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Melchor, príncipe de Palmirena

Soy rey, pero soy pobre. Tal vez la leyenda haga de mí el Mago que va a adorar al Salvador y le ofrece oro. Sería una sabrosa y amarga ironía, aunque en cierto modo conforme a la verdad. Los demás tienen un séquito, criados, monturas, tiendas, vajillas. Es lo justo. Un rey no viaja sin un cortejo digno de su persona. Yo estoy solo, con la única excepción de un anciano que no se aparta de mí. Mi antiguo preceptor me acompaña después de haberme salvado la vida, pero a su edad necesita de mi ayuda más que yo de sus servicios. Hemos venido a pie desde la Palmirena, como vagabundos, sin más equipaje que un hatillo que se balancea sobre nuestros hombros. Hemos atravesado ríos y bosques, desiertos y estepas. Para entrar en Damasco llevábamos el gorro y la alforja de los buhoneros. Para hacer nuestra entrada en Jerusalén llevábamos el casquete y el bastón de los peregrinos. Porque teníamos tanto temor de nuestros compatriotas que habían salido a perseguirnos como de los sedentarios de las regiones que cruzábamos, hostiles a los viajeros que no tenían una actividad bien reconocible.

Veníamos de Palmira, que en hebreo llaman Tadmor, la ciudad de las palmeras, la ciudad rosada, construida por Salomón después de su conquista de Hama-Zoba. Es mi ciudad natal. Es mi ciudad. De ella sólo me llevé un único objeto, pero que era para mí el testimonio de mi rango y un recuerdo de familia: una moneda de oro con la efigie de mi padre, el rey Teodeno, cosida en el dobladillo de mi túnica. Porque soy el príncipe heredero de Palmirena, soberano legítimo desde la muerte del rey, que sucedió en circunstancias no poco oscuras.

Durante mucho tiempo el rey no tuvo hijos, y su hermano menor, Atmar, príncipe de Hama, junto al Orontes, que tenía una infinidad de mujeres y de hijos, se consideraba como su presunto heredero, Al menos eso fue lo que deduje de la violenta hostilidad que me manifestó siempre. Porque mi nacimiento había sido un duro golpe para su ambición. Lo cierto es que nunca se resignó a aquella jugarreta del destino. En el curso de una de sus expediciones por la orilla oriental del Eufrates, mi padre había conocido y amado a una simple beduina. Al enterarse de que iba a ser madre, la noticia le llenó de sorpresa y de alegría. Inmediatamente repudió a la reina Euforbia, y puso en el trono a la recién llegada, que supo llevar con una innata dignidad ese brusco paso de la tienda de los nómadas al palacio de Palmira. Luego he sabido que mi tío emitió acerca de mi origen dudas tan injuriosas para mi padre como para mi madre. Así se produjo una ruptura entre los dos hermanos. No obstante, Atmar no consiguió atraerse a la reina Euforbia, a la que invitó a instalarse en Hama, donde decía que iba a poner a su disposición un palacio. Sin duda esperaba encontrar en ella una aliada natural, y recoger de su boca confidencias que pudiese utilizar contra su hermano. La antigua soberana se retiró con una irreprochable dignidad, y cerró decididamente su puerta a los intrigantes. Porque el ir y venir de espías, conspiradores o simplemente oportunistas, no cesó nunca entre Hama y Palmira. Mi padre lo sabía. Después de un accidente de caza bastante sospechoso que estuvo a punto de costarme la vida a los catorce años, se limitó a hacer que me vigilaran estrechamente. Se preocupaba mucho menos por su propia vida. Y evidentemente se equivocaba. Pero nunca sabremos si el vino de Riblah, una copa del cual, medio llena, cayó de su mano cuando se desplomó como herido en pleno corazón, tuvo que ver con su súbita muerte. Cuando llegué al lugar, el líquido derramado ya no podía recogerse, y lo más extraño era que la jarra de la que procedía estaba vacía. Pero los cortesanos que yo había creído leales a la Corona, o bien apartados de los asuntos de gobierno e indiferentes a los honores, se quitaron la máscara y se manifestaron como ardientes partidarios del príncipe Atmar, es decir, opuestos a que yo accediera al trono.

