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– Asur y yo volveremos a Nippur para llevar la buena noticia. Sabremos convencer al pueblo, pero también a los sacerdotes, y en primer lugar al viejo Cheddad, por muy endurecido que esté en sus rígidos dogmas: la imagen está salvada, el rostro y el cuerpo del hombre ya pueden celebrarse sin idolatría.

»Voy a reconstruir el Balthazareum, pero ya no para coleccionar en él vestigios del pasado grecolatino. No, serán obras modernas, las que encargaré como un rey Mecenas a mis artistas, las primeras obras maestras del arte cristiano…

– El arte cristiano -repitió pensativamente el príncipe Taor-. ¡Qué extraña asociación de palabras, y qué difícil es imaginar la creación futura!

– Pues no tiene nada de sorprendente. Imaginar una obra ya es empezar a crearla. Y lo mismo que tú, yo no imagino más, porque la sucesión de los siglos vírgenes se abre como un abismo ante mis pies. Salvo, quizá, la primera de esas obras, la primera pintura cristiana, la que nos afecta y nos concierne a todos aquí…

– ¿Y qué será esa primera pintura cristiana?

– La Adoración de los Magos, tres personajes cargados de oro y de púrpura que vienen de un Oriente fabuloso para prosternarse de un miserable establo ante un niño recién nacido.

Hubo un silencio durante el cual Gaspar y Melchor se unieron a la visión de Baltasar. Los siglos venideros les parecían una inmensa galería de espejos en los que se reflejaban los tres, cada vez en la interpretación de una época de genio distinto, pero siempre reconocibles, un joven, un anciano y un negro de África.

Después la visión se borró, y Taor se volvió hacia el más joven.

– Príncipe Melchor -le dijo-, te siento próximo a mí por la edad. Además, tu tío te ha desposeído de tu reino, y yo no estoy seguro de que mí madre me deje reinar algún día. Por eso escucharé con atención fraternal tu relato sobre la noche de Belén.

– La de Belén -se apresuró a corregir Melchor con la fogosidad de su edad-, pero antes la noche de Jerusalén, porque estas dos etapas de mi destierro son inseparables.

»Yo salí de Palmira con ideas simples sobre la justicia y el poder. Había, según imaginaba, dos clases de soberanos, los buenos y los malos. Mi padre, Teodemo, era el prototipo del buen rey. Mi tío, Atmar, que había intentado asesinarme y se había apoderado de mi reino, era el tirano. Mi línea de conducta quedaba así trazada muy recta ante mí: buscar apoyos, aliados, reunir un ejército, reconquistar con la espada en la mano el reino de mi padre y naturalmente castigar al usurpador. En una sola noche -la del banquete de Herodes- todo ese hermoso programa cambió por completo. ¡A todos los príncipes que se preparan para gobernar haría yo que les leyesen la vida de Herodes! ¡Qué ejemplo! ¡Qué lección! Qué imagen contradictoria da ese soberano justo, pacífico y discreto, bendecido por los campesinos, los artesanos, toda la gente humilde de su reino, gran constructor, hábil diplomático, y que es, detrás de las paredes de su palacio, un déspota asesino, torturador, infanticida, un loco sanguinario. Y no es una casualidad o una coincidencia histórica lo que reúne en una misma cabeza las dos caras de ese Jano Bifronte. Es una fatalidad que exige que cada bendición que desciende sobre el pueblo se pague con una abominación perpetrada en el seno de la corte. Con Herodes descubrí que la violencia y el miedo son ingredientes inexorables del reino terrenal. Y no sólo la violencia y el miedo, sino una lepra del carácter temiblemente contagiosa que se llama bajeza, doblez y traición. Te diré, príncipe Taor, que por haber compartido un solo banquete con el rey Herodes y su corte, hemos quedado ya inficionados Gaspar, Baltasar y yo mismo…

– ¿Inficionados los tres de bajeza, de doblez y de traición? Habla, príncipe Melchor, quiero oír eso, y que tus compañeros aquí presentes te contradigan si mientes.

– Es un secreto horrible, y lo llevaré toda la vida sangrando y supurando en mi corazón, porque no acierto a imaginar qué es lo que podría curarlo. ¡Este es, y, en efecto, que mis compañeros me escupan a la cara si miento!

»Al llegar a la corte, cuando hablamos de nuestra estrella y de nuestra búsqueda, el rey Herodes, después de consultar con sus sacerdotes, nos señaló Belén como el objeto de nuestro viaje, en virtud de un versículo del profeta Miqueas que dice: "Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ciertamente la más pequeña entre los príncipes de Judá, porque de ti saldrá un jefe que apacentará a mi pueblo Israel". 1 0 A las tres preguntas de las que somos respectivamente portadores, añadió la de su propia sucesión, que le tortura en el umbral de su muerte. También a ésta, nos dijo, Belén ha de responder. Y nos encargó, como plenipotenciarios suyos, reconocer a ese sucesor, honrarle, y luego regresar a Jerusalén a fin de decirle lo que habíamos visto. Estábamos dispuestos a acceder a su petición con toda lealtad, para que no pudiese decir que aquel tirano, constantemente engañado y escarnecido, de quien cada uno de cuyos crímenes puede explicarse -si no justificarse- por una felonía, también hubiera sido traicionado en su lecho de muerte por unos reyes extranjeros a los que había acogido con tanta liberalidad. Pero he ahí que el arcángel Gabriel, que hacía de gran mayordomo del Pesebre, nos recomendó que regresáramos sin pasar por Jerusalén, porque, nos dijo, Herodes albergaba intenciones criminales respecto al Niño. Discutimos mucho acerca de lo que debíamos hacer. Yo era partidario de cumplir nuestra promesa. No sólo por una cuestión de honor, sino también porque sabíamos sobradamente de lo que es capaz el rey de los judíos cuando se ve engañado. Volviendo a pasar por Jerusalén podíamos calmar su desconfianza y evitar desgracias mayores. Pero Gaspar y Baltasar insistieron en que siguiéramos las órdenes de Gabriel. ¡Por una vez que un arcángel ilumina nuestro camino!, exclamaban. Yo era uno contra dos, y era el más joven, el más pobre, y acabé por ceder ante ellos. Pero ahora lo lamento, y me parece que no me lo perdonaré nunca. Y así es, príncipe Taor, cómo por haber estado tan cerca del poder, me encuentro mancillado para siempre.

