Berthe hubiera preferido que Rinaldi se tomara su sopa de col en la trascocina. O, mejor aún, en el patio de la cocina.
– Pero, Berthe, está nevando.
– Es un gitano. Ellos no sienten el tiempo como nosotros. -Suspiró cansinamente, ¿es que Sophie nunca comprendería algo tan simple?-. No son como nosotros.
Pero Sophie había insistido, de modo que allí estaba el buhonero, cómodamente instalado en su limpia y calentita cocina, mojando pan de centeno en su sopa, la nieve todavía en los pliegues de su fardo y goteando en su suelo recién fregado. Y Sophie estaba sentada a la mesa con él. Cualquier día lo invitaría a comer con su padre. En eso había resultado esa revolución, un montón de parisinos metiendo ideas en la cabeza de la gente respetable. En Castelnau, a las Hermanas de la Pequeña Flor les habían confiscado el convento y disuelto la orden; y ¿qué iba a ser de ella ahora que ya no podía contar con acabar sus días con ellas, echando una mano de vez en cuando en la cocina, con las voces de las monjas sonando en sus oídos hasta el último instante?
– Berthe, creo que las escaleras necesitan una barrida. Tal vez…
Ella resopló y salió enfadada de la cocina, guardándose de no cerrar la puerta detrás de ella. Así oiría gritar a Sophie cuando ese tipo la atacara y podría acudir en su auxilio.
– La he ofendido -dijo Sophie-, pero mete demasiado ruido si se queda.
– Una cocinera delgada es una desgracia para una casa -observó Rinaldi, sentencioso-. Aunque esta sopa está llena de sabor.
Ella captó la indirecta y volvió a llenarle el cuenco.
– ¿Dónde has estado estos meses?
– En el norte -respondió él, concentrándose en untar pan- y en el este. -Lo que, de hecho, abarcaba la mayor parte del país. A Rinaldi no le gustaba divulgar sus itinerarios; tenía el miedo del proscrito a revelar demasiada información. Buscó algo con que distraer la atención de Sophie-. Tengo unos guantes impregnados de esencia de rosas. Del más fino cuero. -Sus ojos brillantes y negros como el carbón buscaron los de ella, y la punta de la lengua le asomó por la comisura de los labios-. Exactamente como los que regala a la reina por cajas su amante sueco.
– Me serían tan útiles como imagino que le son a ella últimamente. No creo que tenga más ocasiones que yo de alternar en sociedad.
– Una joven como usted se sorprendería -dijo él enigmáticamente- de las cosas que pasan en el palacio de las Tullerías, -Golpeó la mesa con su pequeña mano morena para subrayar sus palabras y siseó-: Fiestas.
– ¿Has estado en París, Rinaldi?
Él se concentró de inmediato en su sopa, inclinando la cabeza sobre el cuenco. Sophie se compadeció de su incomodidad y dijo:
– Mi rosal de China está prosperando. Y he conseguido sacar de él casi veinte plantas nuevas.
– Ya ve el buen negocio que hizo. Sabía que esa rosa le supondría una fortuna.
– Cuando me felicitas por mi sagacidad sé más allá de toda duda que la transacción ha sido ventajosa para ti.
Él sonrió.
– Conozco a un caballero que cultiva rosas en su finca cerca de Poitiers. Está muy interesado en comprar plantas. Le he dicho que le escriba a usted.
– Gracias. -Sophie sonrió radiante y él pensó, no por primera vez, que ella era una de esas mujeres que no esperaba que la encontraran atractiva y, por tanto, la gente no solía hacerlo.
– ¿No sería buena idea cruzar esa rosa de China con una de las variedades antiguas? -dijo sin levantar la vista del plato-. El resultado podría suponer mucho dinero.
– ¿No hace frío? -dijo Sophie mirando por la ventana-. Toda esa nieve.
Yo tenía razón, por supuesto, pensó Rinaldi. Vació lo que quedaba de vino en lo que quedaba de sopa y cogió el cuenco para beber de él.
Una forma negra y baja abrió la puerta de un empujón, cruzó corriendo la habitación y, saltando sobre las rodillas del buhonero, le lamió la cara con afectuosa liberalidad.
– Sabía que estabas aquí-dijo Mathilde detrás de él- porque Berthe ha sacado toda la cubertería de plata y la está contando.
– Bellina! Che bellina! Tan hermosa como la aurora. -Rinaldi alargó una pata de mono y le pellizcó la mejilla, conducta que ella no habría tolerado en nadie más. Llevándose una mano al bolsillo, él sacó una peladilla rosa y la metió en la boca de Mathilde.
– Gracias, Rinaldi. -Ella se puso la peladilla junto a la mejilla y dijo, apenas más claramente-: Brutus se ha roto un diente. Del lado derecho, al fondo.
Rinaldi deslizó los dedos dentro de la boca del perro para separarle las mandíbulas y echó un vistazo.
– No es nada. Tiene las encías sanas, que es lo importante. -Rascó a Brutus detrás de las orejas y lo dejó en el suelo.
– Temía que tuvieran que arrancárselos, como a Berthe. Sophie le dio lavanda y clavo, pero ella dijo que el dolor era terrible, de modo que fue a que se los arrancaran todos a la feria de Michaelmas. Confiamos en que su carácter mejore en primavera.
– Hojas de roble en agua de lluvia -dijo Rinaldi-, ese es el remedio para el dolor de muelas. O sangre de dragón y mirra… un remedio que se utilizaba mucho en Oriente con asombrosos resultados. Da la casualidad que tengo aquí…
– No te molestes -se apresuró a decir Sophie. Si abriera ese fardo en presencia de Matty y…
Él la miró con reproche.
