Aquel atardecer había habido una fiesta para celebrar que Marianne Linguet cumplía cuarenta y cinco años. Sentada ante el espejo, Claire se felicitó por haber evitado el color que había llevado la mitad de las mujeres invitadas a la fiesta, boue de París: no favorecía al color de su tez. En su lugar había escogido un vestido suelto de un delicado rosa champiñón. Cuando, cediendo a los ruegos de su anfitriona, se levantó para cantar, fue consciente de cómo la miraban los hombres y cómo observaban las mujeres a los hombres.
Bostezó, y deseó que la chica, que era nueva y lenta, se diera prisa y terminara de cepillarle el cabello.
Marianne había llevado unos pendientes de diamantes, regalo de su marido. «No hay mejor joya para una cara que envejece, querida… no es que la suya vaya a necesitar ornamento alguno cuando tenga dos veces mi edad.» ¿Era eso cierto? Claire examinó su reflejo, llevándose una mano a la mejilla. Últimamente le había parecido detectar…
Hubert entró y pidió a la doncella que los dejara solos.
– ¿No puede esperar hasta mañana? -Claire cogió el cepillo y lo pasó por sus rizos.
Él se movía por la habitación, cogiendo objetos y volviendo a dejarlos en su sitio. Manoseando la cinta de terciopelo que ella había llevado en el cabello, dijo con naturalidad:
– Dentro de quince días nos marchamos a Inglaterra.
Ella se volvió para darle la cara. Él abrió el tarro chino azul y blanco que ella tenía en la repisa de la chimenea y miró dentro. Cuando volvió a dejarlo en su sitio, no lo tapó.
– Está todo arreglado. -Sonrió; tenía motivos para regocijarse-. Sébastien y Anne también se vienen, pero ellos viajarán por su cuenta, por supuesto. Ya han llegado los permisos. Tú eres la mujer del ciudadano Laurent, un fabricante de tejidos que se dirige a Lancashire para estudiar los últimos avances en maquinaria. No está mal, ¿no te parece? -Coraje, discernimiento, autoridad: el linaje siempre se notaba, en cualquier situación. Se estudió en el espejo y levantó la barbilla.
– No me había dado cuenta de que estabas tan bebido.
Él siguió tambaleándose alrededor de ella. Pero al menos había dejado de sonreír.
– Es un disparate… Sabes qué les sucede a los emigres. Lo perderemos todo: esta casa, las fincas.
Él se encogió de hombros y siguió andando.
– Que encuentren un pretexto y nos lo arrebaten todo es cuestión de tiempo. En cuanto a las fincas… ya he hablado con Duval. Es un buen hombre. Hemos preparado los papeles: le regalo La Brousse y Lupiac a cambio de sus fieles servicios, lo que debería bastar para protegerlas de las garras de la Revolución hasta que regresemos. Esto no durará, ya lo verás. En un par de meses habrá guerra, los austríacos dejarán de dar largas. Todo insulto dirigido a la reina es un insulto al linaje de los Habsburgo.
– Hasta ahora no han dado muchas muestras de ofenderse.
– Ya lo verás. Declararán la guerra antes del verano y la Revolución habrá terminado para final de año. Ya lo verás.
– Es absurdo. ¿Adonde vamos a ir? ¿Cómo vamos a vivir?
– La tía de Sébastien está casada con un inglés. Te esperan. -Él cogió el collar de perlas que ella había llevado esa noche y lo sostuvo fuera de su alcance-. No te olvides de meterlo en la maleta… con todo lo demás.
Ella retrocedió ante su aliento cuando él se inclinó sobre ella.
Él malinterpretó el gesto.
– Oh, no tienes por qué preocuparte. Está todo arreglado. Una suma considerable ha hallado el modo de cruzar el Canal, lo suficiente para tus caprichos hasta que volvamos.
– ¿Me lo dices ahora, quince días antes de la fecha en que esperas que deje todo? ¿Cuánto tiempo llevas planeándolo?
– Desde el verano -respondió él, orgulloso-. Desde Varennes. Sébastien y yo nos pusimos a pensar. ¿Por qué crees que he pasado tanto tiempo en Blois últimamente?
– Y supongo que los dos os proponéis alistaros en las filas monárquicas.
– La mayoría de los oficiales de nuestro regimiento ya está al otro lado de la frontera. El ejército de Conde es profesional. -Se vio a sí mismo a lomos de un caballo engualdrapado, dando y recibiendo órdenes-. Los primeros disparos de nuestros cañones anunciarán los estertores de la Revolución. París caerá en Navidad como muy tarde. Ya lo verás.
– Deja de hablar así.
– Debimos hacerlo en el ochenta y nueve. -Él introdujo un dedo en una de las cremas de Claire y, frotándose el dorso de la mano, olió el resultado.
– Han decretado sentencia de muerte para todos los emigrados.
– Cuando regreses a Francia habrá sentencia de muerte para todos los revolucionarios. Ya lo verás.
– No puedo… No pienso… Olivier es tan delicado… Inglaterra es un lugar húmedo, el peor lugar para él.
– Tonterías. De todos modos, vamos a ir… Está todo arreglado.
– ¿Qué hay de mi padre, de mis hermanas? ¿Qué será de ellos?
– No les ocurrirá nada que no les hubiera ocurrido de habernos quedado.
– No pienso… No puedo… El viaje será excesivo para mí.
Él se echó a reír.
– Estamos hablando de Inglaterra, no de las antípodas.
– Sería una temeridad. No me siento bien. -Ella se levantó-. Estoy embarazada.
