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Entramos en la ciudad por la Puerta de Benjamín, y en seguida nos vimos arrastrados por una oleada humana en la que se advertía una excepcional expectación. Baktiar preguntó cuál era la causa de esa fiebre. No, no era una fiesta, ni el anuncio de una guerra, ni la preparación de una boda principesca lo que provocaba tal agitación. Era la llegada de dos visitantes reales, el uno procedente del sur, el otro de la Caldea, y que después de haber recorrido juntos el último trecho del camino, desde el Hebrón, ocupaban con sus séquitos todas las posadas y viviendas disponibles que había en Jerusalén, antes de ser recibidos por Herodes.

Estas noticias causaron en mí una gran turbación. Desde mi más tierna infancia, yo había sido criado en la admiración y el horror por el rey Herodes. Forzoso es decir que desde hacía treinta años en todo Oriente no se hablaba más que de sus maldades y de sus proezas, y sólo se oía el grito de sus víctimas y el estruendo de su fanfarrias victoriosas. Amenazado por todas partes y sin más defensa que mi oscuridad, hubiese sido una temeridad loca ponerme en las manos del tirano. Mi padre siempre se había mantenido a prudente distancia de tan temible vecino. Nadie hubiera podido reprocharle alguna manifestación de amistad o de hostilidad respecto al rey de los judíos. Pero, ¿y mi tío Atmar? ¿Se lo había ocultado todo a Herodes para que así tuviera que aceptar los hechos consumados? ¿O se había asegurado al menos su benévola neutralidad antes de recurrir a la fuerza? Yo nunca hubiera podido pensar que me iba a refugiar en Jerusalén en calidad de delfín desposeído, teniendo que pedir ayuda y protección a Herodes. En el mejor de los casos me haría pagar muy caro el menor de los servicios que me prestase. En el peor me entregaría al usurpador a cambio de lo que le interesase.

Por eso, cuando Baktiar me informó de la presencia de aquellos dos reyes extranjeros y de sus séquitos en la capital de la Judea, lo primero que se me ocurrió fue quedar al margen de todo aquel zafarrancho diplomático. Aunque muy a pesar mío, desde luego, pues la terrible y grandiosa reputación de Herodes y la pompa de los viajeros, ambos venidos de los confines de la Arabia Feliz, prometían hacer de su entrevista un acontecimiento de incomparable suntuosidad. Mientras yo aparentaba ser juicioso e indiferente -llegando a hablar incluso de abandonar la ciudad sin tardanza para estar más seguros-, mi viejo maestro leía en mi cara como en un libro abierto la enfadosa pesadumbre que me causaba aquella renuncia a la que me obligaba mi infortunio.

Pasamos la primera noche en una caravanera miserable que albergaba más animales que hombres -éstos al servicio de aquellos-, y mi profundo sueño no impidió que advirtiera la ausencia de Baktiar durante varias horas. Reapareció cuando empezaba a clarear. ¡Mi querido Baktiar! Aprovechó bien aquella noche, gastando tesoros de ingenio para arrancarme al dilema en el que me veía sufrir desde la mañana. Sí, asistiría a la entrevista de los reyes. Pero disimulado bajo una falsa identidad, de tal modo que Herodes no pudiera servirse de mí. Mi antiguo maestro había tropezado con un primo lejano que pertenecía al cortejo del rey Baltasar, que venía del principado de Nippur, en la Arabia Feliz. Gracias a su intervención, Baktiar fue recibido por el rey, a quien expuso la situación en la que nos encontrábamos. Mi juventud iba a permitirle que me hiciera pasar verosímilmente por un joven príncipe que iba con él bajo su protección en calidad de paje. Éstas son cosas que suelen hacerse, y en resumidas cuentas, si a mi padre se le hubiese ocurrido, yo hubiese pasado una temporada muy provechosa en la corte de Nippur. El séquito de Baltasar era lo suficientemente numeroso y brillante como para que yo pasara inadvertido, sobre todo con las ropas de paje que Baktiar me entregó de parte del rey. A Baktiar le parecía que, en el fondo, al viejo soberano de Nippur no dejaba de divertirle aquella pequeña mixtificación. Además, tenía fama de ser un hombre jovial, amigo de las letras y de las artes, y en su comitiva, según se comentaba maliciosamente, había más bufones e histriones que diplomáticos y sacerdotes.

Mi edad y mis desdichas me inclinaban a un estado de ánimo más bien grave, poco adecuado para comprender y amar a aquel hombre. La adolescencia suele tachar a la edad madura de frivolidad. La bondad de Baltasar, su generosidad y sobre todo el extraordinario encanto que sabía dar a todas las cosas, barrieron mis prevenciones. En un abrir y cerrar de ojos me vi vestido de púrpuras y de seda, e incorporado a una juventud dorada que brillaba con la hermosura animal que proporciona una inmemorial riqueza. La felicidad, transmitida de generación en generación, confiere una aristocracia incomparable, hecha de inocencia, de gratuidad, de aceptación espontánea de todos los dones de la vida, y también de una secreta dureza, que asusta cuando la descubrimos, pero que multiplica infinitamente la seducción. Aquellos jóvenes parecían formar una especie de sociedad cerrada, cuyo emblema era una flor de narciso blanca. En la corte incluso se les solía llamar los Narcisos. Algunos de ellos gozaban de un prestigio superior por haberse educado en Roma, pero el colmo de la exquisitez era haber vivido en Atenas -a pesar de la decadencia de la Hélade-, hablar griego y sacrificar a los dioses del Olimpo. Al principio me parecieron muy despreocupados. No sin escándalo, comprendí poco a poco que, por el contrario, con una especie de provocación apenas deliberada, ponían una extremada gravedad en empresas que para mí eran inconcebiblemente fútiles: música, poesía, teatro, cuando no concursos de fuerza o de belleza.