Di las órdenes necesarias para las honras fúnebres de mi padre. El dolor y las disposiciones que había tenido que tomar me tenían agotado. Al día siguiente debían presentarme, con la pompa más solemne, a los veinte miembros del Consejo de la Corona, para que me confirmaran de manera oficial en mi próximo acceso a la sucesión de mi padre. Estaba yo descansando cuando, con las primeras luces del alba, Baktiar, mi antiguo preceptor, que siempre había sido para mí un segundo padre, se hizo llevar a mi presencia, y me advirtió que tenía que levantarme y huir sin tardanza. Lo que me contó desafiaba la más negra de las imaginaciones. La reina, mi madre, estaba presa. Querían a toda costa que firmase unas confesiones mentirosas, según las cuales yo era el fruto de otros amores que se suponía había tenido con un nómada de su tribu. Los conjurados amenazaban con darme muerte si se negaba a confirmar tales infamias. Sin duda, el Consejo, del cual dos tercios de sus miembros estaban comprados, iba a destronarme para dar la Corona a mi tío. Sólo huyendo podía salvar a la reina de aquel dilema que le imponían. Entonces los conjurados tendrían que dejarla en libertad, y yo estaría a salvo, aunque reducido a la mayor de las pobrezas, y careciendo hasta del derecho a usar mi nombre.

Huimos, pues, por los pasadizos subterráneos del palacio que lo comunican con la necrópolis. Pude así, debido a las circunstancias, saludar de pasada a mis antepasados, y recogerme ante la tumba preparada para mi padre, según las órdenes que yo mismo había dado unas horas atrás. Para engañar a los que nos perseguían tomamos la dirección que en apariencia era la menos lógica. En vez de huir hacia el este, en dirección a Asiria, donde hubiéramos podido refugiarnos -pero no teníamos ninguna posibilidad de llegar al Eufrates antes de que nos alcanzaran-, nos dirigimos hacia poniente, en dirección a Hama, la ciudad de mi peor enemigo. Dos días después, tendido entre el argayo de una peñas, vi pasar el cortejo de mi tío Atmar, que se dirigía a Palmira. Comprendí que se había puesto en camino aun antes de conocer la decisión del Consejo, hasta tal punto tenía la anticipada certeza de cuál iba a ser. Tanta prisa me permitió medir la magnitud de la traición de la que yo era víctima.

Vivíamos de la mendicidad, y esta terrible prueba en cierto modo me enriqueció, sobre todo haciéndome conocer a mi propio pueblo bajo un aspecto diametralmente opuesto a aquél bajo el cual hasta entonces le había entrevisto. En ocasiones yo había presidido los repartos de víveres entre los indigentes de Palmira. Con la inconsciencia de mí edad, yo representaba a la ligera ese papel aparentemente halagador y fácil de bienhechor generoso que se acerca, con las manos llenas, a la miseria de los más necesitados. Y ahora, convertido en mendigo, era yo quien llamaba a las puertas y tendía mi gorro a los viandantes. ¡Admirable y benigna inversión! Al comienzo no podía apartar de mi mente la idea de la atroz injusticia de la que era víctima, ni pensar que el rico al que imploraba para comer, era mi súbdito, y en principio yo tenía poder, tan sólo haciendo chascar mis dedos, para enviarle a las minas o hacer que su cabeza rodara por el serrín. Y algo de esos sombríos pensamientos que se agitaban dentro de mí debían de manifestarse en mi rostro. Algunos, a quienes el desdén volvía distraídos, me daban o me rechazaban sin mirarme. Otros, enojados al ver mi cara, me aparcaban en silencio, o me dirigían unas palabras de reproche: «Te veo muy orgulloso para ser un mendigo», o bien: «No doy nada a los perros que muerden». A veces incluso oía un consejo no poco cínico: «¡Si eres tan fuerte, cógelo en vez de pedirlo!, o: «A tu edad y con esos ojos, deberías hacerte salteador de caminos, en vez de mendigar a la puerta de los templos». Comprendí que la realeza unida a la necesidad sin duda tiende más a hacer un bandido que un pordiosero, pero el rey, el bandolero y el mendigo tienen algo en común, se sitúan al margen del trato ordinario de los hombres, y no aceptan nada por medio del intercambio o el trabajo. Estas reflexiones, añadidas al recuerdo del reciente golpe de Estado del que había sido víctima, me permitían descubrir la precariedad de esas tres condiciones, y pensaba que tal vez un día se instaure un orden social en el que ya no habrá lugar ni para un rey, ni para un bandolero ni para un mendigo.