– Pero luego estuviste en Belén. ¿Qué enseñanza descubriste allí, precisamente respecto al poder?

– El arcángel Gabriel, que velaba a la cabecera del Niño, me enseñó por el Pesebre la fuerza de la debilidad, la mansedumbre irresistible de los no violentos, la ley del perdón que no suprime la del talión, pero que la trasciende infinitamente. Pues el talión prescribe que la venganza no sobrepase la ofensa. Aparece como una transición entre la cólera natural y la concordia perfecta. El reino de Dios nunca se dará una vez por todas aquí o allá. Hay que forjar lentamente su llave, y esta llave somos nosotros mismos. Así, pues, deposité a los pies del Niño la moneda de oro acuñada con la efigie de mi padre, el rey Teodemo. Era mi único tesoro, el único documento que atestiguaba mi calidad de heredero legítimo del trono de Palmira. Abandonándola, renuncié a ese reino para ir en busca de aquél que me prometió el Salvador. Me retiraré al desierto con mi fiel Baktiar. Fundaremos una comunidad con todos los que quieran unirse a nosotros. Será la primera ciudad de Dios, toda ella recogida en la espera del Advenimiento. Una comunidad de hombres libres cuya única ley común será la ley de amor…

Entonces se volvió hacia Gaspar, que estaba sentado a su izquierda.

– Acabo de pronunciar la palabra amor. Pero ahora me doy cuenta de hasta qué punto mi hermano africano tiene una vocación mejor, más pura y más fuerte que yo para evocar ese sentimiento tan grande y tan misterioso. Porque, ¿verdad, rey Gaspar, que por amor abandonaste tu capital y emprendiste un viaje hacia tierras tan remotas, en dirección al norte?

– Por amor, por el amor, sí, movido por una pena de amor, he atravesado desiertos -dijo Gaspar, rey de Meroe-. Pero no vayáis a creer que huía de una mujer que no me amaba o que quería olvidar un amor contrariado. Además, de haber creído tal cosa, Belén me hubiera convencido de lo contrario. Para entenderlo hay que volver a… al incienso, al uso que hice del incienso cierta noche en la que nos dimos un espectáculo de farsa la mujer a la que yo amaba, su amante y yo mismo. Nos habíamos pintado grotescamente, y unos pebeteros nos envolvían con el humo del incienso. Sin duda la coincidencia de ambas cosas, aquellos sahumerios de adoración y la escena degradante, contribuyó a abrirme los ojos. Comprendí… ¿Qué fue lo que comprendí? Que tenía que irme, estaba claro. El significado profundo de ese viaje sólo lo comprendí de veras al lado del Niño. La verdad es que tenía en el corazón un gran amor que concordaba con los pebeteros y el incienso porque aspiraba a alcanzar su plenitud como adoración. Sufrí durante todo el tiempo que no pude adorar. «Satán llora ante la belleza del mundo», me dijo el sabio de la flor de lis. Lo cierto es que era yo quien lloraba de amor insatisfecho. Butina se me mostraba cada día más débil, perezosa, obtusa, engañosa, frívola, y yo hubiese necesitado un corazón inmenso y de una inagotable generosidad para lavarla de toda esa pobre humanidad. Al menos nunca le hice reproches. Siempre he sabido que a quien había que imputar la indigencia de nuestra aventura era a mí, por mi falta de alma. ¡No tenía suficiente amor para los dos, eso era todo! No podía irrigar con luminosa ternura su corazón frío, reseco y calculador. Lo que me enseñó el Niño -pero lo presentí, o al menos todo yo vivía a la espera de esa lección- es que un amor de adoración siempre se comparte, porque su fuerza de irradiación lo hace irresistiblemente comunicativo.

Al acercarme al Pesebre, deposité en primer lugar el cofrecillo de incienso a los pies del Niño, único ser en verdad que merece ese homenaje sagrado. Me arrodillé. Toqué con mis labios mis dedos, e hice ademán de enviar ese beso al Niño. Sonrió. Me tendió los brazos. Entonces supe lo que era el encuentro total del amante y del amado, esa veneración temblorosa, ese himno de júbilo, esa fascinación maravillada.

»Y había algo más que para mí, Gaspar de Meroe, sobrepasaba a todo en belleza, una sorpresa milagrosa que la Sagrada Familia evidentemente había preparado pensando tan sólo en mí llegada.

– ¿Qué sorpresa, rey Gaspar? ¡Me muero de perplejidad y de impaciencia!

– Fue ésta. Baltasar acaba de decirte que creía en la existencia de un Adán negro, el Adán de antes de la caída, porque el otro Adán, el del pecado, era sólo blanco.

10 Mateo, 2, 6, citando a Miqueas, v. 1.


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