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Claire miraba cómo su cuñada los amontonaba en un plato y los cubría de azúcar y nata, mientras reflexionaba en lo que acababa de decirle.

– ¿Crees que es prudente… -preguntó- tan inmediatamente después…?

Anne siguió llevándose cucharadas de fruta a su pequeña boca rosa, incrustada como un grueso fruto en la cremosa extensión de su cara.

– Cuanto antes tenga un varón antes terminará -dijo.

– ¡No hay derecho! -La voz alta e indignada de un niño se oyó a través del aire dorado. Espera diez años, pensó Claire, y te enterarás de todo a lo que no hay derecho.

Hubert salió a la terraza a grandes zancadas y arrojó una hoja de papel a la mesa.

– Otra vez Duval. La última vez fue robo de leña. Esta vez han dejado pacer a su ganado en la finca. Han derribado las cercas y los aparceros protestan porque llevan los rebaños a través de sus campos. Duval ha presentado una queja al magistrado, pero ya no sirve de nada. Tendré que ir personalmente. -Se sirvió una taza de café y empezó a pasearse.

– Siempre estás a la carrera -comentó Anne, limpiándose la nata de los labios-. ¿Por qué no dejas que tu administrador se encargue de ello? ¿No está para eso?

Él pasó por alto la pregunta; hacía tiempo que habían tomado la costumbre de dirigirse solo comentarios críticos.

– Pero Sophie y Mathilde llegan mañana -dijo Claire.

– ¿Estás insinuando que les consternará mi ausencia? -Un pensamiento lo asaltó y volvió la cabeza hacia ella-. ¿No traerán ese perro consigo?

– No, Hubert, Mathilde sabe que no permitirás que Brutus entre en tu casa.

Él la miró con recelo.

– Pero dijiste que ella nunca querría ir a donde él no sea bien recibido. -Luego, esperanzado-: ¿No habrá muerto?

– ¿Sabes, querida? -dijo Anne-, creo que prefiero el chocolate al café, después de todo.

– Padre insistió en que viniera Matty.

Claire fue a la cocina, donde habló con una criada. Al regresar se detuvo junto a la cuna y se inclinó para mirar dentro. El bebé suspiró e hizo ruiditos entre sueños.

– ¡Una niña adorable, Anne! Esos hoyuelos… Y nunca he visto unas pestañas más largas.

– Sí, ha salido a la familia de Sébastien.

Hubert había acercado una silla y se servía un plato de fresones.

– Nunca hubiera creído a tu padre capaz de insistir en nada. A esa niña la han criado como a una salvaje. Deberían meterla en un convento e inculcarle un poco de disciplina.

– Olvidas que ya no hay conventos. Ni monjas para inculcarle nada. Padre creyó más prudente que las niñas se marcharan de Castelnau hasta que las cosas se calmasen. Aunque, según Sophie, todo ha vuelto más o menos a la normalidad.

Él resopló.

– Caussade ha huido, casi todos sus concejales están en prisión y hay tropas procedentes de todas partes ocupando la ciudad. ¿A eso llamas normalidad?

Una mujer de pelo cano apareció con una jarra de chocolate, cucharas, boles, más nata. Claire frunció el entrecejo.

– ¿Dónde está Marie?

– Le ha dado un vahído.

– No sé qué tiene esa chica… ha estado bastante rara últimamente. Si las cosas no mejoran tendré que dejarla marchar. Las criadas enfermizas son insufribles.

– A mí me parece una criatura bastante agradable -dijo Hubert, concentrado en servirse jugo de fresones.

– ¿Queda alguna de esas exquisitas tartaletas de vainilla de ayer? -preguntó Anne.

Pero Claire miraba a Hubert, que tenía los ojos clavados en su plato. Al cabo de unos momentos, dijo:

– Invitaré también a Stephen. Ha terminado mi retrato y dice que le encantaría entregarlo en persona. Es una lástima que no estés.

Bueno, eso ha sido osado, pensó Anne.

Hubert se volvió hacia su hermana.

– ¡Por el amor de Dios! ¿No sabes hacer otra cosa que comer y traer mocosos al mundo?

Eran como dos pájaros, pensó Claire, Anne sentada sobre su nido y Hubert un gorrión belicoso.

Vencido por la magnitud de su misión, su hijo lanzó de pronto un espantoso bramido desde el parterre.

Mientras todo eso sucedía, una niña de ojos hinchados y rojos permanecía sentada en la cama que compartía con su prima en una estrecha habitación en lo alto de la casa. Trataba de imaginar cómo iba a ser su vida.

5

La polinización tiene lugar de manera natural cuando las rosas crecen al aire libre, porque las abejas polinizan las flores. Pero si desean cruzarla de una manera controlada, si su ambición es traer una rosa al mundo, sumarla a sus múltiples fenómenos, he aquí lo que deben hacer.

La base de todo cultivo es la selección. Deben empezar escogiendo las características que desean reproducir: el olor a almizcle de esa variedad de flores lilas, el tono rosáceo apergaminado tal vez, o la asombrosa forma doble de aquella otra. Las rosas seleccionadas por estas características serán sus progenitores: el masculino o polen y el femenino o vaina. Su objetivo será combinar las mejores características de sus progenitores en sus descendientes.

Se escoge un capullo joven -uno en que apenas se vea el color- del rosal que han seleccionado como progenitor femenino y, con mucha delicadeza, se retiran todos los pétalos. Eso permitirá acceder a las anteras inmaduras, que deberán cortarse para impedir que la planta se polinice a sí misma. Las abejas suelen pasar de largo ante una flor que carece de anteras portadoras de polen, pero para asegurarse de que ningún polen no deseado genera una semilla en la planta femenina, sería prudente cubrir con una pequeña bolsa el capullo desnudo y sujetarla con firmeza. En unos días el estigma estará maduro, ligeramente pegajoso. En ese estado está listo para recibir el polen.

