A veces mi padre me hacía breves visitas en mis aposentos. Preocupado sin duda por la pregunta que me había formulado, se dirigía directamente al retrato-espejo. Sus preguntas, como era natural, me recordaron su consejo de tener que buscar una prometida.
– Ésta es la mujer a la que amo, la que quiero que sea la futura reina de Nippur -respondí.
Pero en seguida no tuve más remedio que confesarle que no tenía la menor idea acerca de su nombre, de sus orígenes y ni siquiera de su edad. El rey se encogió de hombros ante una actitud tan pueril, y se dirigió hacia la puerta. Pero cambió de parecer y volvió hacia mí.
– ¿Quieres dejármelo tres días? -me preguntó.
Aunque la idea de separarme del retrato-espejo me repugnara, tenía que dejar que se lo llevase. Pero en aquel momento, por la punzada que sentí en el corazón, comprendí hasta qué punto estaba apegado a él.
Bajo la apariencia frívola que se complacía en tener, mi padre era un hombre exacto y escrupuloso. Tres días después volvía a comparecer ante mí con el espejo en la mano. Lo dejó sobre la mesa diciendo solamente:
– Ahí tienes. Se llama Malvina. Vive en la corte del sátrapa de Hircania, con quien está lejamente emparentada. Tiene dieciocho años. ¿Quieres que pida su mano para ti?
La inmensa alegría que manifesté al recobrar aquel espejo engañó a mi padre. En seguida pensó que era algo decidido. No había regateado esfuerzos para identificar a la muchacha del retrato, y había enviado a una multitud de emisarios para hacer averiguaciones entre los caravaneros que venían del norte y del noreste. Envió inmediatamente una brillante delegación a Samarra, la residencia de verano del sátrapa de Hircania. Tres meses después, Malvina y yo estábamos frente a frente, con la cara velada, según el rito nupcial de Nippur, y estábamos casados antes de haber podido vernos u oír el sonido de nuestra voz.
No creo que nadie se asombre si escribo que esperaba con ardiente curiosidad el momento en que Malvina iba a descubrir su rostro, a fin de apreciar su parecido con el retrato. Parece natural, ¿no es cierto? ¡Pero pensándolo bien, no puede negarse que ésta es una increíble paradoja! Porque un retrato no es más que una cosa inerte, fabricada por la mano del hombre, hecha a imagen de un rostro vivo y originario. Es el retrato lo que ha de parecerse a la cara, y no la cara al retrato. Pero para mí el retrato era el origen de todo. De no ser porque mi padre y los que me rodeaban me empujaron en aquella dirección, nunca hubiera pensado en una Malvina traída de los confines del mar Hircano. 4 La imagen me bastaba. Lo que amaba era esta imagen, y la muchacha real sólo secundariamente podía interesarme, en la medida en que viese en sus facciones un reflejo de la obra que tanto amaba. ¿Existe una palabra para designar la extraña perversión que yo sufría? He oído llamar zoófila a una rica heredera que vivía sola con una jauría de lebreles, a los cuales, según decían, entregaba su cuerpo. ¿Habría que inventar la palabra iconófilo sólo para designarme a mí?
La vida está hecha de concesiones y de acomodos. Malvina y yo nos acomodamos a una situación que, a pesar de fundarse en un equívoco, no por ello era insostenible. El retrato-espejo estaba siempre en la pared de nuestra alcoba. En cierto modo velaba por nuestras expansiones conyugales, y nadie podía sospechar -ni siquiera Malvina- que mi ardor amoroso se dirigía a él por persona interpuesta. No obstante, el paso de los años abrió un abismo entre el retrato y su modelo. Malvina se hizo mujer. Lo que aún había de infantil en su cara y en su cuerpo cuando nos casamos fue borrándose para dejar lugar a la majestuosa belleza de una matrona destinada a ser reina. Procreamos. Cada vez que daba a luz, mi mujer se alejaba un poco más de la imagen risueña y melancólica que seguía haciendo palpitar mi corazón.
