– Cuando era estudiante, mis amigos me hicieron un pastel de carne de gato para mi cumpleaños y hasta que no me lo hube comido me estuvieron diciendo que era conejo.
– ¿Y…?
– No sabía nada mal… no muy distinto del conejo, de hecho. Le he tomado el gusto y ahora siempre como gato en mi cumpleaños.
Ella lo miró de reojo.
– Y los domingos un plato de chuletas de perro. -Él levantaba la barbilla al reír. Los gorriones se desperdigaron hacia los rincones más apartados del jardín.
– ¿Se ha encontrado alguna vez preguntándose por el día de su muerte? -preguntó ella-. Es extraño, los meses pasan y nada señala cuál será el último día.
Joseph sabía que los aldeanos apreciaban a Sophie y la compadecían porque no tenía marido. Pero, como había dicho una mujer, no era culpa de los hombres que fuera más alta que la mayoría de ellos y tuviera esa forma tan peculiar de expresarse.
Estaban llegando a la puerta que había en el seto de brezo.
– ¿Qué hay al otro lado?
– Solo unos parterres donde cultivo rosas para venderlas. Y el parque, árboles y demás. -Ella miró alrededor-. Si quiere puedo ir a buscar su geranio ahora, no tardo nada.
Pero era demasiado tarde. Él ya había abierto la puerta y caminaba a través de hileras de pequeños y esqueléticos arbustos. La tierra oscura descendía hasta otro seto; más allá, una franja de prado se abría al vasto y engañoso cielo azul pálido; al final estaban los abedules y el río.
– No hay nada que ver, como puede comprobar -dijo Sophie a su lado. Frunciendo el entrecejo, y sosteniéndose ya sobre un pie ya sobre el otro, como una de esas aves grises que se veían acechando la orilla del río.
Él se había agachado para examinar un retazo de color en la planta más próxima; dos hebras de algodón, una morada y otra malva, se retorcían alrededor de un tallo. También en el arbusto siguiente, y en el siguiente, y el siguiente.
– Los rosales blancos son populares porque crecen con fuerza en los muros que miran al norte. Pero tengo suerte si vendo más de dos docenas al año. -Sophie permanecía junto a la puerta, con una mano en el pestillo.
Él daba vueltas, mirando con ojos miopes cuando los anteojos se le resbalaban por la nariz.
– Pero cultiva muchas.
– Experimento con variedades nuevas -se apresuró a decir ella-. La mayoría no llegan a nada. Pero necesitas tener una gran cantidad donde escoger, ¿comprende?
Él se volvió hacia ella, entusiasmado.
– Un trabajo científico.
– En gran medida es una cuestión de suerte -replicó Sophie con firmeza, repitiéndoselo como lo hacía veinte veces al día-. Todos los esfuerzos de un año entero pueden quedar destruidos por una helada. Difícilmente puedo contar con tener éxito.
– ¿Y el algodón?
– Las dos hebras representan las plantas progenitoras, cada una de distinto color. Es una forma de marcar los orígenes de las plantas. -Sophie se apartó el mechón que le había caído en la cara-. Será mejor que nos vayamos. Aquí hace más viento.
A la memoria de Joseph acudió una conversación del verano anterior con terrible precisión: el estadounidense, repantingado durante el almuerzo, pidiéndole a Sophie que pusiera su nombre a una rosa. El resentimiento se hinchó en el interior de Joseph como un sapo en primavera. Sugeriría encantado el nombre apropiado: Ampulosidad Concentrada. O Necio Fragante. Con instintos asesinos en su corazón, miró furioso los rosales.
Sophie pensó en el profesor Kólreuter, a quien imaginaba robusto, con aroma a menta, un tanto severo. El profesor era uno de sus preferidos: la visitaba a menudo por la noche, y aunque era mayor y todas las expresiones cariñosas las decía en alemán, sus dedos gruesos y rosados manejaban el estigma con asombrosa delicadeza. No es que tuviera algún parecido con el doctor Morel. De nuevo a salvo al otro lado del seto, se le ocurrió pensar que tal vez hubiera una nueva ley -había tantas, últimamente- que exigía que todo el que cultivara rosas para la venta se registrara en una autoridad central con oficina en París. Habría permisos y una cuota que pagar, sin duda. El médico estaría al corriente de ello -lo asociaba vagamente con el progreso-, lo que explicaría por qué la censuraba con la mirada.
– He descuidado el papeleo -admitió ella-. Pero solo son unas pocas ventas en Castelnau, eso es todo. Estoy segura de que se puede arreglar.
Él abrió la boca para pedirle que se casara con él…
– ¡Sophie, Sophie! -Mathilde bajó corriendo por el sendero y se detuvo delante de ellos-. Berthe ha echado pato en conserva en las lentejas.
Había quedado acordado que no habría carne en los almuerzos, por lo menos cuando su padre no estaba en casa. Berthe se había dejado convencer, pero de vez en cuando arremetía.
– ¿Es demasiado tarde para pedir una tortilla?
Mathilde lo consideró.
– Murmuraba cuando me marché.
– Es demasiado tarde. Será mejor que hable con ella. Tal vez me deje hacerte una.
– ¿Con cebolletas?
– Con cebolletas.
Colgándose del brazo de Sophie, Mathilde dijo:
– Hay una carta para ti. De Stephen.
– ¿Le gustan las lentejas, doctor Morel? Comerá con nosotras, ¿verdad?
