El templo de Baobama ocupaba el espacio delimitado por cuatro baobabs dispuestos en un rectángulo perfecto y constituyendo los pilares del edificio. Era una choza bastante grande abundantemente decorada con motivos parecidos a los que Taor y sus compañeros habían visto anteriormente en los árboles-sepulcros. La espesa techumbre de bálago y las paredes de tablas ligeras, sin ventanas, el amasijo de plantas trepadoras que las cubrían -jazmines, ipomaeas, aristoloquias, pasionarias-, todo conspiraba visiblemente a crear y a mantener en el interior una sombra de exquisito frescor. Los hombres armados se mantenían a distancia, a fin de que los alrededores del templo sólo fuesen ocupados por músicos, tañedores de caramillos, tamborileros que golpeaban con sus dedos secos como palillos de tambor una piel de antílope tensada sobre una calabaza, u hombres-orquesta que agitaban furiosamente los brazos y las piernas con cascabeles, llevando la cabeza coronada por discos de cobre, con las manos crepitantes de crótalos. Taor y su escolta avanzaron bajo un baldaquino de bambú vestido de buganvillas que precedía a la entrada del templo. En el interior, primero se encontraba una especie de vestíbulo que servía de tesoro y de guardarropa sagrado. Allí se veían colgados en las paredes o puestos sobre caballetes, inmensos collares, tapices bordados de silla de montar, campanas de oro, doseles con flecos, teteras de plata, arreos suntuosos y gigantescos que debían de convertir a la diosa, una vez adornada, en un relicario viviente. Pero en aquel momento Baobama estaba completamente desnuda, y los visitantes, después de subir tres escalones para acceder a otra zona un poco más alta, quedaron no poco sofocados al descubrir a la propia Yasmina , aposentada en un lecho de rosas, con los ojos en blanco de pura voluptuosidad. Hubíerase dicho que les esperaba, porque había en su mirada azul como un matiz de desafío y de ironía. Lo único que se movía en la sombra dorada del pueblo eran dos grandes esteras de esparto accionadas desde fuera que se balanceaban lentamente en el techo para refrescar la atmósfera. Hubo un largo y respetuoso silencio. Luego Yasmina desenrrolló su trompa, y con su extremidad, fina y precisa como una manita, cogió de un cesto un dátil relleno de miel que a continuación depositó sobre su inquieta lengua. Entonces el príncipe se acercó, abrió una bolsa de seda y vertió sobre su lecho un puñado de pétalos de rosa, los que sus compañeros y él mismo habían recogido y que les habían guiado hasta allí. Era un acto de homenaje y de sumisión. Así lo interpretó Yasmina . Como Taor se encontraba a su alcance, alargó su trompa hacia él y le acarició la mejilla con su extremidad, gesto tierno y desenvuelto a la vez, en el que había afecto, despedida, un dulcísimo abandono al destino. Taor comprendió que su elefanta favorita, divinizada en razón de la afinidad que tenían los paquidermos con los baobabs, elevada a una dignidad sobrehumana, adorada por todo un pueblo como la madre de los árboles sagrados y la abuela de los hombres, comprendió, pues, que Yasmina estaba definitivamente perdida para él y para los suyos.
Al día siguiente reemprendieron el camino de Belén con los tres elefantes machos.
El encuentro era fatídico, necesario, estaba inscrito desde el principio de los tiempos en las estrellas y en el fondo de las cosas: se produjo en Etam, una tierra extraña, con murmullo de fuentes, agrietada por cuevas, erizada de ruinas, una tierra por la que ha pasado la Historia, arrollándolo todo a su paso, pero sin dejar ningún signo inteligible, como esos heridos en la cara, horriblemente desfigurados, pero que no pueden contar nada. Entre los tres que volvían de Belén -a pie, a caballo y a lomos de camello-, y el que subía hacia el pueblo inspirado con sus elefantes, la entrevista, sin embargo, estuvo bañada por una luz tranquila y penetrante. Se encontraron con toda naturalidad al borde de tres estanques artificiales conocidos por el nombre de pilones de Salomón, cuando se disponían, después de una jornada calurosa y polvorienta, a descender hasta el agua por las escaleras talladas en la misma piedra. Y en seguida, por la fuerza de la afinidad secreta de los cuatro viajes, se reconocieron. Se saludaron, luego se ayudaron en sus abluciones, como si se bautizaran el uno al otro. Después se separaron para volver a reunirse aquella noche, de común acuerdo, en torno a una hoguera de acacia.
– ¿Le habéis visto? -fue lo primero que preguntó Taor.
– Le hemos visto -dijeron a la vez Gaspar, Melchor y Baltasar.
– ¿Es un príncipe, un rey, un emperador rodeado de un magnífico séquito? -quiso saber Taor.
– Es un niño muy pequeño nacido sobre la paja de un establo, entre un buey y un asno -respondieron los tres.
El príncipe de Mangalore calló, petrificado de asombro. Debía de tratarse de un equívoco. El que él había ido a buscar era el Divino Confitero, dispensador de dulces tan exquisitos que después de probarlos ya no podía gustar ningún otro alimento.
– No habléis todos a la vez -les dijo-, porque si no, no me aclararé nunca.
Luego se volvió hacia el más viejo y le rogó que fuese el primero en explicarse.
