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– Sí, amables y modestos compañeros de trabajo de los hombres -siguió diciendo Gabriel-, tendréis vuestra recompensa en la gran historia que empieza esta noche, y será triunfal.

»Un día, un domingo -que se llamará Domingo de Ramos o Pascua Florida- el Señor desatará en el pueblo de Betania, cerca del Monte de los Olivos, una asna acompañada de su pollino. Los apóstoles echarán un manto sobre el lomo del pollino -que nadie habrá montado aún-, y Jesús montará en él. Y el Señor hará una entrada solemne en Jerusalén, por la Puerta Dorada, la puerta más hermosa de la ciudad. Un pueblo alborozado aclamará al profeta de Nazaret a los gritos de ¡Hosanna al Hijo de David!, y el pollino pisará una alfombra de palmas y de flores dispuesta por la gente sobre el empedrado. La madre trotará detrás del cortejo, rebuznando para decir a todos: "¡Es mi pequeño, es mi pequeño!", porque nunca una asna se habrá sentido tan orgullosa.

Así por vez primera alguien había pensado en nosotros, los asnos, alguien se había preocupado por nuestros sufrimientos de hoy y nuestras alegrías de mañana. Pero para eso se había necesitado nada menos que un arcángel que acababa de bajar del cielo. De este modo yo me sentía rodeado, adoptado por la gran familia de Navidad. Ya no era el solitario incomprendido. ¡Qué noche más hermosa hubiéramos podido pasar así todos juntos en medio del calor de nuestra común y santa pobreza! ¡Y que buen desayuno hubiéramos podido tomar después de habernos levantado tarde!

¡Ay! Los ricos siempre tienen que meterse en todo. Los ricos son verdaderamente insaciables, quieren poseerlo todo, hasta la pobreza. ¿Quién hubiera podido imaginar que aquella familia miserable, instalada entre un buey y un asno, llamaría la atención de un rey? ¡Qué digo un rey! Tres reyes, auténticos soberanos venidos, además, de Orienre, en medio de un lujo ostentoso de criados, cabalgaduras y baldaquines.

Los pastores se habían retirado, y había vuelto a hacerse el silencio sobre aquella noche incomparable. Y de pronto un gran tumulto llena las callejas del pueblo. Todo un tintineo de frenos, estribos, armas, la púrpura y el oro brillante a la luz de las antorchas, órdenes y llamadas en lenguas salvajes, y sobre todo la silueta insólita de animales venidos de los confines del mundo, halcones del Nilo, lebreles de caza, loros verdes, caballos divinos, camellos del lejano sur. ¿Y por qué no elefantes en esta comitiva?

Al principio se agolpan por curiosidad. Semejante despliegue nunca se había visto en una aldea de Palestina. ¡Puede decirse que los ricos no han reparado en gastos para robarnos nuestra Navidad! Pero en resumidas cuentas es demasiado, es excesivo. Se van, se refugian en sus casas atrancadas, o se dispersan por los campos y colinas. Porque, ya es sabido, la gente modesta como nosotros no puede esperar nada bueno de los poderosos. Es mejor para ellos permanecer a distancia. Por una limosna que cae aquí o allá, ¿cuántos golpes de fusta no recibe un villano o un asno que se cruza en el camino de un príncipe?

Así lo supo ver mi amo. Despertado por la escandalera, recoge sus trastos y se abre paso hasta nuestro improvisado establo. Mi amo es decidido, pero no gasta muchas palabras en explicarse. Sin abrir la boca me desata, y salimos de aquel pueblo, decididamente muy agitado, antes de la entrada de los reyes.

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