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Septiembre, un día de cielos que se disuelven entre azul y gris, el viento no exactamente frío sino afilado por los bordes. Aspira una profunda bocanada de aire, saboreando su limpia salinidad.

Se han quitado los zapatos y las medias, y pasean por la playa que describe una curva hacia el sur del puerto donde las casas se apiñan como mejillones. El mar está veteado de púrpura y marrón por donde las rocas negro pizarra se sumergen en el agua. Los dedos de los pies de su hijo se curvan sobre la arena a medida que avanza haciendo eses, con las manos levantadas y riéndose de un setter marrón y blanco que se precipita ladrando estúpidamente hacia las gaviotas, las cuales ni se inmutan. Con los años ha tomado mucho cariño a las niñas. ¿Cómo no iba a hacerlo? Son pequeñas, se caen y se hacen daño, una de ellas tiene miedo a las polillas, la otra le confiesa que lo que más le gusta en el mundo es la luna en el agua. Tienen el llanto y la risa fáciles; deslizan sus manitas en la suya y le hacen preguntas serias, mirándolo con ojos azules sin reservas.

Pero no ha tenido que aprender a querer a su hijo; la ternura, involuntaria como la marea, lo inundó desde el momento en que por primera vez sostuvo en brazos su diminuto cuerpo. Ya discierne inteligencia en su forma de razonar, en los ojos color avellana brillantes y los rápidos movimientos que ha heredado de su madre; y también algo de su propia tenacidad, una persistente concentración que lo calma y llena sus gestos de determinación.

Las gaviotas azotadas por el viento revolotean y chillan. Respeta las curvas peladas de esta costa, todos los excesos podados por el viento y el agua.

Con las rodillas rectas, el hijo se deja caer en la pálida arena donde una estela de algas verde esmeralda ha llamado su atención entre los fucos ocres y aceitunados. Las enrolla alrededor de sus gruesas muñecas murmurando para sí como el océano. El perro se sacude, rodándolo de gotas frías, luego se tumba a su lado y empieza a mordisquear un palo.

Algo hace que Joseph se vuelva y mire hacia el fondo de la playa.

Donde el camino muere en las dunas rematadas de penachos de hierba, hay una mujer vestida de negro. Al cabo de un rato esta levanta una mano. Él vacila, mirando al niño y al perro; luego echa a andar despacio hacia ella.

Tiene los anteojos salpicados de agua y sal; los limpia con la camisa.

Del gorro negro de la mujer se escapan tirabuzones negros que le azotan la cara. Ella se los aparta, ladeando la cara en un ángulo que él conoce.

– ¿Claire? -Y echa a correr, levantando arena.

Ella sonríe.

Él tropieza y cae en sus brazos.

– Joseph, querido Joseph -dice Mathilde, dándole palmaditas en la manga. Dice-: Tu mujer me ha dicho que te encontraría aquí. Que no hay forma de alejarte del mar y que no para de encontrar arena en tus bolsillos. -Dice-: Mi padre murió hace once semanas. -Dice-: Debo decir que esos nuevos anteojos son una gran mejora.

De nuevo se retiran las olas, y el pasado es una confusión de piedras brillantes en una playa, cristales alisados por el agua, plumas ahogadas en el mar, no pasa un día sin que él no examine el despliegue familiar.

– Te buscamos -dice Mathilde por fin-. El doctor Ducroix fue a buscarte, pero tu casera dijo que te habías ido.

– Nos marchamos en cuanto me soltaron. Cuando se enteraron de lo ocurrido en París y todo cambió. No podíamos quedarnos en Castelnau. Para Lisette, y las niñas…, era insoportable.

– Todavía hablan de ti allí, ¿sabes? Cómo mataste a nuestro monstruo, a nuestro Robespierre. Te habrían erigido una estatua si te hubieras quedado.

– También era insoportable para mí -dice él-. He querido escribir muchas veces, pero ¿qué podía decir? -Dice-: Matty, qué delgada estás. Demasiado.

Es cierto. Las muñecas le sobresalen, tiene ojeras azuladas, su tez sigue siendo luminosa, pero blanca como el papel, sus mejillas ya están perdiendo su redondez. En ciertos ángulos ve la urgencia de los huesos presionando bajo la carne.

