con agujas y colorantes: ocre amarillo, alheña, laterita, zumo de sandía o cebada verde, blanco de kaolín. A veces incluso meten en la herida una bola o una lámina de arcilla empapada en aceite, que permanecerá allí definitivamente después de la cicatrización. Pero me parece más elegante la técnica que consiste en sacar tiras de piel, entrelazarlas y por fin insertar esa trenza en una escarificación central, en la que quedará injertada.

La afinidad adánica y paradisíaca de esas artes corporales es evidente. La carne no se rebaja a ser una simple herramienta -una herramienta para pintar o esculpir-, sino que se santifica en la obra en la que se convierte. Sí, no me sorprendería que el cuerpo pintado y esculpido de los compañeros de Gaspar se pareciera al de Adán en su inocencia original y en su relación íntima con el Verbo de Dios. Mientras que nuestros cuerpos lisos, blancos y necesitados corresponden a la carne castigada, humillada y desterrada lejos de Dios, que es la nuestra desde la caída del hombre…

Estuvimos tres días en Hebrón. Necesitamos tres más para llegar a las puertas de Jerusalén.

A padres avaros, hijo Mecenas. Debido a que mi abuelo Belsusar, y luego mi padre Balsarar, explotaron con un encarnizamiento codicioso los escasos recursos del pequeño principado de Nippur -astilla brillante, pero ligera, del reino de Babilonia cuya descomposición se precipitó con la muerte de Alejandro-, debido a que durante sesenta y cinco años de reinado evitaron toda ocasión de gastar -guerra, expediciones, grandes obras públicas-, yo Baltasar IV, su nieto e hijo, al subir al trono me encontré dueño de un tesoro que podía satisfacer las mayores ambiciones. Las mías no aspiraban ni a las conquistas ni al fasto. Sólo la pasión de la pura y sencilla belleza inflamaba mi juventud, de lo que pretendía extraer -lo quiero aún- el sentido de la justicia y el instinto político necesarios y suficientes para gobernar a un pueblo.

La avaricia de mis padres… No veo en ella la negación de mis aficiones artísticas, del mismo modo que éstas no deben reducirse a una forma de prodigalidad. En mí siempre ha habido un ferviente coleccionista. Ahora bien, el avaro y el coleccionista constituyen una pareja que no es en modo alguno antagónica, sino que, por el contrario, está llena de afinidades, y cuya eventual concurrencia se resuelve casi siempre sin grandes conflictos. A veces, de niño, acompañaba a mi abuelo a la cámara de seguridad que había hecho construir en el corazón de su palacio, para que allí durmieran, en medio de una calma sepulcral, los tesoros del reino. Un estrecho pasillo, cortado por escalerillas empinadas y angulosas, desembocaba en un bloque de granito grande como una casa, que sólo podía moverse gracias a un sistema de cadenas y de cabrestantes situado en una estancia alejada. Era una pequeña expedición que preparaba el acceso al sanctasanctórum. Una estrecha aspillera dejaba pasar un rayo de sol que hendía la penumbra como una espada de luz. Belsusar, curvando su delgado espinazo, cuando se trataba de mover los cofres demostraba un vigor sorprendente a su edad.

Yo le veía inclinarse sobre montones de turquesas, de amatistas, de hidrófanas y de calcedonias, o hacer rodar en la palma de su mano diamantes en bruto, cuando no levantaba hacia la luz rubíes para apreciar sus aguas, o perlas para exaltar su oriente. Necesité años de reflexión para comprender que el impulso que entonces me acercaba a él se fundaba en un equívoco, pues si la hermosura de aquellas gemas y de aquellos nácares me llenaba de entusiasmo, él no veía en todo aquello más de cierta cantidad de riqueza, símbolo abstracto, y en consecuencia polivalente, que podía materializarse en una tierra, un navío o una docena de esclavos. En resumen, mientras yo me sumía en la contemplación de un objeto precioso, mi abuelo lo tomaba como punto de arranque de un proceso ascendente de sublimación que terminaba en una pura cifra.

Mi padre terminó con la ambigüedad, que puede hacer que un enamorado del arte se confunda con el avaro que se inclina sobre un cofre de pedrería, deshaciéndose, apenas subió al trono, del tesoro de la cámara de seguridad. Al principio sólo conservó monedas de oro acuñadas con efigies, procedentes de la cuenca mediterránea, del continente africano o de los confines asiáticos. Alimenté una última ilusión al enamorarme de esas monedas que halagaban mi afición por el arte del retrato, y en general la representación de un vivo o un muerto. Por el hecho de estar grabado en oro o plata, el rostro de un soberano desaparecido o contemporáneo revestía a mis ojos una dimensión divina. Pero la ilusión se desvaneció cuando esas monedas desaparecieron para ser sustituidas por abacos y por los juegos de escritura de los banqueros caldeos, con los que el rey y su ministro de Finanzas se entrevistaban regularmente. Por una irritante paradoja, la creciente avaricia y la exorbitante riqueza que ésta produce, tienen algo que ver con el desprendimiento progresivo que permite la ascesis del místico poseído por Dios. En el avaro, como en el místico, las apariencias de la pobreza disimulan una riquezas inmensa e invisible, pero, desde luego, de naturaleza muy distinta en ambos casos.

Mi ardiente vocación se situaba en el extremo opuesto de esa pobreza y de esa riqueza. A mí me gustan los tapices, las pinturas, los dibujos, las estatuas. Me gusta todo lo que embellece y ennoblece nuestra existencia, y en primer lugar la representación de la vida que nos invita a levantarnos por encima de nosotros mismos. No me gustan demasiado los motivos geométricos de las alfombras de Esmirna o de las lozas babilónicas, y la misma arquitectura me abruma con las lecciones de grandeza y de orgullosa eternidad que siempre parece estar queriendo dispensarnos. Yo necesito seres de carne y hueso, exaltados por la mano del artista.

Por otra parte, no tardé en descubrir un aspecto de mi vocación de esteta -el viaje- que aún me distinguía más de mis padres, condenados a la vida sedentaria por su tacañería. Pero, desde luego, no fue ni una guerra de Troya ni una conquista de Asia lo que me hizo salir de mi palacio natal. Me río al escribir estas líneas, hasta tal punto se empapan, sin yo quererlo, de ironía provocadora. Sí, lo confieso, no fue con la espada en la mano, sino empuñando un cazamariposas como me eché a recorrer los caminos del mundo. El palacio de Nippur no se caracteriza, ay, por sus rosales y sus vergeles. No es más que luz, cayendo en oleadas deslumbrantes, sobre blancas terrazas; en resumidas cuentas, las bodas triunfales de la piedra y del sol. Por ello no dejaba de ser delicioso descubrir en algunos amaneceres, en la balaustrada de mis aposentos, una bella mariposa irisada que se enjugaba con grandes estremecimientos el rocío nocturno. Luego la veía emprender el vuelo, navegar en la indecisión y alejarse -siempre hacia el oeste- con el aire fantástico y anguloso de un ser que tiene las alas demasiado grandes para volar bien.

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