– Mi historia es larga, y no sé por dónde empezar -dijo Baltasar acariciándose la barba blanca con ademán perplejo-.
Podría hablarte de cierta mariposa de mi niñez que creía reconocer en el cielo, una vez ya llegado al otro extremo de mi vida. Los sacerdotes la destruyeron, pero hay que creer que ha resucitado. Está también Adán, dos Adanes, no sé si me entiendes, el blanco de después de la caída cuya piel virgen se parece a un pergamino lavado, y el Adán negro de antes de la caída, cubierto de signos y de dibujos como un libro ilustrado. Está también el arte griego enteramente consagrado a los dioses y a los héroes, y un arte más humano, más próximo, que esperamos todos, y del que mi joven amigo, el pintor babilonio Asur será sin duda el precursor…
»Todo eso debe de parecerte muy embrollado, a ti, que vienes de tan lejos con tus elefantes cargados de golosinas. Por lo tanto me limitaré a lo esencial. Has de saber, pues, que, apasionado por el dibujo, la pintura y la escultura desde mi niñez, siempre he chocado con la hostilidad irreductible de los hombres de religión, que odian toda imagen o representación artística. No soy el único. Estuvimos en el palacio de Herodes el Grande. Precisamente acababa de ahogar en sangre una revuelta fomentada por sus sacerdotes a propósito de un águila de oro que había hecho poner encima de la puerta principal del Templo de Jerusalén. El águila pereció. Los sacerdotes también. Tal es la terrible lógica de la tiranía. Siempre he alimentado la esperanza de escapar a ella. Me remonté a las fuentes de este drama, a la fuente única que se encuentra en las primeras líneas de la Biblia. Cuando se escribió que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, comprendí muy bien que no se trataba de una vana redundancia verbal, sino que estas dos palabras indicaban -como en punteado- la línea de un desgarrón posible, amenazador, fatal, que en efecto se produjo después del pecado. Como Adán y Eva desobedecieron, su profundo parecido con Dios quedó abolido, pero no por eso dejan de conservar como un vestigio suyo, un rostro y una carne que siguen siendo el reflejo indeleble de la realidad divina. Desde entonces pesó una maldición sobre esa imagen mentirosa que exhibe el hombre caído, como un rey destronado que siguiera jugando con su cetro, que ya es tan sólo un sonajero ridículo. Sí, es esta imagen sin semejanza la que condena la segunda ley del Decálogo, y con la que se encarniza mi clero, lo mismo que el de Herodes. Pero yo no pienso como Heródes que los baños de sangre resuelven rodas las dificultades. Mi amor por las artes no me ciega hasta el punto de borrar la religión en la que nací y en la que me educaron. Los textos sagrados están ahí, ellos han sido mi alimento, y no puedo ignorarlos. Es cierto que la imagen puede ser mendaz y el arce impostor, y la encarnizada guerra que libran los idólatras contra los iconoclastas continúa en mi corazón.
» Llegué, pues, a Belén dividido entre el desgarramiento y la esperanza.
– ¿Y qué has encontrado en Belén?
– Un niño recién nacido en la paja de un establo, ya te lo hemos dicho, y mis compañeros y todos los testigos de aquella noche -la más larga del año- no cesarán de repetir este testimonio. Pero aquel establo era también un templo, el carpintero, padre del niño, un patriarca, su madre una virgen, el mismo niño un dios encarnado en lo más espeso de la pobre humanidad, y una columna de luz atravesaba la techumbre de bálago de tan miserable refugio. Todo aquello tenía un profundo significado para mí, era la respuesta a la pregunta de toda mi vida, y esa respuesta consistía en el imposible hermanamiento de contrarios inconciliables. «Quien escudriñe demasiado los secretos de la divina Majestad, será abrumado por su gloria», dijo el Profeta. 9 Por eso en el Sinaí Yahvé se ocultó a los ojos de Moisés tras una nube. Pero esa nube acababa de disiparse, y Dios, encarnado en un niño recién nacido, se había hecho visible. Me bastaba mirar a Asur para ver reflejarse en el rostro de un artista la aurora de un arte nuevo. Mi joven pintor babilonio estaba transfigurado por la revolución que se producía ante sus ojos: el simple gesto de una madre joven y pobre, inclinándose sobre su recién nacido, súbitamente elevado al poder divino. La vida cotidiana más humilde-aquellos animales, aquellas herramientas, aquel henil- bañada de eternidad por un rayo caído del cielo…
»Me preguntas qué he encontrado en Belén: he encontrado la reconciliación de la imagen y de la semejanza, la regeneración de la imagen gracias al renacer de una semejanza subyacente.
– ¿Y qué hiciste?
– Me arrodillé en medio de los demás, artesanos, campesinos, maravillados, mozas de hostería. Pero has de saber que lo más prodigioso es que cada uno de aquellos arrodillamientos tenía un sentido diferente. Mi adoración se dirigía a la carne -visible, tangible, ruidosa, con olor- transfigurada por el espíritu. Porque todo arte es carnal. La belleza sólo existe para los ojos, los oídos, la mano. Y mientras la carne fuese maldita, los artistas eran también malditos con ella.
»Por fin deposité a los pies de la Virgen aquel bloque de mirra que Maalek, el sabio de las mil mariposas, entregó al niño que fui hace medio siglo, como el símbolo del acceso de la carne a la eternidad.
– Y ahora, ¿qué vas a hacer?