Mi hija primogénita debía de tener siete años cuando sucedió algo en lo que nadie reparó, y que sin embargo dio un vuelco a mí vida. Miranda, confiada a los cuidados de una nodriza, raras veces entraba en la alcoba de sus padres. Por eso, cuando la llamábamos, contemplaba aquel aposento con los ojos muy abiertos por el asombro y la curiosidad. Aquel día la niña se acercó al lecho conyugal, y levantando la cabeza señaló con el dedo el retrato-espejo que velaba por él.
– ¿Quién es? -preguntó.
Y en el mismo momento en que pronunciaba estas sencillas palabras, reconocí en su cándido rostro, palidísimo, iluminado por dos ojos azules, adelgazado por la cascada de sus rizos negros, reconocí, digo, la expresión de melancolía enojada de la cara pintada que estaba señalando, como si el espejo, recobrando súbitamente su virtud especular, reflejase la imagen de la niña. Una exquisita y profunda emoción hizo asomar lágrimas a mis ojos. Descolgué el retrato, atraje a la niña hasta ponerla entre mis rodillas, y acerqué el retrato a su carita.
– Míralo bien -dije-. ¿Preguntas quién es? Míralo bien, es alguien a quien conoces.
Guardó un obstinado silencio, un silencio cruel e insultante para su madre, a la que decididamente se negaba a reconocer en aquel retrato juvenil.
– Pues bien, eres tú, eres tú dentro de poco, cuando seas mayor. O sea que vas a llevártelo. Te lo doy. Lo pondrás encima de tu cama, y cada mañana lo mirarás y dirás: «¡Buenos días, Miranda!». Y verás cómo día a día te irás pareciendo más a esta imagen.
Puse el retrato ante sus ojos, y, dócilmente, con una gravedad pueril, dijo: «¡Buenos días, Miranda!». Luego se lo puso bajo el brazo y se fue corriendo.
Al día siguiente comuniqué a Malvina que a partir de entonces tendríamos alcobas separadas. La muerte de mi padre y nuestra coronación eclipsaron poco después aquel mediocre epílogo de nuestra vida conyugal.
Como para leer en él el porvenir, palpo y contemplo el bloque de mirra que Maalek me regaló hace ya mucho tiempo, igual que una sustancia que tuviese la virtud de eternizar lo temporal, quiero decir, de hacer pasar los hombres y las mariposas del estado putrefacto al estado indestructible. La verdad es que toda mi vida se mueve entre estos dos términos: el tiempo y la eternidad. Pues es la eternidad lo que encontré en Grecia, encarnada en una tribu divina, inmóvil y llena de gracia, bajo el sol, que es también estatua del dios Apolo. Mí matrimonio volvió a sumergirme en el espesor de la duración, donde todo es envejecimiento y mudanza. Vi cómo la coincidencia de la joven Malvina con el delicioso retrato que yo tanto amaba se iba deshaciendo de año en año, a sucesivos «golpes de vejez» que acusaba la princesa hircana. Ahora sé que ya sólo volveré a tener la luz y el reposo el día en que vea fundirse en la misma imagen la efímera y conmovedora verdad humana y la divina grandeza de la eternidad. ¿Pero alguien ha soñado alguna vez una alianza más improbable?