Jerusalén, y la visita que hicimos al rey Herodes el Grande iban a dar a mis reflexiones otras cuestiones en qué pensar y otro curso.

Desde que murió mi padre, el tiempo parecía correr a una velocidad anormal, con saltos brutales, metamorfosis fulminantes, convulsiones. Una de esas convulsiones fue la que me produjo el descubrimiento de Jerusalén. Habíamos ascendido por las colinas de Samaria en compañía de un judío de estricta observancia a quien sólo el miedo a los animales feroces y a los bandidos había podido mover a buscar la compañía de unos extranjeros, unos impuros, unos bárbaros como nosotros. Las oraciones que no dejaba de mascullar le proporcionaban un excelente pretexto para no decir nada a nadie.

Súbitamente, al llegar a la cima de un desnudo otero, vimos que se quedaba inmóvil, y, con los brazos en cruz para impedir que le adelantáramos, se sumió en un largo silencio. Por fin, dijo por tres veces en lo que parecía un éxtasis: «¡La Santa! ¡La Santa! ¡La Santa!».

Era cierto. Jerusalén estaba allí, ante nuestros ojos, al pie del monte Scopus en el que estábamos. Yo veía por primera vez una ciudad más grande y más poderosa que mi Palmira natal. ¡Pero qué diferencia entre el palmeral rosado y verde del que yo venía y la metrópolis del rey Herodes! Lo que abarcábamos era un desorden de terrazas, de cubos y de murallas embutido en un recinto con almenas hostiles como los dientes de una trampa. Y toda aquella ciudad, surcada por callejuelas y escaleras oscuras, estaba bañada en una luz uniformemente gris, y de ella se elevaba, junto con escasas humaredas, un rumor triste mezclado con gritos de niños y ladridos de perros, un rumor hubiérase dicho que también gris. Aquel amasijo de casas y edificios estaba limitado al este por una mancha de color verde pálido, ceniciento, el monte de los Olivos, y más lejos por los confines áridos y fúnebres del valle de Josafat; al oeste por un túmulo pelado, el monte del Gólgota; al fondo, por el caos de tumbas y de grutas de la Guehena, un abismo que se ahonda y se hunde hasta seiscientos pies por debajo de la ciudad.

Al acercarnos pudimos distinguir tres masas imponentes que aplastaban con sus muros y sus torres el hervidero de casas. Eran de una parte el palacio de Herodes, amenazadora fortaleza de piedras sin tallar, en el centro el palacio de los Asmoneos, más antiguo y de un orgullo menos ostentoso, y sobre todo, hacia levante, aquel tercer templo judío, aún sin terminar, prodigioso edificio, ciclópeo, babilónico, de una majestad grandiosa, verdadera ciudad sagrada en el seno de la ciudad profana, cuyas columnatas, pórticos, atrios y escaleras monumentales se elevaban progresivamente hasta el santuario, punto culminante del reino de Yahvé.

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