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Después me hizo entrar donde él vivía. De aquel lugar sólo recuerdo los millares de mariposas que cubrían las paredes, protegidas en cajas planas de cristal. Me las nombró todas en una letanía fantástica en la que aparecían esfinges, pavos reales, noctuelas, sátiros, y aún me parece estar viendo la Gran Nacarada, la Atalanta, la Quelonia, la Urania, la Heliconia, la Nunfale. Pero más que ninguna otra variedad me entusiasmó la de los Caballeros Abanderados, más que por sus «sables», especie de prolongaciones finas y curvadas de las alas inferiores, por un escudo visible en el peto que reproduce un dibujo a menudo geométrico, aunque a veces sea claramente figurativo, una calavera o la cabeza de un ser vivo, un retrato, mi retrato, me aseguró Maalek, al regalarme, embutido en un bloque de berilo rosa, un Caballero Abanderado Baltasar, como lo bautizó solemnemente.

Al día siguiente emprendí el viaje de regreso a Nippur, después de cambiar mi caza mariposas por el Abanderado Baltasar, que apretaba bajo mi manto junto con mi bloque de mirra, dos objetos que ahora, ya con una larga perspectiva de años, me parecen como los primeros jalones de mi destino. Porque aquel Caballero Baltasar -negro y formando aguas, con una trencilla de color malva- que llevaba esculpida y tatuada en su córneo peto una cabeza humana indiscutible, y, más discutiblemente, la mía, por eso mismo debía convertirse en la primera víctima, antes de otras muchas, del odio fanático de los sacerdotes de Nippur. En efecto, una vez de nuevo en el palacio, mostré a todo el mundo mi adquisición con una juvenil imprudencia, sin ver -o querer ver-que ciertas caras se ponían hoscas y hostiles, cuando yo explicaba que era mi retrato lo que exhibía en su cuerpo aquel hermoso caballero de terciopelo negro. La prohibición de toda imagen en general, y de retratos en particular, sigue siendo un artículo de fe entre los pueblos semitas, obsesionados por el horror -¿o habría que decir la tentación?- de la idolatría. Al tratarse de un miembro de la familia reinante, un busto, un retrato, una efigie, suscita además la sospecha de un intento de autodivinización según el modelo romano, lo cual, a los ojos de nuestro clero, equivale a la abominación de la desolación.

Algún tiempo después me ausente durante tres días para una expedición de caza. A mi vuelta encontré mi bloque de berilo y su precioso contenido pulverizados sobre las baldosas de mi terraza, sin duda aplastados por una piedra, o, más probablemente, por efecto de un mazazo. No conseguí sacar nada de los criados, que inevitablemente habían tenido que ser testigos de esa «ejecución». Acababa de chocar con los límites del poder real. Era la primera vez, y no sería la última.

Por otra parte, el enemigo no carecía de nombre ni de rostro. El gran sacerdote, un afable anciano de quien sospecho que era secretamente escéptico, por su iniciativa no se hubiera ensañado con mi colecciones. Pero a su lado había un joven levita, el vicario Cheddad, imbuido de tradición, puro entre los puros, ardiente defensor del dogma iconófobo. Primero por debilidad y timidez, más tarde por cálculo, siempre quise evitar chocar frontalmente con él, pero en seguida comprendí que era el enemigo irreductible de lo que para mí era lo más valioso del mundo, la verdad es que mi verdadera razón de ser, el dibujo, la pintura y la escultura, y, lo que quizá sea aún más grave, nunca le perdoné la destrucción de mi bella mariposa, aquel Caballero Baltasar que llevaba hasta el cielo mi propio retrato grabado en su coselete. ¡Ay del que hiere a un niño en lo que más quiere! ¡Que no espere que su crimen sea juzgado como infantil por el hecho de que su víctima es un niño!

