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Barbadeoro o la sucesión

Érase una vez en la Arabia Feliz, en la ciudad de Chamur, un rey que se llamaba Nabunasar III, y que era famoso por su barba ensortijada, fluvial y dorada, a la que debía su sobrenombre de Barbadeoro. Cuidaba mucho de ella, hasta el punto de que por la noche la metía en una pequeña funda de seda, de la que sólo salía por la mañana para ser confiada a las expertas manos de una barbera. Porque conviene saber que si los barberos manejan la navaja y cortan cuidadosamente las barbas, las barberas, por el contrario, sólo utilizan el peine, la tenacilla y el vaporizador, y jamás cortan ni un solo pelo a sus clientes.

Nabunasar Barbadeoro, que en su juventud se había dejado crecer la barba sin prestarle mucha atención -y más por negligencia que de forma deliberada-, con los años atribuyó a ese apéndice de su barbilla un significado cada vez mayor y casi mágico. No andaba lejos de pensar en ella como el símbolo de su realeza, por no decir el receptáculo de su poder.

Y no se cansaba de contemplar en el espejo su barba de oro, por entre la cual introducía complacidamente sus dedos llenos de sortijas.

El pueblo de Chamur amaba a su rey. Pero el reinado duraba desde hacía más de medio siglo. Reformas urgentes eran aplazadas una y otra vez por un gobierno que, siguiendo el ejemplo de su soberano, se mecía en una satisfecha indolencia. El consejo de ministros sólo se reunía una vez al mes, y los ujieres oían a través de la puerta frases -siempre las mismas- separadas por largos silencios:

– Habría que hacer algo.

– Sí, pero evitemos toda precipitación.

– La situación no está madura.

– Demos tiempo al tiempo.

– Es urgente esperar.

Y se separaban felicitándose, pero sin haber decidido nada.

Una de las principales ocupaciones del rey era, después del almuerzo -que tradicionalmente era largo, lento y pesado-, una profunda siesta que se prolongaba hasta muy avanzada la tarde. Tenía lugar, conviene precisarlo, al aire libre, en una terraza a la que daban sombra la frondosidad de las aristoloquias.

Y resulta que desde hacía unos meses Barbadeoro ya no disfrutaba de la misma tranquilidad de ánimo. No porque las advertencias de sus consejeros o los murmullos de su pueblo hubieran conseguido turbarle. No. Su inquietud tenía un origen más alto, más profundo, en una palabra, más augusto: por vez primera, el rey Nabunasar III, al admirarse en el espejo que le tendía su barbera después de arreglarle su apéndice piloso, había descubierto un pelo blanco mezclado con el dorado brillo de su barba.

Aquel pelo blanco le sumió en abismos de meditación. O sea, pensó, que envejezco. Desde luego, era previsible, pero ahora el hecho es tan indiscutible como ese mismo pelo. ¿Qué hacer? ¿Qué no hacer? Porque tengo un pelo blanco, pero lo que no tengo es heredero. Me he casado dos veces, y ninguna de las dos reinas que se han sucedido en mi lecho ha sido capaz de dar un delfín al reino. Hay que tomar una decisión. Pero evitemos precipitarnos. Necesito un heredero, sí, tal vez adoptar un niño. Pero que se me parezca, que se me parezca enormemente. En resumen, que sea como yo en más joven, en mucho más joven. La situación no está madura. Hay que dar tiempo al tiempo. Es urgente esperar.

Repitiendo, sin saberlo, las frases habituales de sus ministros, se dormía soñando con un pequeño Nabunasar IV que se le parecía como un diminuto hermano gemelo.

Sin embargo, cierto día despertó bruscamente de su siesta con la sensación de que acababa de sufrir una intensa picadura. Se llevó instintivamente la mano a la barbilla, porque allí fue donde había notado aquella sensación. Nada. No brotaba sangre. Golpeó un gong. Hizo llamar a su barbera. Le mandó que fuese a buscar el gran espejo. Se miró en él. Un oscuro presentimiento no le había engañado: su pelo blanco había desaparecido. Aprovechando su sueño, una mano sacrílega se había atrevido a atentar contra la integridad de su apéndice piloso.

Aquel pelo, ¿había sido verdaderamente arrancado o bien se disimulaba en el espesor de su barba? Se formuló la pregunta porque al día siguiente por la mañana, cuando la barbera, después de terminar su trabajo, puso el espejo ante el rey, allí estaba, inconfundible en su blancura, que contrastaba como un filón de plata en una mina de cobre.

Aquel día Nabunasar se entregó a su siesta habitual con una turbación en la que el problema de su heredero se mezclaba confusamente con el misterio de su barba. Y estaba muy lejos de sospechar que aquellos dos interrogantes no eran más que uno, y que ambos encontrarían juntos su solución…

Apenas el rey Nabunasar III se adormeció, cuando le sacó de su sueño un vivo dolor en la barbilla. Despertó sobresaltado, pidió ayuda, hizo que le llevaran el espejo: ¡el pelo blanco había desaparecido!

Al día siguiente por la mañana había vuelto. Pero esta vez el rey no se dejó engañar por las apariencias. Hasta puede decirse que dio un gran paso hacia la verdad. En efecto, no se le escapó que el pelo, que la víspera se situaba a la izquierda y en la parte baja de la barbilla, aparecía ahora a la derecha y arriba -casi a la altura de la nariz-, de tal modo que había que sacar la conclusión, puesto que el pelo ambulante no existía, que se trataba de otro pelo blanco surgido en el curso de la noche, ya que es bien sabido que los pelos aprovechan la oscuridad para encanecer.

