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Herodes el Grande

Herodes se rió varias veces mientras escuchaba ese cuernecillo, y todos los ministros y cortesanos se rieron dócilmente con él, de tal modo que la atmósfera estaba muy calmada, y Sangali se sentía tranquilo acerca de sus orejas. Saludaba inclinándose hasta el suelo y para dar las gracias hacía sonar un acorde en su laúd cada vez que una bolsa caía a sus pies. Cuando se alejó, una amplia sonrisa iluminaba su sonrosado rostro.

Pero la risa sienta mal a Herodes. Su cuerpo, torturado por las pesadillas y las enfermedades, no soporta esa clase de espasmo. Agarrado al triclinio, se encorva hacia el suelo embaldosado en una convulsión dolorosa. Todos acuden en su ayuda, aunque en vano. De forma irresistible, se deslizan suposiciones en las mentes: ¿Y si el déspota se muriese? ¡Qué herencia caótica iba a dejar tras él, con sus diez mujeres y sus hijos dispersos por los cuatro extremos del mundo! La sucesión… Aquél había sido el asunto impuesto a Sangali por el propio rey. Lo cual prueba que no dejaba de pensar en ello. Ahora abre la boca y jadea con los ojos cerrados. Una arcada le sacude. Vomita sobre las baldosas una mezcla que evoca lo esencial del festín. No pueden ponerle un lebrillo bajo la boca. Sería insultar la majestad de aquel vómito real del que nadie tiene el derecho de desviar la mirada. Alza un rostro lívido, veteado de verde e inundado de sudor. Quiere hablar. Hace un ademán para que se reúnan en semicírculo en torno a su lecho. Emite un sonido inarticulado. Vuelve a empezar. Por fin se distinguen unas palabras en el amasijo sonoro que sale de sus labios.

– Soy rey-dice-, pero me siento moribundo, solitario y desesperado. Ya lo habéis visto: no puedo conservar ningún alimento. Mi estómago está tan enfermo que rechaza todo lo que mi boca le envía. Y además tengo hambre. ¡Me muero de hambre! Tiene que haber quedado guiso, medio buitre, pepinos con cidra, o uno de esos liros engordados con manteca de cerdo gracias a los cuales los judíos burlan la ley mosaica. ¡Dios, que me den de comer!

Los criados, muertos de miedo, acudieron precipitadamente con cestos de pasteles, platos llenos, bandejas chorreantes de salsa.

– ¡Y si sólo fuera el estómago! -sigue diciendo Herodes-, Pero todas mis entrañas arden como el infierno. Cuando me agacho para vaciar las tripas, suelto un icor de pus y de sangre en el que se agitan los gusanos. Sí, lo que me queda de vida no es más que un aullido de dolor. Pero me aferró a ella con rabia, porque no tengo a nadie que pueda sucederme. Este reino de Judea que yo he hecho y al que he llevado en mis brazos desde hace casi cuarenta años, al que he dado la prosperidad gracias a una era de paz sin ejemplo en la historia humana, ese pueblo judío que rebosa talento, pero execrado por los demás pueblos a causa de su orgullo, de su intolerancia, de su soberbia, de la crueldad de sus leyes, esa tierra que he cubierto de palacios, de templos, de fortalezas, de quintas, ay, bien veo que todo eso, esos hombres y esas cosas están condenados a un naufragio lamentable, por falta de un soberano que tenga mi vigor y mi genio. ¡Dios no dará a los judíos un segundo Herodes!

Calló largo rato, con la cabeza inclinada hacia el suelo, de tal manera que sólo se veía su tiara con la triple corona de oro, y cuando volvió a levantar el rostro, los invitados descubrieron con terror que estaba bañado en lágrimas.