De acuerdo con una antiquísima tradición familiar que sin duda se remonta a la edad de oro helenística, mi padre me envió a Grecia. Aun antes de llegar, yo estaba tan deslumbrado por Atenas, la meta de mi viaje, que me quedé como ciego durante las etapas que se sucedieron a través de la Caldea, la Mesopotamia, la Fenicia, y en las escalas que hicimos en Atalia y en Rodas, antes de desembarcar en el Pirco. De las maravillas y las novedades que se ofrecieron a mi vista -tras la primera vez que cruzaba el mar- apenas queda nada en mi memoria, hasta tal punto es cierto que la juventud se caracteriza más por el ardor de sus pasiones que por la apertura de su mente.

¡Pero qué importa! Al pisar tierra griega, poco faltó para que me arrodillase y la besara. Fui completamente ciego a la ruina de esa nación caída de su opulencia a la servidumbre y a los desgarramientos. Los templos devastados, los pedestales sin estatuas, los campos baldíos, ciudades como Tebas y Argos que volvían a ser aldeas miserables, nada de todo eso existió para mis maravillados ojos. El hecho es que toda la vida, que se había retirado de las poblaciones y de los campos, había refluido en las dos únicas ciudades de Atenas y Corinto. Para mí, la muchedumbre sagrada de las estatuas de la Acrópolis hubiera bastado para poblar aquel país. Los Propileos, el Partenón, el Erecteion, los Erréforos, tanta gracia unida a tanta grandeza, tanta vida sensual unida a tanta nobleza, me sumieron en una especie de estupor feliz, del que aún no he salido. Descubrí lo que esperaba ver desde siempre, y mi espera quedó magníficamente colmada.

Sí, he seguido siendo apasionadamente fiel a la gran revelación helénica de mi adolescencia. Después, claro está, he madurado, y mi visión ha madurado al mismo tiempo que yo. A medida que pasaban los años, consideraba con cierta perspectiva el mundo encantado de mármol y de pórfido que adora desde el alba al crepúsculo el astro apolíneo. La conclusión que se impuso dolorosamente en mí en este primer viaje fue la de que pertenecía por el alma y el corazón a esa Grecia amada, y que sólo un horrible equívoco del desuno me había hecho nacer en otro lugar. Poco a poco fui consciente y tomé posesión de lo que llamaré el privilegio de la lejanía. El mismo desgarramiento de mi destierro hacía que esta tierra helénica permaneciese bajo una luz que sus habitantes debían ignorar, y que me instruía aunque sin consolarme. Así descubrí, desde mi lejana Caldea, la estrecha solidaridad que une el arte plástico y el politeísmo. Los dioses, las diosas y los héroes proliferan en Grecia hasta el punto de invadirlo todo y de no dejar ningún lugar notable a la modesta realidad humana. Para el artista griego, la alternativa profano-sagrado se resuelve sencillamente ignorando lo profano. Sí el monoteísmo lleva consigo el miedo y el odio a las imágenes, el politeísmo -que preside una edad de oro de la pintura y de la escultura- asegura el dominio de los dioses sobre todas las artes.

Por supuesto, seguí venerando la lejana Grecia desde mi palacio de Nippur, pero reconocí los límites de su arte sublime. Porque no es ni bueno ni justo ni verdadero encerrar el arte en un olimpo del que se excluye al hombre concreto. La experiencia más cotidiana y la más ardiente es para mí el descubrimiento de una belleza fulgurante en la silueta de una humilde criada, el rostro de un mendigo o el ademán de un niño. Esta belleza oculta en lo cotidiano el arte griego no quiere verla, sólo conoce a Zeus, a Febo o a Diana. Entonces me dirigí a la Biblia de los judíos, carta por excelencia de un monoteísmo obstinadamente exclusivo. En ella leí que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, haciendo así no sólo el primer retrato, sino incluso el primer autorretrato de la historia del mundo. Leí que luego Él le ordenó crecer y multiplicarse, con el fin de llenar toda la tierra con su progenie. Así, después de haber creado su propia efigie, Dios expresa la voluntad de que se multiplique hasta el infinito para extenderse por el mundo entero.

Esta doble decisión ha servido de modelo a la mayoría de los soberanos y de los tiranos que han conseguido que su efigie se multiplicara en las tierras que les pertenecen haciéndola grabar en monedas, destinadas no sólo a reproducirse en gran número, sino además a circular incesantemente de cofre en cofre, de bolsillo en bolsillo, de mano en mano.