Mientras madura el estigma, se arrancan varios capullos recién abiertos del progenitor masculino. Con cuidado, se cortan las anteras y se ponen a secar sobre una hoja de papel. A continuación, se introduce el polen seco en un receptáculo limpio: una cajita o un frasco de cristal. Cuidado con la humedad: si la caja o el frasco no están perfectamente secos, el polen se cubrirá de moho.

Ya se puede añadir el polen. Utilizando un pincel fino, se recoge el polen seco y se espolvorea sobre el estigma maduro. Si el polen germina, crecerá como un largo tubo a través del estilo hasta el ovario de la planta femenina; con el tiempo se formarán unas cápsulas conocidas como vainas.

Hay que asegurarse de que la planta madre está bien alimentada y regada en cuanto empiece a formarse una vaina. Al cabo de cuatro o cinco meses, esta se volverá naranja y ligeramente suave al tacto. Eso significa que está madura. Entonces se abre la vaina, se retiran todas las semillas y se secan sobre un papel al sol. Hay que tomar precauciones contra los ratones, que son extraordinariamente aficionados a las semillas de rosas.

Se plantan las semillas en una bandeja poco profunda que contenga una mezcla ligera de propagación, se riega la tierra y se deja la bandeja en un lugar fresco unas cuatro o seis semanas. Este período de enfriamiento hará que la mayoría de las semillas germinen cuando más adelante se traslade la bandeja a un lugar cálido.

En pocas semanas florecerán las plantas. Sin embargo, hay que esperar una segunda floración para analizarlas con más exactitud. Habrá que estar preparados para las considerables diferencias que encontrarán en los cruces resultantes: las rosas, como las personas, tienen tendencia a desconcertar, y pocas veces son fieles a su variedad. Habrá que desechar la mayoría de las plantas, pero las que parezcan cumplir sus especificaciones deberán ser etiquetadas y plantadas en una maceta para un posterior análisis.

Hay que repetir el proceso cientos, si no miles de veces, para tener alguna posibilidad de producir la rosa que solo florece en la imaginación.

Como puede verse, el final de la primavera es un momento crucial para los cultivadores de rosas. Por eso se entiende que Sophie trabajara hasta tarde con tijeras, pinceles y bolsas de muselina. Que estuviera muerta de cansancio pero que durmiera mal, con las rosas irrumpiendo en una confusión de sueños.

6

Quiere a sus hijas, pero sin ellas los días transcurren mansamente: la navegación no requiere esfuerzo en aguas tranquilas. Hace todas las comidas en su estudio, contiguo a su dormitorio. Su vieja bata marrón, la que Marguerite le bordó con soles amarillos el primer año de casados, le cae alrededor en sedosos pliegues. Come tanto como le place, sin que Sophie esté mirando su plato con el entrecejo fruncido, bajo las órdenes del necio de Ducroix.

Piensa en Sophie. Teme que esté adquiriendo manías de solterona. Debería dedicar algo de tiempo a buscarle marido. Debería escribir a Claire, pedirle consejo, conseguir su ayuda.

En lugar de ello, da paseos por los verdes senderos de verano. Ha desempolvado para tales excursiones su antiguo sombrero de fieltro negro, única reliquia de sus tiempos en los tribunales de Toulouse. El ala ancha, donde las polillas se han dado un festín, está tan agujereada que parece un encaje. Deja pasar el aire, que sopla ligeramente alrededor de su cara.

Al otro lado del pueblo hay un campo que no parece distinto de los que lo rodean. Sin embargo, es el favorito de las alondras. Su canto sale a raudales del cielo azul, día tras día, solo en ese lugar.

Por la noche, el silencio lo envuelve como un ala. Cuando llega el sueño, él se acurruca en su blandura.

Una lechuza llama desde el haya que hay junto a la ventana y él despierta sobresaltado. Advierte que se ha salpicado una de las mangas con el jugo de la carne. Este creciente deseo de soledad que lo lleva a no cumplir con viejos amigos, con antiguos colegas, con sus hijas; la dificultad con que finge interesarse en los asuntos del mundo, ¿cuándo empezaron? ¿A la muerte de su mujer? ¿Cuando Claire se marchó a Toulouse? ¿Cuándo se casó con ese necio insoportable?

Lo han elegido para la nueva judicatura, pero incluso su trabajo, antes una pasión, ya no llama precisamente su atención. Recuerda que creía que la ley existía para civilizar a los hombres. Y lo sigue creyendo, solo que no consigue que le importe mucho.

Es consciente de su afición a los pequeños rituales, a los mimos que dedica a su persona. Me estoy haciendo viejo, piensa horrorizado. Y durante un largo minuto tiene verdadera dificultad para respirar.

Pero ¿es posible, cuando el pasado le olfatea los talones, cuando la niñez le hace compañía como su sombra? El corro de niños lo sujeta en un oscuro pasillo de mármol, clavándole sus huesudos dedos en los brazos. Todavía se sabe de memoria el catecismo para los cortesanos con que lo atormentaban mientras le apretaban una fría navaja contra el cuello: «¿Cuántas clases de nobleza hay?». Y él tenía que responder: dos, la nobleza de espada y la nobleza de toga. «¿Cuál es la más reconocida?» La de espada, porque solo se adquiere después de arriesgar la vida muchas veces…

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