Y bruscamente, en un momento, se produjo un acontecimiento formidable. Un estremecimiento de alegría irreprimible recorrió el cielo y la tierra. Un rumor de alas innombrables demostró que nubes de ángeles mensajeros se lanzaban en toda direcciones. La paja que nos cubría quedó iluminada por la deslumbrante luz de un cometa. Se oyó la risa cristalina de los arroyos y la majestuosa de los ríos. En el desierto de Judá un leve temblor de la arena cosquilleó los costados de las dunas. Una ovación que ascendía de los bosques de terebintos se mezcló con los aplausos ahogados de los buhos. La naturaleza entera exultaba.
¿Qué había pasado? Casi nada. Se había oído, saliendo de la cálida sombra de la paja un ligero grito, y desde luego aquel grito no era ni del hombre ni de la mujer. Era el dulce vagido de un niño pequeñísimo. Al mismo tiempo una columna de luz apareció en medio del establo, el arcángel Gabriel, el ángel de la guarda de Jesús, ya estaba allí, y en cierto modo tomaba la dirección de las operaciones. Además, la puerta no tardó en abrirse, y se vio entrar a una de las criadas de la posada vecina, que llevaba apoyado en la cadera un lebrillo de agua tibia. Sin vacilar, se arrodilló y bañó al niño. Luego lo frotó con sal, a fin de fortalecerle la piel, y una vez envuelto en pañales, lo tendió a José, quien se lo puso sobre las rodillas, señal de reconocimiento paternal.
Había que admitir que Gabriel había sido muy eficaz. ¡Ah, sin faltar al respeto que se debe a un arcángel, puede decirse que desde hacía un año Gabriel había ido con la lengua fuera! Fue él quien anunció a María que iba a ser madre del Mesías. Él fue quien disipó los recelos del buen José. Más tarde convenció a los Reyes Magos para que no fueran a informar a Herodes, y además organizó la huida a Egipto de la pequeña familia. Pero no anticipemos acontecimientos. Por ahora hace de mayordomo, organiza las alegres pompas en estos lugares sórdidos que él transfigura, como e! sol transforma la lluvia en arco iris. Fue en persona a despertar a los pastores de los campos más próximos, a los que, hay que admitirlo, al principio les dio un buen susto. Pero riendo para tranquilizarles, les anunció la hermosa, la gran noticia, y les convocó en el establo. ¿En un establo? ¡Era algo muy sorprendente, pero también reconfortante para aquellas personas tan sencillas!
Cuando empezaron a acudir, Gabriel les agrupó en semicírculo, y les ayudó a acercarse, uno tras otro, para presentar sus saludos y ofrecer sus felicitaciones, con una rodilla en tierra. Y no era poco tener que pronunciar unas frases para aquellos silenciosos que no solían hablar más que a su perro o a la luna. Dejaban ante el pesebre productos de su trabajo, leche cuajada, quesitos de cabra, manteca de oveja, y también aceitunas de Caígala, frutos de sicómoro, dátiles de Jerícó, pero ni carne ni pescado. Hablaban de sus humildes miserias, epidemias, suciedad, animales malolientes, y Gabriel les bendecía en nombre del Niño, y les prometía ayuda y protección.
