EL BUEY
El asno es un poeta, un literato, un charlatán. El buey no dice nada. Es un rumiante, un meditativo, un taciturno. No dice nada, pero eso no quiere decir que no piense. Reflexiona y recuerda. Imágenes inmemoriales flotan en su cabeza, pesada y maciza como una roca. La más venerable viene del antiguo Egipto. Es la del Buey Apis. Nació de una ternera virgen a la que fecundó un trueno. Lleva una media luna en la frente y un buitre sobre el lomo. Bajo su lengua está oculto un escarabajo. Le alimentan en un templo. Después de eso, ¿verdad?, un pequeño dios nacido en un establo de una doncella y del Espíritu Santo no va a sorprender a un buey.
Recuerda. Se ve a sí mismo como novillo. En el centro del cortejo formado para la fiesta de las cosechas en honor de la diosa Cibeles, se adelanta, coronado de racimos de uva, escoltado por jóvenes vendimiadoras y viejos Silenos panzudos y encarnados.
Recuerda. Los trabajos negros de otoño. El lento trabajo de la tierra hendida por la reja del arado. Su hermano de labor sujeto al mismo yugo que él. El establo cálido y humeante.
Sueña con la vaca. El animal-madre por excelencia. La suavidad de su vientre. Los tiernos cabezazos del ternerillo contra ese cuerno de la abundancia vivo y generoso. Las arracimadas ubres de color rosa, de donde brota la leche.
El buey sabe que es todo eso, y que su masa tranquilizadora y firme ha de velar por el parto de la Virgen y el nacimiento del Niño.
EL ASNO DICE
Que mi pelo blanco no os engañe, dice el asno. Antes yo era negro como el azabache, sin más que una estrella clara en la testera, una estrella, signo evidente de mi predestinación. Todavía hoy conservo mi estrella, pero ya no se ve, porque todo el pelaje ha blanqueado. Es como los astros del cielo nocturno, que se borran en la palidez del alba. Así, la edad avanzada ha dado a todo mi cuerpo el color de mi estrella frontal, y también en eso quiero ver un signo, la señal evidente de una especie de predestinación.
Porque soy viejo, muy viejo, debo de tener cerca de cuarenta años, lo cual para un asno es fantástico. Quizá sea incluso el decano de los asnos. Sería otro signo.
Me llaman Kadi Chuya. Y eso merece una explicación. Desde mi más tierna edad, mis amos no han podido permanecer insensibles al aire de sabiduría que me distinguía de los demás asnos. En mi mirada había algo grave y sutil que impresionaba. De ahí el nombre de Kadi que me dieron, porque todo el mundo sabe que entre nosotros un kadi es a un tiempo un juez y un religioso, es decir, un hombre doblemente ilustre por su sabiduría. Pero, desde luego, yo no era más que un asno, el más humilde y el más maltratado de los anímales, y sólo podían darme ese nombre venerable de Kadi disminuyéndolo con otro nombre que fuera ridículo. Y éste fue Chuya, que quiere decir pequeño, mezquino, despreciable. Kadichuya, el sabio que no es nada, llamado por sus amos tan pronto Kadi como, más frecuentemente, Chuya, según su humor en aquel momento. *
Yo soy un asno de pobres. Durante mucho tiempo he presumido de serlo. Porque tenía por vecino y confidente un asno de ricos. Mi amo era un modesto labrador. Su campo linda con una hermosa propiedad. Un comerciante de Jerusalén iba allí con los suyos para estar más frescos en las semanas más calurosas del verano. Su asno se llamaba Yaul, un animal soberbio, casi dos veces más grande que yo, con el pelaje de un gris casi perfectamente uniforme, muy claro, fino como la seda. Había que verlo salir enjaezado de cuero rojo y de terciopelo verde con su silla de cañamazo, sus anchos estribos de cobre, agitando borlas y haciendo tintinear cascabeles. Yo hacía como que juzgaba ridículos esos arreos de carnaval. Sobre todo me acordaba de los sufrimientos que le habían infligido en su infancia para hacer de él una montura de lujo. Lo había visto chorreando sangre, porque acababan de esculpirle con navaja en plena carne las iniciales y la divisa de su amo. Vi sus orejas cruelmente cosidas por las puntas, para conseguir que luego se mantuvieran muy erguidas, como cuernos, en tanto que las mías caían lamentablemente a derecha y a izquierda de mi cabeza, y las patas fuertemente ceñidas por vendas, para que fuesen más finas y más rectas que las de los asnos ordinarios. Los hombres son así, hacen sufrir aún más a lo que prefieren y a aquello de lo que están más orgullosos, que a lo que detestan o desprecian.