– Gaspar de Meroe, y tú, Baltasar de Nippur, y tú también, pequeño Melchor, que te escondes bajo una librea de paje, detrás del rey Baltasar, a vosotros me dirijo, porque sois los únicos dignos de oírme en medio de esta corte en la que sólo veo generales felones, ministros prevaricadores, consejeros vendidos y cortesanos que conspiran. ¿Por qué esta corrupción en torno a mí? Toda esa chusma dorada tal vez fue honrada en un principio, o, en cualquier caso, ni mejor ni peor que el resto de la humanidad. Pero, ya lo veis, el poder corrompe. ¡He sido yo, el todopoderoso Herodes, a pesar mío, a pesar de ellos, quien ha hecho traidores de todos esos hombres! Porque mi poder es inmenso. Hace cuarenta años que trabajo encarnizadamente reforzándolo y perfeccionándolo. Mi policía está en todas partes, y algunas noches yo mismo condesciendo a visitar disfrazado los garitos y los lupanares de la ciudad, para oír lo que allí se dice. A todos vosotros mi mirada os atraviesa como si fuerais de cristal. Baltasar, lo sé todo acerca del saqueo de tu Balthazareum, y si quieres la lista de los culpables, la pongo a tu disposición. Pues en aquellas circunstancias demostraste una deplorable blandura. Había que castigar, Dios, castigar sin piedad, y en vez de eso has dejado que encanecieran tus cabellos.

»Amas la escultura, la pintura, el dibujo, las imágenes. Yo también. Te entusiasma el arte griego. A mí también. Te enfrentas con el estúpido fanatismo de un clero iconoclasta. Yo también. Pero escucha la historia del Águila del Templo.

»Este tercer templo de Israel, que es con mucha diferencia el más grande y el más hermoso de todos, es la coronación de mi vida. A costa de enormes sacrificios, he realizado una obra de la que ninguno de mis predecesores asmoneos había sido capaz de hacer. Tenía derecho a esperar de mi pueblo, y especialmente de los fariseos y del clero, una gratitud total. Sobre el frontón de la puerta grande del Templo he puesto con las alas abiertas un águila de oro de seis codos de envergadura. ¿Por qué este emblema? Porque en veinte pasajes de las Escrituras aparece como, símbolo de poderío, de generosidad, de fidelidad. Y también porque es el signo de Roma. La tradición bíblica y la majestad romana, esos dos pilares de la civilización, se celebraban así a la vez, y la posteridad no podrá negar que su hermanamiento fue el objeto de toda mi política. Ya veis, las circunstancias de este asunto son imperdonables. Yo me encontraba en el último grado del sufrimiento y de la enfermedad. Mis médicos me habían enviado a Jericó para someterme allí a una cura de baños calientes y sulfurosos. Un día, nadie sabe porqué, empieza a correr por Jerusalén el rumor de mi muerte. Inmediatamente, dos doctores fariseos, Judas y Matatías, reúnen a sus discípulos y les explican que hay que destruir este emblema, porque es una imagen que viola el segundo mandamiento del Decálogo, una representación del Zeus griego y un símbolo de la presencia romana. Al mediodía, cuando el atrio de los gentiles hormiguea de gente, dos jóvenes trepan al tejado del Templo; con la ayuda de unas cuerdas, se deslizan hasta la altura del frontón de la puerta, y allí, a fuerza de hachazos, destruyen el águila de oro. jAy de ellos, pues Herodes el Grande no había muerto, ni mucho menos! Los guardianes del Templo y los soldados intervienen. Detienen a los profanadores y a los que les inducían a serlo. En total, unos cuarenta hombres. Hago que me los lleven a Jericó para interrogarles. El proceso se desarrolla en el gran teatro de la ciudad. Asisto a él, tendido en unas angarillas. Los jueces dan su veredicto: los dos doctores son quemados vivos en público, los profanadores son decapitados.

»¡Ya ves, Baltasar, cómo un rey que rinde culto a las artes ha de defender las obras maestras!