Ni carne ni pescado, hemos dicho. Sin embargo, uno de los últimos pastores se presentó con un pequeño carnero de cuatro meses que llevaba echado a través de la nuca. Se arrodilló, dejó su regalo en medio de la paja, y luego se puso en pie irguiéndose con toda su estatura. La gente de la comarca reconoció a Silas el Samaritano, un pastor, sí, pero también una especie de anacoreta que gozaba de una reputación de sabiduría entre los humildes. Vivía completamente solo con sus perros y sus animales en una caverna de la montaña de Hebrón. Se sabía que no había bajado en vano de sus desoladas alturas, y cuando el arcángel le hizo una señal pata que tomase la palabra, todo el mundo prestó oídos:
– Señor -comenzó-, hay quien dice de mí que vivo retirado en la montaña porque odio a los hombres. No es verdad. No ha sido el odio a los hombres, sino el amor a los animales lo que ha hecho de mí un solitario. Pero quien ama a sus animales ha de protegerlos de la maldad y de la avidez de los hombres. Es cierto que no soy un criador ordinario que vende su ganado en el mercado. Yo no vendo ni mato a mis animales. Ellos me dan su leche. Con ella hago nata, manteca y quesos. No vendo nada. Uso esos dones según mis necesidades. Doy lo demás -la mayor parte- a los indigentes. SÍ esta noche he obedecido al ángel que me ha despertado y me ha señalado la estrella, es porque sufro dentro de mí corazón una gran revuelta, no sólo contra los usos de mi sociedad, sino, lo cual es más grave, contra los ritos de mí religión. ¡Ay, las cosas se remontan a un período muy antiguo, casi al origen de los tiempos, y para que todo eso cambiara se necesitaría una revolución muy profunda! ¿Será esta noche? Es lo que he venido a preguntarte.
– Será esta noche -le aseguró Gabriel.
– Remontémonos, pues, en primer lugar, al sacrificio de Abraham. Para probarle, Dios le ordena que sacrifique en holocausto a su único hijo, Isaac. Abraham obedece. Sube con el niño a una de las montañas de la tierra Moria. El niño se sorprende: llevan la leña para la hoguera, el fuego y el cuchillo, ¿pero dónde está el animal que ha de ser sacrificado? La leña, el fuego, el cuchillo… ¡Estos son, Señor, los atributos malditos del destino del hombre!
– Habrá otros -dijo muy sombrío Gabriel, que pensaba en los clavos, en el martillo, en la corona de espinas.
– Luego Abraham prepara una hoguera, ata a Isaac y le tiende sobre una piedra plana que hace las veces de altar. Y levanta su cuchillo sobre la blanca garganta del niño.
– Entonces -le interrumpió Gabriel-, aparece un ángel y detiene su brazo. ¡Era yo!
– Sin duda, buen ángel -siguió diciendo Silas-, pero Isaac nunca se recuperó del miedo que sintió al ver que su propio padre levantaba un cuchillo sobre él. Y el brillo azulado de la hoja le dañó los ojos, hasta el punto de que durante toda la vida tuvo mala vista, e incluso se volvió completamente ciego al final, lo cual permitió a su hijo Jacob engañarle y suplantar a su hermano Esaú. Pero no es eso lo que me preocupa. ¿Por qué no podíais quedaros en ese infanticidio evitado? ¿Era necesario que corriese la sangre? Tú, Gabriel, proporcionaste a Abraham un joven carnero que fue sacrificado y quemado en holocausto. ¿Es que aquella mañana Dios no podía prescindir de una muerte?
– Admito que el sacrificio de Abraham fue una revolución fallida-dijo Gabriel-. La repetiremos. -Además -siguió diciendo Silas-, podemos remontarnos más lejos en la Historia Sagrada y sorprender, como si dijéramos en su fuente, la secreta pasión de Jehová. Recuerda a Caín y a Abel. Los dos hermanos hacían sus devociones, y cada uno de ellos ofrecía en oblación productos de sus trabajos. Caín, como era labrador, sacrificaba frutos y cereales, mientras que el pastor Abel ofrecía corderos y su grosura. Pero Jehová rechazaba las ofrendas de Caín y se complacía en las de Abel. ¿Por qué? ¿Por qué motivo? Sólo veo uno: ¡porque Jehová detesta las hortalizas y adora la carne! ¡Sí, el Dios al que adoramos es decididamente carnívoro!