Pero Yaul gozaba de importantes compensaciones, y había una secreta envidia en la conmiseración que yo creía poder manifestar para con él. En primer lugar comía todos los días cebada y avena en un pesebre muy limpio. Y sobre todo estaban las yeguas. Para comprenderlo bien hay que empezar por medir el insoportable orgullo que sienten los caballos respecto a los asnos. No basta con decir que nos miran con altivez. La verdad es que no nos miran, para ellos no existimos, como creen que no existen los ratones o las cochinillas. En cuanto a la yegua, bueno, para el asno es el no va más, la gran dama altanera e inaccesible. Sí, la yegua es el desquite mayor y sublime que puede tomarse el asno de ese majadero que es el caballo. Pero, ¿cómo es posible que un asno rivalice con el caballo en su propio terreno, hasta el punto de birlarle la hembra? Lo que pasa es que el destino tiene muchos recursos, y ha inventado el privilegio más sorprendente y más extravagante del pueblo de los asnos, y la clave de ese privilegio se llama el mulo. ¿Qué es un mulo? Es una montura seria, segura y sólida (y ya puestos a alinear adjetivos calificativos en ese, podría añadir silenciosa, sensata, solvente, pero sé que he de vigilar mi excesiva afición a las palabras). El mulo es el rey de los senderos arenosos, de las cuestas escabrosas, de los vados de los ríos. Tranquilo, imperturbable, incansable, anda…
Pero, ¿cuál es el secreto de tantas virtudes? Pues que ignora los desórdenes del amor y las turbaciones de la procreación. El mulo nunca tiene muletos. Para hacer un muleto se necesita un papá asno y una mamá yegua. Ésta es la razón de que algunos asnos -y Yaul era de esos-, elegidos como padres de muletos (éste es el título más prestigioso de nuestra comunidad), reciben yeguas por esposas.
Yo no soy excesivamente indinado al sexo, y sí tengo ambiciones son de otra clase. Pero he de confesar que algunas mañanas, el espectáculo de Yaul volviendo de sus proezas ecuestres, agotado y borracho de placer, me hacía dudar de la justicia de la vida. Claro que la vida no me trataba a cuerpo de rey.