– El caballero de Poitiers compró un frasco. -Hizo una pausa para dejar que surtiera efecto ese recordatorio de que tenía motivos para estarle agradecida; la conciencia de Sophie era un instrumento sensible que Rinaldi hacía tiempo dominaba-. Además, estas cosas son educativas. También tengo una encantadora tacita, de la más fina porcelana, con un retrato del general Lafayette. O un trapo de cocina con la Declaración de los Derechos Humanos estampada.
– No creo que necesitemos una encantadora tacita. O más trapos de cocina.
Pero Mathilde ya estaba peleándose con las hebillas del fardo y Rinaldi se levantó.
– Algún que otro objeto patriótico podría ser útil algún día en una casa como esta.
– ¿De veras?
Él se encogió de hombros.
– Yo me cuido de llevar todo el tiempo la escarapela tricolor en el sombrero. -Con un elegante ademán, desenrolló un lazo magenta y lo enrolló con ternura alrededor de la cabeza de Mathilde-. Un regalo para mi pequeña dama, per la piú bella, un regalo de Rinaldi.
Le gustaba su hermana. Pero adoraba a Mathilde. Y ahora Sophie se sentiría obligada a comprarle algo de su fardo.
Jacques informó a Joseph que Saint-Pierre se encontraba en Castelnau -tal como él había esperado- y Sophie en el jardín.
– Ha salido a su madre, a quien siempre se le dieron bien las flores, aunque es una lástima que no sea ni la mitad de hermosa.
La puerta del patio se hallaba abierta. Ella estaba de pie, contemplando el cielo. Él arrastró las botas y carraspeó para no sobresaltarla.
Ella abrió los ojos y le sonrió.
– Creía que nunca acabaría el invierno.
El viento del este perseguía jirones de nubes por el pálido cielo. Pero el sol brillaba con firmeza y allí, cerca del muro, el calor que se había acumulado podría haberse confundido con mayo si no fuera por el olor a hierba y hojas, el olor verde húmedo de principios de primavera.
Él se desabrochó su chaqueta nueva, amarillo limón.
– ¿Ha caído enfermo alguien del pueblo?
– No, no exactamente, quiero decir… -Se ajustó los anteojos-. Pasaba por aquí -mintió- y se me ocurrió ir a ver al viejo Laval, al que tanto le ha costado quitarse esa tos…
– Le oí el otro día maldecir a voz en cuello a su nieta porque su sopa sabía a orina de vaca. Me pareció sano.
– Ya veo, sí, por supuesto, ahora está totalmente recuperado, ni rastro de la tos, ya no. -Desesperado, señaló la planta más cercana-. Estas flores… ¿cómo se llaman?
Ella arrancó una espiga de color malva y se la ofreció. Él la olió.
– ¿Espliego?
Ella asintió, riendo.
– Conozco las rojas del patio -dijo él-. Geranios. La gente las pone en los alféizares de las ventanas.
– ¿Tiene alguna ventana a la que le dé el sol?
Él tuvo que pensar.
– Es posible.
– Podría plantarle un esqueje en una maceta.
– ¿Lo haría?
– Por supuesto. Uno escarlata, si quiere. O rosas y blancos, como los que tiene Berthe detrás de la casa.
– Mis favoritos son los de color escarlata -aseguró él, que nunca se había parado a pensarlo.
– No lo olvidaré.
– Nunca he… ¿Y si se me muere?
A punto de decir: «No es uno de sus pacientes», Sophie se contuvo. Había algo abrumadamente serio en esos anteojos.
– Los geranios son muy resistentes -lo tranquilizó. Al reparar en su chaleco que era evidentemente nuevo, y el fular rígido del almidón y de un azul deslumbrante, pensó que la gente siempre necesitaría médicos, porque siempre necesitaría esperanza… o la ilusión de esta.
– ¿Entramos? -preguntó ella-. Debe de tener sed…
Él meneó los hombros, disfrutando de su amabilidad.
– Prefiero quedarme aquí. -Y añadió, con mucho atrevimiento-: Con usted.
Los pájaros picoteaban la tierra húmeda, y los rosales echaban sus primeras hojas tiernas. ¿Cuándo había conocido una felicidad tan grande? Lo único que acudió a su mente fue cierta ocasión en que la disección del brazo izquierdo de un cadáver había ido particularmente bien y la carne se había separado limpiamente bajo el bisturí, pero no le pareció muy apropiada.
Una corriente de aire trajo del huerto un puñado de flores blancas que se arremolinaron. Un pétalo húmedo se pegó a la nuca de Sophie. Podría alargar una mano y retirar, con mucha delicadeza, ese pétalo, y ella no se enteraría de que la había tocado, pensó.
Sobre sus cabezas, unos pajarillos marrones armaban bullicio.
– Un granjero me dijo que si entras en un cobertizo de noche con una linterna bajo el abrigo, tapando parcialmente la luz, los gorriones vuelan hacia ella y se te posan en los hombros. Dijo que podías atraparlos a docenas, que es lo que necesitarías para preparar un plato.
– No me gustan mucho las aves, ninguna ave, ni siquiera las que parecen existir solo para ser comidas, como los gansos. Hay algo en las patas de un ave muerta… Y las pequeñas, cuando piensas en su trino y en cómo cae la luz en su plumaje… No es muy distinto de comer flores -dijo Sophie-, y ya puede imaginar lo que diría la gente si sorprendieran a alguien haciendo eso.