Pero él sabía que era imposible.
Al oír los disparos de mosquete, cogió su maletín de cuero negro y echó a correr. Había dejado atrás el sombrero y la chaqueta, junto con la mujer que había venido a verle quejándose de dolores en el pecho. Él ya había examinado el bulto, olido el aliento, oído la letanía de sus síntomas; la mujer moriría del tumor y no había nada que él pudiera hacer.
Llevaba semanas, meses, esperando ese ruido. En las reuniones, los Patriotas habían protestado furiosos contra el gobierno municipal antipatriótico de Castelnau. Caussade aún no había cumplido las instrucciones de París de vender las propiedades de la Orden de la Pequeña Flor, embargadas desde antes de Navidad. Peor que esas dilatorias era el hecho de que el alcalde estaba armando a una compañía reclutada entre los campesinos que trabajaban sus tierras y dirigida por sus compinches aristócratas. Llevaban una escarapela negra rematada con una cruz blanca y afirmaban estar librando una guerra santa contra la infiltración en el poder por parte de los no creyentes, o peor aún, los protestantes.
La misma Asamblea les había entregado su arma más potente, el decreto que sometía a todos los sacerdotes, como buenos ciudadanos, a la Constitución y les exigía jurar lealtad a la nación y sus leyes. Se hizo circular una petición exigiendo que la fe católica fuera reconocida como religión oficial del Estado; para cólera de los revolucionarios, recogió casi más de dos mil firmas.
Ricard, que siempre conservaba la serenidad en casi todos los debates, por acalorados que fueran, perdió la calma ante semejante prueba de «fanatismo religiosos». Expuso a voz en cuello su convicción de que el fervor católico entre los pobres y los analfabetos, «explotado por los aristócratas para sus fines retrógrados», acabaría con la revolución. La razón dictaba que el clero se sometiera a la Constitución. ¿No era mucho más lógico que jurar lealtad a «ese cura italiano con ínfulas, ese presumido romano» que amenazaba ahora con excomulgar a los obispos y sacerdotes que prestaban juramento?
En la reunión se decidió que un destacamento de guardias locales empezara a hacer un inventario del contenido del convento, con miras a venderlo sin más demora.
Era uno de esos perfectos días de abril, de cielo despejado y azul. La gente tenía las ventanas abiertas. Joseph corría dejando atrás los olores de las comidas del mediodía y recordó que a los seguidores de Caussade se les conocía con el mote burlón de «devoradores de cebollas».
El puente estaba atestado de gente. Se abrió paso a empellones, gritando:
– ¡Paso! ¡Soy médico! ¡Dejadme pasar!
Una mujer gruesa con una blusa estampada con flores rojas, exclamó:
– ¡No hace falta empujar! -Y le dio un codazo en las costillas. Él siguió andando tambaleante.
En la cabeza del puente, una docena de «devoradores de cebollas» bloqueaban el acceso a la otra orilla.
– Soy médico -dijo él al más próximo-. Dejadme pasar.
– Nadie puede cruzar el puente. Orden del alcalde y el consejo municipal.
– Hay gente muriendo en esas calles. Sus amigos y vecinos podrían estar entre ellos.
El hombre acercó su horquilla a la nariz de Joseph.
– Lo dudo. Y nadie puede cruzar el puente.
De pronto Joseph vio una cara conocida.
– ¡Pierre Berger! Te alegraste mucho de verme cuando tu hijo se cayó del cobertizo. ¡Déjame pasar!
Berger se frotó un pie contra el otro.
– Tal vez, sargento… -empezó.
Un chico que se había subido al parapeto escogió ese momento para arrojar un nabo al sombrero del sargento y dio a Berger en pleno pecho. Se alzaron gritos de los hombres que Joseph tenía delante y una ovación de la multitud a sus espaldas.
Luego se oyó un disparo y el chico gritó. Momentos más tarde lo oyeron caer ruidosamente al agua.
Los oficiales se acercaron a caballo a la hilera irregular de guardias.
– ¿Problemas? -inquirió el que había disparado. Despreocupado, con una sonrisa. Levantó el arma en dirección a Joseph sin molestarse en mirarlo.
De no haber sido por la multitud a sus espaldas, habría huido. Habría suplicado, si hubiera encontrado las palabras.
Fue Berger quien habló, frotándose el pecho.
– Es el doctor Morel. Pide que le dejemos pasar por si hace falta un médico.
Esta vez el oficial miró a Joseph y lo escudriñó largamente: pelo grueso, peinado hacia delante, lentes, camisa arrugada, un maletín de cuero aferrado con ambas manos, botas grandes y sucias. Volvió a sonreír y, haciendo un gesto con su arma, puso el caballo de lado.
– Faltaría más. Dejadlo pasar. ¿Por qué no?
Joseph advirtió que al otro lado del puente ya no se oían disparos.
Un niño pequeño estaba sentado en un parterre, con sus rollizas piernas estiradas ante él. Su niñera flirteaba en la despensa y la balaustrada lo ocultaba de su madre, de modo que aprovechaba la oportunidad, que no había tenido hasta entonces, de llevar a cabo un experimento en torno al sabor de las margaritas.
Las niñas, en el jardín, gritaban y se perseguían unas a otras. En la terraza, un bebé dormía en una cuna de mimbre a la sombra. En una bandeja de plata había café, nata, azúcar y una fuente azul y blanca de fresones rojos.