Calló, como para dejar que esas oscuras palabras penetraran en mí, y luego añadió, dándome su dibujo:
– Mira, Melchor, yo he visitado los monumentos de la arquitectura egipcia y los de la estatuaria griega. Los artistas que realizaron esas obras maestras debían de estar inspirados por los dioses, y sin duda ellos mismos eran semidioses. Es un mundo que está bañado por una luz de eternidad, y en el que no se puede entrar sin sentirse en cierta manera muerto. Sí, nuestros pobres cuerpos febriles y famélicos no deberían estar ni en Gizeh ni en la Acrópolis. Y estoy completamente de acuerdo en que si esos cuerpos nunca fueran más que!o que son, ningún artista, a no ser que fuese un pervertido, estaría justificado celebrándolos. Pero a veces está… eso -volvió a coger su dibujo-, el reflejo, la gracia, la eternidad anegada en la carne, íntimamente mezclada con la carne, transverberando la carne. Y, mira, hasta hoy nunca ningún artista ha pensado en recrearlo según sus medios de expresión. Reconozco que es una revolución importante la que espero. Incluso me pregunto si es posible concebir una más profunda que ésta. Por eso estoy lleno de paciencia y de comprensión frente a las oposiciones y persecuciones de que son víctimas los artistas. Sólo hay una ínfima esperanza de lograrlo, pero vivo gracias a esta esperanza.
Esperamos diez días antes de poder ver al rey Herodes por vez primera, pero su presencia opresiva nos rodeaba desde que llegamos. Aunque aquel palacio era inmenso, y su personal innumerable, ni por un instante pudimos olvidar que estábamos en el cubil de una terrible fiera, y que estaba allí, muy cerca, que respiraba el mismo aire que nosotros, que nosotros respirábamos, noche y día, su aliento cálido. A veces se veía correr a unos hombres, resonaban gritos, unas puertas giraban sobre sus goznes, una caracola convocaba a los soldados: el monstruo invisible se movía, y su gesto se propagaba en ondas formidables que debían alcanzar hasta los confines del reino. A pesar de las comodidades, aquella estancia hubiera sido insoportable de no estar sostenidos por una ardiente curiosidad, constantemente mantenida y exacerbada por todo lo que nos contaban acerca de su pasado y de su presente.
Herodes el Grande estaba entonces en el septuagésimo cuarto año de su vida, y en el trigésimo séptimo de su reinado, un reinado que desde el primer momento había estado bajo el signo de la violencia y del crimen. Una de las maldiciones originales que pesaban sobre él era la de que aquel rey de los judíos -el mayor que tenían entonces- no era judío, y siempre había sido rechazado por una parte de su propio pueblo, la más influyente y la más duramente intolerante. Su familia era oriunda de la Idumea, una provincia meridional y montañosa, recién conquistada e incorporada al reino de Judea por Hircán I. Para los judíos de Jerusalén, los idumeos, aquellos hijos de Esaú convertidos a viva fuerza al judaísmo, seguían siendo unos bárbaros, groseros, mal circuncidados, siempre sospechosos de paganismo. Que uno de ellos se sentara en el trono de Jerusalén era una provocación inconcebible y blasfema. Herodes sólo había podido convertirse en el sucesor de David y de Salomón a fuerza de adular a los romanos, de quienes era la hechura, y casándose con Mariamna, nieta de Hircán II y último descendiente de los Macabeos. Este matrimonio, al principio inesperado, providencial para el idumeo, no tardó mucho en ser para él una pesada carga, porque nunca dejó de parecer un aventurero a los ojos de sus suegros, de su mujer e incluso de sus propios hijos, todos de origen más noble que él. Con Herodes todo termina siempre en un baño de sangre. Esta inferioridad imborrable -que Mariamna no dejaba nunca de recordarle- él la ahogaba en una serie de ejecuciones y crímenes de los que nadie escapaba, y que le convertía en el único amo del reino, frente al odio de su propio pueblo, que permanecía fiel a la dinastía de los Macabeos.
Por otra parte, Herodes no se toma la menor molestia para no herir la susceptibilidad de los judíos integristas. Viaja por todo el mundo mediterráneo, adquiriendo sobre todas las cosas criterios cosmopolitas, universales. Envía a sus hijos a estudiar a Roma. Es aficionado a las artes, a los juegos, a las fiestas. Quisiera hacer de Jerusalén una gran ciudad moderna. Construye en ella un teatro dedicado a Augusto. La adorna con parques, fuentes, palomares, canales, un hipódromo. A los judíos les repugnan tales innovaciones sacrílegas. Acusan a su rey de volver a introducir en Jerusalén las costumbres que Amíoco Epífanes -de execrada memoria- había admitido, y que habían conseguido desterrar después de un siglo de rigorismo. Herodes no los tiene en cuenta. Subvenciona indiferentemente templos, termas, vías triunfales de Ascalón, Rodas, Atenas, Esparta, Damasco, Antioquía, Berito, Nicópolis, Acre, Sidón, Tiro, Biblos. En todas partes hace grabar el nombre de César. Restablece los Juegos Olímpicos. Ofende a los judíos restaurando magníficamente Samaria, destruida por los Macabeos, y Cesárea, conquistadora de Jerusalén y futura sede de los gobernadores romanos de Palestina. Colmo del escarnio, paga a los actores, a los gladiadores y a los atletas con moneda judía, esas monedas sin efigie que llevaban en una de sus caras las palabras Herodes rey, y en la otra un cuerno de la abundancia.