Los asuntos del reino me retuvieron en Nippur varios años. Luego, después de solucionar las principales dificultades interiores y exteriores que heredé de mi padre, y sobre todo después de comprender que la primera virtud de un soberano es saber rodearse de hombres capaces y probos, y depositar en ellos su confianza, pude dedicarme a una serie de expediciones cuyo objeto real y confesado era conocer -y si era posible obtener- riquezas artísticas de los países vecinos. Cuando digo que un soberano ha de saber poner su confianza en los ministros que él mismo ha elegido, es forzoso añadir que no hay que tentar al diablo, y que hay precauciones indispensables para prevenir lo peor. Por lo que a mí respecta, he enaltecido mucho el uso antiguo de los pajes, esos donceles de origen noble que su padre envía a la corte del rey para servirle y adquirir conocimientos y amistades que puedan serles útiles en el futuro. Cuando me iba, nunca dejaba a un hombre en un lugar estratégico si no me había confiado al menos uno de sus hijos para acompañarme en mi expedición. Disponía así de una escolta brillante y juvenil que alegraba el viaje, que se instruía conociendo cosas y personas extranjeras, y que constituía respecto a los ministros que se habían quedado en Nippur un conjunto de rehenes que les ponían a salvo de cualquier tentación de golpe de Estado. La institución se consolidó y adquirió una especie de autonomía. Obedeciendo a una inclinación frecuente entre los jóvenes, mis pajes -con los que mezclaba con toda naturalidad a mis propios hijos- se organizaron en una sociedad secreta cuyo emblema era una flor de narciso. Por lo que a mí respecta, me gusta esta confesión cándidamente provocadora del amor que de un modo espontáneo la juventud siente por sí misma. Experiencias comunes, cierto apartamiento de la sociedad de Nippur, debido a nuestros frecuentes viajes, una pizca de desdén por los sedentarios de la capital, instalados en sus costumbres y sus prejuicios, contribuyeron a hacer de mis Narcisos un núcleo político revolucionario del que espero lo mejor el día en que yo me retire del poder con los hombres de mi generación.
Desde luego, uno de mis primeros viajes fue para visitar Grecia y sus confines. Deseaba que mis jóvenes compañeros tuviesen un deslumbramiento comparable al mío veinte años atrás, y con un sentimiento de alegre fervor nos embarcamos en Sidón en un velero fenicio. ¿Se debió a que los años habían cambiado mi mirada o a la presencia de los pajes que tenía a mi alrededor? Ya no volví a ver la Grecia de mi adolescencia, pero en cambio descubrí otra. Los Narcisos, emprendedores y ávidos de relaciones humanas, muy pronto se hicieron adoptar por la sociedad, por otra parte abierta y de un acceso fácil, de la juventud ateniense. Con una rapidez que me sorprendió, hablaron su lengua, copiaron su indumentaria, invadieron sus baños, sus gimnasios, sus teatros. Hasta el punto de que a veces me costaba distinguir a los míos entre los efebos a los que veía aglomerarse en las estufas y las palestras. Me sentía orgulloso de que hiciesen tan buen papel, y me felicitaba por anticipado por toda la renovación que iban a aportar a la sedentaria burguesía de Nippur. Incluso cierta forma de amor -que Grecia ha convertido en una especialidad, no por su práctica, que es universal, sino por su tranquila manifestación pública- era algo de lo que yo me alegraba al ver que lo adoptaban plenamente, ya que proporciona una diversión ligera, gratuita e inofensiva respecto a la pesada y coercitiva heterosexualidad conyugal.
Pero no sólo había gimnastas, actores, maestros de armas o masajistas en esa ciudad cuyo genio había deslumbrado al mundo. Yo mismo pasé allí exquisitas veladas bajo los pórticos coronado de follaje, bebiendo vino blanco de Tasos, y conversando con hombres y mujeres infinitamente cultos y escépticos, curiosos de todo, sutiles, amenos, los mejores anfitriones del mundo. Sin embargo muy pronto comprendí que había que esperar muy poco de aquellas personas tan civilizadas, pero cuyo reseco corazón, ingenio superficial e imaginación estéril creaban una atmósfera próxima al vacío. En mi primer viaje a Grecia sólo había visto dioses. La segunda vez vi a hombres. Por desgracia, existía poca relación entre unos y otros. Tal vez siglos atrás aquella tierra había estado poblada por campesinos, soldados y pensadores sobrehumanos que se encontraban a la misma altura que el Olimpo. Vivían tratando familiarmente a los semidioses, a los faunos, a los sátiros, a Castor, Pólux, Hércules, a gigantes y centauros. Luego había habido genios cuya voz formidable aún resonaba desde el fondo de las edades hasta nosotros, Hornero, Hesíodo, Píndaro, Esquilo, Sófocles, Eurípides. Los que yo veía ahora no eran sus herederos directos, ni siquiera los herederos de sus herederos. La Grecia de mi primer viaje era una imagen sublime. Pero en mi segundo viaje comprobé que esa imagen sólo era una máscara sin rostro que flotaba en el vacío.