»Y como a tal le honramos. El Templo de Jerusalén en su esplendor y su majestad, la sede del Poder divino actuante… ¿sabes que algunos días chorrea y humea de sangre fresca igual que un matadero? El altar de los sacrificios es un bloque colosal de piedras no pulimentadas, que en sus ángulos tiene como unos cuernos, con regueras para evacuar la sangre de los animales. En algunas ceremonias, los sacerdotes, transformados en matarifes, matan rebaños enteros. Bueyes, carneros, machos cabríos, e incluso nubes enceras de palomas, sufren en estos lugares las convulsiones de la agonía. Los despedazan en mesas de mármol, mientras sus entrañas se arrojan a una hoguera cuya humareda envenena toda la ciudad. Te diré que algunos días, cuando el viento sopla del norte, esos hedores llegan hasta mi montaña, y siembran el pánico en mi rebaño.
– Has hecho bien al venir esta noche a velar y a adorar al Niño, Silas el Samaritano -le dijo Gabriel-. Las quejas de tu corazón amigo de los animales serán escuchadas. Te he dicho que el sacrificio de Abraham fue una revolución fallida. El Hijo no tardará en volver a ser ofrecido en holocausto por el mismo Padre. Y te juro que esta vez ningún ángel detendrá su mano. A partir de ahora en todo el mundo, y hasta el más pequeño de los islotes de tierra emergida, y a cada hora del día hasta el fin de los tiempos, la sangre del Hijo se derramará sobre los altares para la salvación de los hombres. A este niño recién nacido al que ves dormir sobre la paja, el buey y el asno pueden calentarlo con su aliento, porque en verdad es un cordero, y desde ahora será el único cordero sacrificial, el Cordero de Dios que será el único inmolado por los siglos de los siglos.
Puedes irte en paz, Silas, y llevarte como símbolo de vida el carnero joven que has dejado aquí. Más feliz que el de Abraham, podrá testimoniar en tu rebaño que desde ahora la sangre de los animales no volverá a verterse en los altares de Dios.
Después de este discurso angélico hubo una pausa de recogimiento que pareció ser como un vacío ante la terrible y magnífica transformación que anunciaba. Cada cual a su modo y según sus fuerzas, trataba de imaginar lo que serían los nuevos tiempos. Entonces estalló un formidable chirrido de cadenas y de garruchas herrumbrosas, una risa sollozante, torpe y grotesca: era yo, era el rebuzno ensordecedor del asno del pesebre. Sí, qué le vamos a hacer, se me había acabado la paciencia, ya no podía aguantar más. Una vez más era evidente que se olvidaban de nosotros, porque había escuchado atentamente todo lo que habían dicho, y no había oído nada referente a los asnos.
Todo el mundo se rió, José, María, Gabriel, los pastores y el sabio Silas, y e! buey, que no había entendido nada, hasta el Niño, que pataleó alegremente con sus cuatro miembrecitos en su cuna de paja.
– Desde luego -dijo Gabriel-, no olvidaremos a los asnos. Es verdad que los sacrificios sagrados no van con ellos. Ningún sacerdote recuerda que alguna vez se haya visco inmolar a un asno en un altar. ¡Sería demasiado honor para vosotros, humildes borricos! No obstante, ¡qué mérito el vuestro, abrumados por cargas, apaleados, heridos, hambrientos! No creáis que vuestras miserias escapan a los ojos de un arcángel. Por ejemplo, Kadí Chuya, veo claramente esa herida profunda y purulenta que se abre detrás de tu oreja izquierda, y sufro contigo, pobre mártir, cuando tu amo hurga en ella, día tras día, con su aguijada, para que el dolor reanime tus fuerzas desfallecientes.
Entonces el arcángel tendió un dedo luminoso hacia mi oreja izquierda, e inmediatamente aquella herida profunda y purulenta que había sabido ver se cerró, y hasta se cubrió con una callosidad dura y espesa que ninguna aguijada conseguiría nunca penetrar. De golpe, sacudí mis crines con entusiasmo, lanzando al aire un rebuzno victorioso.