Siempre apaleado, insultado, abrumado por cargas más pesadas que yo mismo, alimentado con cardos -¡ah, esa idea de los hombres de que a los asnos les gustan los cardos!-. ¡Que nos den una vez, una sola vez, trébol y cereales, para que podamos ver la diferencia! Y cuando se acerca el final, los obsesionantes cuervos cuando, vencidos por el cansancio, esperaremos junto a una zanja que la muerte misericordiosa venga a poner término a nuestros sufrimientos. Los obsesionantes cuervos, sí, porque vemos una gran diferencia entre los buitres y los cuervos, cuando estamos cerca del último momento. Porque los buitres sabed que sólo atacan a los cadáveres. No hay nada que temer de ellos mientras os quede un soplo de vida: misteriosamente avisados, esperan a una respetuosa distancia. Mientras que los cuervos, esos demonios, se precipitan sobre un moribundo, y lo destrozan cuando aún vive, empezando por los ojos…
Esas son cosas que hay que saber para comprender mi estado de ánimo, en aquel comienzo de invierno, cuando me encontraba con mi amo en Belén, un pueblo grande de la Judea. Toda la provincia era un constante ir y venir de gente, porque e! Emperador había ordenado que se censara la población, y todos tenían que hacerse inscribir con los suyos en el lugar del que procedían. Belén no es más que una aldea en lo alto de una colina cuyas laderas están adornadas con terrazas y jardincillos que sostienen murales de piedra. En primavera y en un período ordinario, debe de estar bien vivir aquí, pero a comienzos del invierno y en medio del tumulto del censo, yo echaba mucho de menos mi establo de Djela, el pueblo del que veníamos. Mi amo había tenido la suerte de encontrar un lugar para mi ama y los dos niños en una gran posada que hormigueaba de gente. Al lado del edificio principal había una especie de granero donde debían de guardar los provisiones. Entre las dos casas, una estrecha calleja que no llevaba a ninguna parte había sido cubierta por unas vigas sobre las cuales se habían echado brazadas de juncos, formando una especie de techo de bálago. Bajo tan precario abrigo se había puesto un pesebre y una cama de paja para los animales de los clientes de la posada. Allí me ataron al lado de un buey al que acababan de desenganchar de una carreta. He de deciros que siempre he sentido horror por los bueyes. Desde luego esos animales carecen de malicia, pero por desgracia el cufiado de mi amo posee uno, y cuando llega el tiempo de la labranza los dos hombres se ayudan el uno al otro, y nos enganchan juntos en el arado, a pesar de la prohibición formal de la ley. 8 Ahora bien, la ley es muy sabia, porque, podéis creerme, no hay nada peor que trabajar en semejante compañía. El buey tiene su andar -que es lento-, su ritmo, que es continuo. Tira con su cuello. El asno -como el caballo-tira con la grupa. Precipita su esfuerzo, trabaja a sacudidas vigorosas. Obligarle a ir junto a un buey es atarle una bola al pie, quebrantar toda su energía, ¡y no tiene tanta!
Pero aquella noche no se trataba de la labranza. Los viajeros que el posadero había rechazado habían invadido el granero. Yo ya supuse que no nos dejarían tranquilos durante mucho tiempo. En efecto, pronto un hombre y una mujer se deslizaron en nuestro improvisado establo. El hombre, una especie de artesano, era de edad avanzada. Había armado mucho alboroto contando a todo el mundo que tenía que hacerse censar en Belén porque pertenecía a la descendencia del rey betlemita David por una cadena de veintisiete generaciones. Se le reían en la cara. Más le hubiera valido, para encontrar un refugio, alegar el estado de su jovencísima esposa, que parecía agotada y además encinta. Juntó la paja del suelo y el heno de los pesebres para confeccionar entre el buey y yo un lecho improvisado en el que hizo recostar a la joven.
Poco a poco todo el mundo fue encontrando su lugar, y los ruidos fueron cesando. A veces la joven gemía quedamente, y así nos enteramos de que su marido se llamaba José. El la consolaba lo mejor que podía, y así nos enteramos de que ella se llamaba María. No sé cuántas horas pasaron, porque yo debí de dormirme. Al despertar noté que se había producido un gran cambio, no sólo en aquel lugar, sino en todas partes, y hasta hubiérase dicho que en el cielo, del que nuestra pobre techumbre dejaba ver centelleantes luces. El gran silencio de la noche más larga del año había caído sobre la tierra, y hubiérase dicho que retenía sus fuentes y e¡ cielo sus soplos para no turbarlo. Ni un solo pájaro en los árboles. Ni un zorro en los campos. Entre la hierba ni un ratón campesino. Las águilas y los lobos, codo lo que posee pico y garras, habían establecido una tregua y velaban, con la panza hambrienta y la mirada fija en la oscuridad. Hasta las luciérnagas y los gusanos de luz ocultaban su resplandor. El tiempo se había borrado en una eternidad sagrada.