Sin embargo, este último emblema es merecido, pues aunque los ambientes tradicionalistas de Jerusalén son acérrimos adversarios de Herodes, es apreciado por una burguesía enriquecida cuyos hijos, educados al estilo grecorromano, se exhiben desnudos, con un prepucio reconstituido, 5 en los gimnasios que financia la Corona. Pero sobre todo son los judíos del campo y los del extranjero los que se felicitan por la apertura de Herodes. Las comunidades israelitas de Roma se benefician de las excelentes relaciones que el rey mantiene con el Emperador. En cuanto a las provincias de Palestina, conocen un período de paz y de prosperidad sin precedentes. Los montes y los valles de la Judea alimentan inmensos rebaños de corderos que en invierno se aprovechan de una innovación de origen romano: el forraje de alfalfa. La cebada, el trigo candeal y la vid se dan en abundancia en la roja tierra de Palestina. La higuera, el olivo y el granado casi no necesitan que se les dedique ningún esfuerzo. Las guerras y las revueltas habían lanzado a los caminos a toda una población de campesinos desarraigados. Herodes les arrendó sus propias tierras. Las tierras bajas de Jericó, artificialmente regadas, se convirtieron así en explotaciones agrícolas modélicas. Salomón se había especializado en la exportación de armas y de carros de combate. Herodes sabe sacar hábilmente beneficios de la sal de Sodoma, de los asfaltos del mar Muerto, de las minas de cobre de Chipre, de las maderas preciosas del Líbano, de la alfarería de Betel, del benjuí que producen los bosques balsameros arrendados a la reina Cleopatra, y que, después de su muerte, fueron donados por el emperador Augusto. La completa sumisión de Herodes al emperador tiene como consecuencia que en Judea no se ve ni un soldado romano. Aunque respeta escrupulosamente la prohibición de hacer la guerra -ni siquiera defensiva-, posee un ejército de mercenarios galos, germanos y tracios, y una guardia personal brillante, reclutada tradicionalmente en la Galacia. Y si no puede hacer uso de estos soldados más allá de sus fronteras, puede decirse, ay, que no les da tregua en el interior del reino, e incluso en el seno de su propia familia.
Pero la gran empresa del reinado de Herodes, y también la cuestión más grave que le enfrentó con el pueblo judío, fue la reconstrucción del Templo.
Había habido dos templos en Jerusalén. El primero, construido por Salomón, fue saqueado por Nabucodonosor, y destruido por completo unos años después. El segundo, más modesto, era recordado por los judíos con veneración, a pesar de su pobreza y de su vetustez, porque conmemoraba el retorno del Destierro, y materializaba el renacimiento de Israel. Éste fue el que se encontró Herodes al acceder al poder, y el que decidió demoler para reconstruirlo. Desde luego, al principio los judíos se opusieron a tal proyecto. No dudaban de que Herodes sería capaz, después de destruir el antiguo templo, de romper su promesa de reconstruirlo. Pero supo apaciguarlos, y acabaron por convencerse de que si el idumeo estaba dispuesto a acometer una empresa tan inmensa era para expiar sus crímenes, piadosa ilusión que el rey se guardó mucho de disipar.
Inmensa, en efecto, porque movilizó a dieciocho mil obreros, y aunque la consagración hubiera podido celebrarse menos de diez años después del comienzo de los trabajos, éstos aún distan de haberse concluido, y-como el templo y palacio están contiguos- aún podemos asistir al ir y venir de las cuadrillas de trabajadores, y al estruendo que causan. Por otra parte, hay que convenir en que estas obras ciclópeas armonizan perfectamente con la atmósfera de terror y de crueldad que reina en el palacio. Los martillazos se mezclan con los latigazos, los juramentos de los obreros se confunden con los gemidos de los torturados, y cuando se ve evacuar un cadáver, nunca se sabe si se trata de la víctima de algún suplicio o de un cantero al que ha aplastado un bloque de granito. Raras veces, creo yo, la grandeza y la ferocidad se han visto más estrechamente hermanadas.
Herodes parece haber hecho una cuestión de honor de su triunfo sobre la desconfianza de los judíos. Para llevar a buen fin los trabajos relativos a los lugares sagrados del Templo, hizo que enseñaran a cortar los sillares, así como las labores de albañilería, a sacerdotes que trabajaban revestidos con sus ornamentos. Y ni un solo día se interrumpió el servicio divino, porque nunca se demolía nada sin haber reconstruido antes suficientemente. Y diré que el nuevo edificio es de proporciones grandiosas, y no me cansaría de pormenorizar su esplendor. Sólo quisiera evocar el «atrio de los paganos», vasta explanada rectangular que tiene una anchura de quinientos codos» 6 en la que la gente se pasea, conversa, compra a los mercaderes que allí despliegan sus cestos, y que es comparable al Agora de Atenas o al Foro romano. Todo el mundo puede ir a refugiarse de la lluvia y del sol bajo los pórticos con columnas y techumbres de cedro que bordean el atrio, sin más condiciones que llevar un calzado limpio, no ir armado, ni siquiera de bastón, y no escupir en el suelo. En medio se alza el Templo propiamente dicho, conjunto de rellanos superpuestos el más elevado de los cuales es el Santo de los Santos, en el que no se entra bajo pena de muerte. Su portada de metal macizo está rodeada de vides de oro, con racimos cada uno de los cuales es tan alto como un hombre. Está defendido por un velo de tela babilonia bordada de jacintos, de hilo fino, escarlata y púrpura, símbolos del fuego, de la tierra, del aire y del mar, y que figuran un mapa del cielo. Quisiera evocar finalmente la techumbre, que limita una balaustrada de mármol blanco calado, y formada por láminas de oro con brillantes pinchos, cuyo fin es alejar a los pájaros.