Está guapa.

Tiene mala cara.

– Me propongo volverme pechugona en el Nuevo Mundo -dice ella-. Según Claire, es un requisito obligatorio de la vida en una plantación.

Va a partir desde Burdeos, cien kilómetros al norte, a finales de semana.

– Todo el mundo dice que la travesía es horrible, así que cuento con disfrutarla.

Le dice que el doctor Ducroix se niega a jubilarse, que Isabelle tiene un hijo, que Chalabre lleva tres años como alcalde de Castelnau.

Han vendido Montsignac, le dice, mientras ellos están allí, encaramados en el borde del mundo, a las puertas de un nuevo siglo cuyos pétalos permanecen cerrados en torno a secretos inimaginables.

– La compró Pierre Coste. ¿Te acuerdas de Pierre? La casa, lo que quedaba de las tierras, los muebles, hasta el reloj. Le dije que no daba bien la hora, pero él dijo que para eso nos daba Dios el sol y las estrellas, y que de todos modos no había modo de discutir con su mujer cuando se le metía algo entre ceja y ceja.

Por encima del hombro de ella, él ve un coche esperándola en el recodo del camino. Más allá, el monte se extiende hacia el interior, enormes extensiones arenosas cubiertas de pinos que se cultivan por su resina; en invierno la casa huele a las pinas que a las niñas les gusta arrojar al fuego. Pero la mayor parte de la escasa población de la región es terriblemente pobre: la venta de la resina representa grandes beneficios para los dueños de la tierra, de modo que no hay incentivo para mejorar el suelo para otros cultivos.

La gente se muere de hambre aquí.

Cuando besa a su mujer, sabe a sal.

Mar, cielo, monte: una región descolorida como maderos que flotan a la deriva. Él se aferró a los restos de su buque naufraga-do y estos le trajeron vientos cargados de sal, olor a pino, arena blanca y fina que se mete por todas partes, las uñas, los puddings, coge un libro y hay granos entre las páginas.

– Es bonito este lugar -dice ella mirando el mar-. ¿Sabes que hasta esta mañana nunca había visto el océano?

El setter ha estado entrando y saliendo del agua dando brincos, persiguiendo las olas que se retiran y abalanzándose sobre la espuma. Después de haber advertido tardíamente la presencia de la intrusa, se acerca corriendo por la playa, se detiene con un patinazo, finge gruñir y, pasando por alto las protestas de Joseph, se pega alegremente a las faldas de Mathilde.

Ella se inclina y le acaricia la sedosa cabeza.

– Brutus -dice él-. ¿Qué ha sido de Brutus ?

– Fue al primero que mataron. Estaba encerrado en la cocina, pero escapó, por supuesto, y mordió al oficial que hizo el arresto. De modo que le pegaron un tiro. -Irguiéndose, ella lo mira-. Es extraño. Siempre pensé que vendrían por la noche. Pero fue por la mañana, cuando acabábamos de desayunar.

Los barrones que cubren las dunas están enredados de convólvulos rosas.

En los charcos que se forman en las rocas al bajar la marea, el viento agita el agua.

Ella dice a Joseph que tiene un regalo para él en el coche.

– Espera aquí con los ojos cerrados -dice.

Cuando le deja abrirlos, a sus pies hay un rosal.

– Pierre lo encontró medio asfixiado por las malas hierbas cuando paseaba por el jardín.

Está contrahecho, demasiado crecido, repleto de flores.

Él no ve con claridad.

– Mira -está diciendo ella-, mira.

Atado a la rama más baja hay un letrerito de madera. Y en él, en pintura tan gastada que apenas se lee: L'Avenir.

El Futuro.

Él se quita los anteojos.

Oculta la cara en rosas de color carmesí.

– ¡Papá!

Con el perro corriendo en círculos furiosos a su alrededor, el niño se ha acercado con dificultad por la arena y está parado al pie de las dunas mirándolos, sin saber muy bien qué hacer a continuación.

– ¡Papá! -vuelve a gritar, y levanta los brazos.

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