»En cuanto a ti, Gaspar, sé más que tú acerca de tu Biltina y del granuja que la acompaña. Cada vez que estrechabas en tus brazos a tu hermosa rubia, uno de mis agentes estaba oculto detrás de un tapiz de tu alcoba, bajo tu lecho, y me enviaba un informe al día siguiente por la mañana. Y tu negligencia es, si ello es posible, más culpable aún que la de Baltasar. ¡Hay que ver! Esa esclava te engaña, te escarnece, te ridiculiza ante los ojos de todos, ¡y dejas que siga viviendo! ¿Dices que estabas enamorado de su blanca piel? ¡Pues bien, había que arrancársela! Te enviaré especialistas que depellejan maravillosamente a los cautivos, arrollando su piel en ramas de avellano.

»A ti, Melchor, te juzgo inmensamente cándido al haber querido introducirte en mi capital, en mi palacio, y hasta junto a mi mesa, bajo una falsa identidad. ¿En qué caravana crees estar? Has de saber que ni un detalle de tu huida de Palmira, con tu preceptor, ha escapado al conocimiento de mis espías, ni una sola de vuestras etapas, y hasta las palabras que habéis intercambiado con viajeros… que estaban a sueldo mío. Yo podía haberte avisado de lo que preparaba tu tío Atmar para el día siguiente de la muerte del rey, tu padre. No lo hice. ¿Por qué? Porque las leyes de la moral y de la justicia no se aplican en el dominio del poder. ¿Quién sabe si tu tío -que es traidor y criminal a los ojos de todos, convengo en ello- no será un soberano mejor, más benéfico para su pueblo, y sobre todo mejor aliado del rey Herodes, de lo que hubieras sido tú mismo? ¿Quería matarte? Tenía razón. La existencia en el extranjero del heredero legal del trono que él ocupa es intolerable. Para serte franco, me decepcionó al cometer el error inicial de dejar que escaparas. ¡Qué importa! He tomado la decisión de no intervenir en este asunto, no intervendré. Puedes ir y venir por Judea, estoy decidido a no ver oficialmente más que tu disfraz de Narciso del rey Baltasar. Pero abre bien los ojos y los oídos, tú que has perdido un trono y sueñas con reconquistarlo. Aprende de mi espectáculo la terrible ley del poder. ¿Qué ley? ¿Cómo formularla? Consideremos la posibilidad que acabo de evocar: os aviso a tu padre el rey Teodemo y a ti mismo que el príncipe Atmar lo tiene todo dispuesto para hacer que te asesinen apenas se produzca la muerte del rey. La revelación tal vez sea verdadera, tal vez falsa. Es imposible, ¿me oyes?, imposible comprobarlo. Es un lujo que tu padre y tú no os podéis permitir. Hay que actuar, y aprisa. ¿Cómo? Anticipándoos. Haciendo asesinar a Atmar. Ésta es la ley del poder: ser el primero en matar a la menor duda. Yo siempre me he atenido estrictamente a eso. Ley terrible, que ha creado un macabro vacío en torno a mí. El resultado, pues bien, es doble, si quieres considerar mi vida. Soy el rey de Oriente más antiguo, el más rico, el más benéfico para su pueblo. Y al mismo tiempo soy el hombre más desdichado del mundo, el amigo más traicionado, el marido más escarnecido, el padre más desafiado, el déspota más odiado de la historia.

Calla por unos instantes, y cuando vuelve a hablar lo hace con una voz casi inaudible que obliga a los invitados a prestar mucha atención.

– El ser de este mundo a quien he amado más se llamaba Mariamna. No hablo de la hija del sumo sacerdote Simón, con la que me casé en terceras nupcias por la simple razón de que también se llamaba Mariamna. No, me refiero a la primera, a la única mujer de mi vida. Yo era ardoroso y joven. Iba de triunfo en triunfo. Cuando el drama estalló acababa de resolver en beneficio mío la situación más diabólicamente embrollada que he conocido jamás.

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