Él se quedó mirándola. Muy quieto.
– Ya sabes lo mala que me puse con Olivier. -Su voz sonó desafiante, pero no miró a Hubert.
– ¿Cuánto hace que lo sabes?
– Días. Una semana. Al principio no estaba segura.
– ¿Cuándo…?
Por unos instantes ella vaciló. Luego le dijo la verdad.
Lo observó hacer cálculos. Juntó las manos ante sí y esperó a que él hablara.
Hubert abrió la boca. Pero casi de inmediato volvió a cerrarla.
Tarde de un domingo de abril.
Sophie y su amiga Isabelle Ducroix están paseando por el parque, la grava crujía suavemente bajo sus pies. Los olmos se han vuelto de un verde delicado. Se suceden en largas y agradables avenidas hacia la fuente y más allá de la escalinata y la balaustrada de mármol que ofrece bonitas vistas del campo que rodea Castelnau. Las palomas se acicalan en pacientes estatuas. Hay niñeras con bebés, y una mujer vendiendo limonada. Un anciano se ha quedado inexplicablemente inmóvil en mitad de un sendero, con las manos cruzadas sobre su bastón. Familias enteras se están aireando. Niños pequeños se persiguen unos a otros, dando gritos ensordecedores. Un soldado se inclina hacia una joven y le susurra algo. Por toda la ciudad, por todo el país en realidad, los soldados están haciendo promesas temerarias; Francia acaba de declarar la guerra a Austria.
Isabelle lleva unos zapatos de rayas rojas, blancas y azules, con elegante tacón bajo, y una falda de algodón blanco estampada con ramilletes de amapolas y azulinas. Sophie, vestida de anticuado verde, es todo admiración.
Dos jóvenes parados bajo los árboles se dan golpes con el codo.
– No me importaría meterme a esa en el ojal -declara uno de ellos.
– O en los pantalones -replica el otro.
Las jóvenes (aunque a Isabelle, a los treinta y cuatro años, difícilmente se la puede describir como tal) miran al frente impertérritas. Una vez a salvo, se miran y sonríen.
– La semana pasada, en esa mercería -dice Isabelle-, la de la rué Royale…
– Querrás decir la rué Nationale.
– Por supuesto, la rué Nationale. El nuevo dependiente me llamó madame. No se lo pensó dos veces. Supongo que hace tiempo que dejé de pasar por mademoiselle, pero los demás saben fingir.
– Podrías haberle amenazado con denunciarlo por no dirigirse a ti como ciudadana. -Y, mientras se internan en un sendero perpendicular al primero, añade-: ¡Mira eso!
Una niña sentada en mitad del sendero se deja enterrar por su hermano, un niño gordo de rizos pelirrojos. Arrodillado a su lado, este arroja generosas palas de tierra y gravilla sobre las piernas de su hermana. Las puntas de los zapatitos blancos, veteados de marrón, sobresalen en la polvorienta tierra; ella los contempla con interés, agitando las manos y arrullando.
– Siempre me han dado lástima los críos feos -dice Isabelle-. Sé lo que les espera. Como un cerdito, el pobrecillo.
Una mujer corpulenta llega con un revuelo de seda lila y exclamaciones. Pone de pie al cerdito y le da una bofetada, coge al bebé en brazos, trata en vano de sacudirle el polvo, regaña a los dos niños.
Sophie e Isabelle siguen andando.
– ¿Cómo está Claire?
Sophie suspira.
– Como con Olivier, pero peor. -Prevé meses de bandejas y críticas.
– Debe de estar preocupada por Hubert -dice Isabelle, tanteando.
– Supongo -dice Sophie sin convicción-. Ayer llegó de Toulouse una carreta con sus muebles. Dos de las sillas de madera y raso estaban estropeadas. Jacques las escondió en el ático. No nos hemos atrevido a decírselo a Claire, adora esas sillas.
– ¿No deberíamos estar tejiendo ropa interior para nuestros soldados? -pregunta Isabelle.
– Cualquier prenda tejida por mí constituiría un acto antipatriótico.
– Dicen que solo es cuestión de tiempo antes de que Prusia acuda en auxilio de los austríacos. -Isabelle mira a Sophie desde debajo de su sombrilla-. ¿Te alegrarás si los monárquicos ganan la guerra y todo vuelve a ser como antes?
– Nada puede volver a ser como antes -dice Sophie-. De todos modos, hay muchas cosas que no han cambiado… Ahora muere de hambre casi tanta gente como en el ochenta y nueve.
– Ni la Asamblea puede decidir las cosechas.
– Pero podría controlar la distribución del grano o fijar el precio de la harina.
– Lo siguiente que harás es sujetarte las faldas y saquear las tiendas de comestibles.
– ¿Por qué no? Debemos esforzarnos por ser modernas -dice Sophie, agachándose para pasar una mano por la fuente-. Es lo que se espera de las mujeres sin marido.
Isabelle no dice nada.
Una paloma está bebiendo de la pila: no hunde el pico muchas veces y muy deprisa, como los demás pájaros, sino que lo mantiene en el chorro de agua. Mira con los ojos en blanco a Sophie y arroja cuentas iridiscentes en su dirección.
Una escalinata ancha y poco empinada las lleva a la balaustrada desde donde se ve a Castelnau descender en declive: primero tilos, chimeneas, muros, luego árboles en sus arpegios de verde, con las ramas todavía visibles entre las hojas. Hacia el sudeste, al otro lado del río, apenas se distingue la torre de la iglesia de Montsignac.