Más tarde se produjo algo incomprensible, una ruptura, una catástrofe, y la Biblia, que empezaba hablando de un Dios retratista y autorretratista, de pronto no deja de perseguir con su maldición a los hacedores de imágenes. Esta maldición, que ha resonado en todo el Oriente, había causado mi desgracia, y yo me preguntaba: ¿Por qué, por qué, qué ha pasado, nunca va a abrogarse esta ley?

Mi historia debía adoptar un nuevo curso cuando llegó para mí la hora de tomar esposa. Desde luego, la educación erótica y sentimental de un príncipe heredero está condenada a ser siempre incompleta y como irrisoria. ¿Por qué? Por exceso de facilidad. Mientras que un joven pobre, o sencillamente plebeyo, ha de luchar para satisfacer su carne y su corazón -luchar contra sí mismo, contra la sociedad y a menudo contra el mismo objeto de su amor-, y así se fortalece y alimenta su deseo en esta lucha, un príncipe no tiene más que hacer una señal con la mano, o un simple parpadeo, para encontrar en su cama tal o cual cuerpo entrevisto, aunque sea el de la propia mujer de su gran visir. Facilidad que desazona y enerva, que le frustra de la áspera alegría de la caza, o del sutil placer de la seducción.

Cierto día mi padre me preguntó a su modo -que era tanto más ligero, juguetón e indirecto por el hecho de tratarse de un asunto que le afectaba muy de cerca-, si yo pensaba que algún día tendría que sucederle, y que entonces convendría que tuviese una mujer digna de convertirse en la reina de Nippur. Yo no tenía ninguna ambición política, y por las razones que acabo de exponer, mi sexo no tenía aspiraciones tales que me quitaran el sueño. La pregunta de mi padre, a la que no supe qué responder, la verdad es que no dejó de preocuparme, y tal vez me preparaba oscuramente para sufrir.

Caravanas procedentes de los confines del Tigris volcaban en los mercados de Nippur sus tesoros de espartería, de rubíes, de colgaduras, de brazaletes nielados, de sedas crudas, de pieles sin curtir y de candeleros de orfebrería. Apenas se abría el mercado, yo no podía dejar de frecuentar los tenderetes y las trastiendas donde se amontonaban todas aquellas vistosas mercancías que olían a Oriente y a los grandes espacios desérticos. Yo era entonces un viajero sedentario para el cual los objetos exóticos eran como camellos, naves, alfombras voladoras para huir muy lejos, huir al otro lado del horizonte. Así fue como encontré aquel día un espejo -sería mejor decir un antiguo espejo- cuya placa de metal pulimentado se había sustituido o recubierto por un retrato pintado con tierras de colores. Se trataba de una joven muy pálida, de ojos azules, con abundante cabellera negra que caía en oleadas sin domar sobre la frente y los hombros. Su aire grave contrastaba con la extrema juventud de sus rasgos, y les daba una expresión de enojada melancolía. ¿Acaso porque tenía aquel retrato ante mí, cogido por el mango del espejo? Me agradó descubrir un cierto aire de familia entre aquella muchacha y yo mismo. Debíamos de tener aproximadamente la misma edad; ella era como yo morena y de ojos azules; a juzgar por el origen de las caravanas, había atravesado las heladas mesetas de Asiría para ir en mi busca. Adquirí el objeto y eché a volar en alas de mi imaginación. ¿Dónde estaba ahora aquella muchacha? ¿Venía de Nínive, de Ecbatana, de Ragúes? ¿Podía estar tan lejos en el tiempo como en el espacio? Tal vez aquel retrato se había pintado uno o dos siglos atrás, y en este caso su atractivo modelo había vuelto ya al polvo de sus antepasados. Esta suposición no sólo no me abrumó, sino que me hizo sentir aún más interés por el retrato, que adquiría así un valor más grande, un valor como absoluto, puesto que había perdido su punto de referencia. ¡Extraña reacción que hubiese tenido que hacerme ver cuáles eran mis verdaderos sentimientos!

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