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– Nunca meditaremos demasiado los primeros renglones del Génesis -dijo-. Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza. ¿Por qué estas dos palabras? ¿Qué diferencia hay entre la imagen y la semejanza? Sin duda la semejanza comprende todo el ser -cuerpo y alma-, mientras que la imagen sólo es una máscara superficial y tal vez engañosa. Durante todo el tiempo que el hombre siguió tal como Dios lo hizo, su alma divina transverberó su máscara de carne, de tal forma que era puro y simple como un lingote de oro. Entonces la imagen y la semejanza proclamaban a la vez una sola y única declaración de su origen. Hubiera podido prescindirse de dos palabras diferentes. Pero cuando el hombre desobediente pecó, cuando intentó por medio de mentiras escapar a la severidad de Dios, desapareció la semejanza que tenía con su creador, sólo quedó su rostro, una imagen engañosa, recordando como a pesar suyo un origen lejano, renegado, escarnecido, pero no borrado. Se comprende así la maldición que pesa sobre la figuración del hombre por la pintura y la escultura: estas artes se hacen cómplices de una impostura celebrando y difundiendo una imagen sin semejanza. Movido por un celo fanático, el clero persigue las artes figurativas, y destruye las obras, hasta las más sublimes, del genio humano. Cuando le interrogan responde que así será mientras la imagen envuelva una desemejanza profunda y secreta. Tal vez algún día el hombre caído sea redimido y regenerado por un héroe o un salvador. Entonces su restaurada semejanza justificará su imagen, y los artistas pintores, escultores y dibujantes podrán ejercer su arte, que habrá recobrado su dimensión sagrada…

Mientras seguía el curso de esta meditación, yo bajé los ojos hacia la tierra recién removida, y como las palabras de imagen y semejanza resonaban insistentemente en mis oídos, busqué en aquella gleba la huella de un hombre, la de Baltasar, la de Biltina, la mía tal vez. Enmudeció y guardó un recogido silencio. Entonces recogí un puñado de tierra, y tendiendo al rey mi mano abierta le dije:

– Te ruego que te pronuncies, señor Baltasar: esta tierra con la que se modeló a Adán, según tú ¿es blanca?

– ¿Blanca? ¡Claro que no! -exclamó con una franqueza que me hizo sonreír-. Si quieres que te dé mi impresión, más bien me parece negra. Aunque fijándose bien tiene un matiz pardo-rojizo, y eso me recuerda que Adán significa en hebreo tierra ocre.

Había dicho más de lo que yo necesitaba para sentirme satisfecho. Acerqué el puñado de tierra a mi propia cara.

– Negra, parda, roja, ocre, dices. Pues bien, ¡mira y compara! ¿Es que acaso el rostro de Adán no tuvo que ser según la imagen -no hablemos de la semejanza, porque sólo estamos hablando del color- de la cara de tu primo, el rey de Meroe?

– ¿Adán negro? ¿Por qué no? No lo había pensado, pero nada impide suponer tal cosa. ¡Pero cuidado! Eva fue formada a partir de la carne de Adán. ¡O sea que a un Adán negro corresponde una Eva negra! ¡Qué curioso! Nuestra mitología, con sus imágenes inmemoriales, se resiste a las agresiones de nuestra imaginación y de nuestra razón. Acepto lo de Adán, pero a Eva sólo me la puedo imaginar blanca.

¡Pero aun yo! No solo blanca, sino rubia, con la nariz impertinente y la boca infantil de Biltina… Y Baltasar, mientras me arrastraba hasta nuestra gran caravana común en la que se mezclaban caballos y camellos, formuló una pregunta que para él no era más que una divertida paradoja, pero que para mí tenía un alcance incalculable:

– ¿Quién sabe -dijo- si el sentido de nuestro viaje no es una exaltación de la negritud?

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