Aquel día, cuando se disponía a echar su siesta, el rey sabía lo que iba a suceder: apenas había cerrado los ojos cuando volvió a abrirlos al sentir una picadura en el lugar de la mejilla donde había descubierto el último pelo blanco. No mandó que le llevaran el espejo, porque estaba convencido de que otra vez acababan de depilarle.

Pero ¿quién, quién?

La cosa se producía ahora todos los días. El rey se había hecho el propósito de no dormirse bajo las aristoloquias. Fingía dormir, entornaba los ojos, dejaba filtrar una mirada torva entre los párpados. Pero uno no simula dormir sin correr el riesgo de dormirse de veras. ¡Y zas! Cuando sentía el dolor estaba profundamente dormido, y todo había terminado antes de que abriese los ojos.

Sin embargo, ninguna barba es inagotable. Cada noche uno de los pelos de oro se metamorfoseaba en cana, y ésta se le arrancaba al comienzo de la tarde siguiente. La barbera no se atrevía a decir nada, pero el rey veía su semblante arrugándose de pesar, a medida que la barba iba escaseando. Él mismo se observaba al espejo, acariciaba lo que le quedaba de barba de oro, distinguía el perfil de su mentón, que se transparentaba cada vez con mayor claridad a través de unas pilosidades ya escasas. Lo más curioso es que la metamorfosis no le desagradaba. A través de la máscara medio deshecha del majestuoso anciano, veía reaparecer -más acusados, con mayor fuerza- los rasgos del joven imberbe que había sido. Al mismo tiempo, el problema de un sucesor se hacía a sus ojos menos urgente.

Cuando ya sólo tuvo en el mentón una docena de pelos, pensó seriamente en destituir a sus ministros canosos, y tomar él mismo en sus manos las riendas del gobierno. Fue entonces cuando los acontecimientos tomaron un nuevo rumbo.

¿Fue porque sus mejillas y su mentón desnudos se habían vuelto más sensibles a las corrientes de aire? A veces le despertaba de su siesta un vientecillo fresco que se levantaba una fracción de segundo antes de que el pelo blanco de la mañana desapareciese. Y un día vio. ¿Qué fue lo que vio? Un hermoso pájaro blanco -blanco como la barba blanca que ya nunca volvería a tener-, huyendo a todo vuelo y llevándose en su pico el pelo de la barba que acababa de arrancar. Así, pues, todo se explicaba: aquel pájaro quería un nido del mismo color que su plumaje, y no había encontrado nada más blanco que ciertos pelos de la barba real.

Nabunasar se alegró de haber hecho tal descubrimiento, pero ardía en deseos de saber más. Aunque disponía de poco tiempo, pues sólo le quedaba un único pelo en la barbilla, y aquel pelo, blanco como la nieve, iba a ser la última oportunidad que tendría el hermoso pájaro de mostrarse. ¡Se concibe la emoción del rey al tenderse bajo las aristoloquias para echar aquella siesta! De nuevo había que simular el sueño, pero sin sucumbir a él. No obstante, aquel día el almuerzo había sido especialmente abundante y suculento, e invitaba a una siesta… regia. Nabunasar III luchó heroicamente contra el sopor que le invadía como unas benéficas oleadas, y para mantenerse despierto miraba con el rabillo del ojo el largo pelo blanco que salía de su mentón y ondulaba en la cálida luz. Palabra que sólo tuvo un instante de descuido, un corto instante, y volvió en sí al recibir un fuerte aletazo como una caricia en la mejilla, al tiempo que una sensación de picadura en la barbilla. Dio un manotazo, tocó algo suave y palpitante, pero sus dedos se cerraron en el vacío, y al abrir los ojos no vio más que la sombra negra del pájaro blanco a contraluz en el sol rojo, el pájaro que huía y que no volvería nunca más, porque se llevaba en el pico el último pelo de la barba del rey.

El rey se levantó furioso y estuvo a punto de convocar a sus arqueros para darles la orden de apoderarse del pájaro y entregárselo vivo o muerto. Reacción brutal e insensata de un soberano despechado. Entonces vio algo blanco que se balanceaba en el aire, acercándose al suelo: una pluma, una pluma nívea que sin duda había arrancado del pájaro al tocarlo. La pluma se posó suavemente en una baldosa, y el rey asistió a un fenómeno que le interesó prodigiosamente: la pluma, después de un instante de inmovilidad, giró sobre sí misma y dirigió su punta hacia… Sí, aquella plumita posada en el suelo giró como la aguja imantada de una brújula, pero en vez de indicar la dirección del norte, señaló la que había tomado el pájaro al huir.

El rey se agachó, recogió la pluma y la dejó en equilibrio sobre la palma de su mano. Entonces la pluma giró y se inmovilizó en la dirección sur-sudoeste, la que había elegido el pájaro para desaparecer.

Era una señal, una invitación. Nabunasar, siempre manteniendo en equilibrio la pluma en su palma, se precipitó hacia la escalera del palacio, sin responder a las muestras de respeto con que le saludaban los cortesanos y los criados con los que se cruzaba.

Por el contrario, cuando se encontró en la calle nadie parecía reconocerle. Los viandantes no podían imaginar que aquel hombre sin barba que corría vestido con un simple pantalón bombacho y una chaquetilla corta, y llevando una plumita blanca en equilibrio sobre la mano, fuese su soberano majestuoso, Nabunasar III. ¿Acaso aquel comportamiento insólito les parecía incompatible con la dignidad del rey? ¿O bien se trataba de otra cosa, por ejemplo, de un aire de nueva juventud que le hacía irreconocible? Nabunasar no se planteó la cuestión -que sin embargo era primordial-, porque estaba demasiado ocupado manteniendo la pluma sobre su palma y siguiendo sus indicaciones.

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