La mayor parte de ellos tenía mi misma edad. Su felicidad evidente hacía que me parecieran mucho más jóvenes que yo. Me acogieron con una afabilidad y una discreción acerca de mis orígenes que demostraban haber sido aleccionados. Nos hospedaron suntuosamente en el ala oriental del palacio. Desde las tres terrazas, dispuestas como los peldaños de una escalera inmensa, podía verse, más allá de las herbosas colinas de la Judea, la blancura de las casas de Betania, y, más lejos aún, la superficie de acero azulado del mar Muerto, que parecía hundido como en un hoyo. En la terraza inferior disponíamos de un jardín colgante con algarrobos de racimos encarnados, tamariscos de rosadas espigas, laureles con corimbos color granate, y variedades desconocidas para mí, que procedían de lejanas tierras de África o de Asia.

Más de una vez tuve ocasión de conversar a solas con el anciano rey de Nippur, cuando sus Narcisos querían divertirse y explorar los problemáticos recursos de la ciudad, y nos dejaban solos a los dos. Me interrogaba con bondad y curiosidad acerca de mi niñez, mi adolescencia, y acerca de las costumbres de las gentes de Palmira. Se asombraba de la sencillez, por no decir la rudeza, de nuestros usos, y parecía ver en ellos -estableciendo unas relaciones que yo no alcanzaba a entender del todo- el origen fatal de mi desdicha. ¿Creía verdaderamente que una vida más refinada hubiera puesto a la corte de mi padre al abrigo de las intrigas de mi tío? Comprendí poco a poco que para él el culto del lenguaje bello y de las cosas hermosas, cuando era el ejemplo que daba el soberano, debía influir en todos los estratos de la población, desde luego inspirando virtudes menos nobles, pero esenciales para la conservación del reino, como el valor, el desinterés, la lealtad, la honradez. Por desgracia, un fanatismo oscurantista suscitaba entre sus vecinos y en su propio reino un furor iconoclasta que convertía estas virtudes en todo lo contrario. Creía que, de haber podido -como lo deseaba ardientemente- formar a su alrededor una pléyade de poetas, de escultores, de pintores y de dramaturgos, la irradiación de ese núcleo social hubiera sido beneficiosa para el más modesto peón de albañil, para el último boyero de su reino. Pero todas sus iniciativas de gran mecenas chocaban con la hostilidad vigilante de un clero ferozmente hostil para con las imágenes. Esperaba de sus Narcisos que constituyesen, al adquirir autoridad, un cuerpo aristocrático lo bastante fuerte como para oponerse a los elementos tradicionalistas de su capital. Pero aún estaba lejos de haber ganado la partida. La irradiación de Roma y de Atenas se pierde en un horizonte lejano que obstruye el reino de Judea, áspero y hostil. Creí comprender que un motín fomentado en su ausencia por el sumo sacerdote Cheddad, había terminado con el saqueo de sus colecciones de tesoros artísticos. Aquel atentado, que parece haberle hecho sufrir mucho, sin duda tuvo algo que ver con su partida.

Entre sus compañeros hice amistad con un joven artista babilonio al que parecía amar más aún que a sus propios hijos. Asur posee manos verdaderamente mágicas. Charlamos, sentados al pie de un árbol. Entre sus dedos aparece una pella de barro. Distraídamente, la amasa sin mirarla siquiera. Y como si se hubiese hecho a sí misma, de pronto surge una figurita. Es un gato dormido, enroscado, una flor de loto abierta, una mujer en cuclillas, con las rodillas a la altura del mentón. De tal modo que cuando estoy con él no pierdo de vista sus manos para observar el milagro que está produciéndose. Asur no tiene ni las responsabilidades ni la filosofía del rey Baltasar. Dibuja, pinta y esculpe como una abeja fabrica su miel. Sin embargo, no es mudo, ni mucho menos. Sólo que cuando habla de su arte siempre dice algo que está directamente relacionado con una obra concreta y como si ella se lo dictase.

Así en cierta ocasión le vi terminar un retrato de mujer. No era ni joven ni hermosa ni rica, todo lo contrario. Pero tenía un brillo en los ojos, en la débil sonrisa, en todo su rostro.

– Ayer -me contó Asur- me encontraba cerca de la fuente del Profeta, la que alimenta una pobre noria y mana de una manera parsimoniosa e intermitente, de tal forma que a menudo se aglomera la gente, cuando el agua se decide a brotar límpida y fresca. Y entre los últimos había un anciano tullido que no tenía la menor posibilidad de llenar el cubilete de palastro que tendía tembloroso hacia el brocal. Entonces una mujer que acababa de llenar un ánfora a costa de grandes esfuerzos, se le acercó para compartir su agua con él.

»No es nada. Un gesto de amistad ínfima en una humanidad miserable en la que se realizan todos los días acciones sublimes y atroces. Pero lo inolvidable fue la expresión de esa mujer a partir del momento en que vio al anciano, y hasta que se alejó de él, después de darle el agua. Ese rostro lo llevé en mi memoria con fervor, y luego, recogiéndome para conservarlo vivo en mí durante el mayor tiempo posible, hice este dibujo. Eso es todo. ¿Qué es? Un fugitivo reflejo de amor en una existencia muy dura. Un momento de gracia en un mundo implacable. El instante tan raro y tan precioso en el que el parecido lleva y justifica la imagen, según la expresión de Baltasar.

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