Las calles estaban llenas de gente: abanicándose en los portales, paseando, riendo fuera de las tabernas. En mitad de una plaza, una mujer cantaba en italiano algo cadencioso y altisonante, de una ópera sin duda. La voz lo siguió por la calle que llevaba al río, donde habría un café y, con suerte, brisa del río; tarareó varios compases en voz baja.
Más adelante, en la esquina, el Victoire cubría de rectángulos de luz ámbar los adoquines. Un hombre que caminaba con prisas lo miró; y se reconocieron a la vez.
– ¡Morel! -Los dedos de Chalabre le aferraron el brazo, sintió su aliento a pepinillo en la cara, se vio empujado contra una pared, hacia la sombra-. ¿Por qué ha vuelto?
El ajetreo del café quedaba a unos metros escasos; el corazón de Joseph latió con más fuerza aún. Si su ausencia había sido advertida, eso solo podía significar que seguían sus movimientos.
– Un asunto de familia -logró decir-. He tenido que ausentarme unos días.
Los dedos se le hincaron con más firmeza en la carne. La gente moría de insolación, de modo que Chalabre iba, naturalmente, bien abrigado con una chaqueta de corte impecable y diseño irreprochable. La tela gris plateada parecía suave y cara.
– Le estuve buscando. En cuanto cogieron al chico. Encontraron su nota, por supuesto, cuando los arrestaron. Tenemos que hablar, Morel, nos asesinará a todos si no lo detenemos. Ha estado divulgando rumores sobre mí…
A Joseph nunca le habían gustado los pepinillos y se le revolvió el estómago vacío.
– ¿Los arrestaron? ¿A quién arrestaron junto con la marquesa?
– ¿La esposa de Monferrant? Pero si ella y el norteamericano… ¿No ha estado usted ayudándolos a escapar?
– ¿Quién? -gritó, y se aferró a una solapa plateada y resbaladiza como la piel de un pez.
La voz de Chalabre siguió sin parar.
Los centinelas que montaban guardia fuera de la charcutería tenían las chaquetas desabrochadas y los sombreros echados hacia atrás. Al reconocer a Joseph, el de más edad se puso a quejarse del calor, su rodilla mala, la jornada tan larga, el sueldo inadecuado.
Cuando se abrió la puerta, el aire viciado y el olor a comida lo engulleron.
Oyó una exclamación y la siguió a través del oscuro pasillo, donde los azulejos estaban frescos contra la mejilla. En el comedor había un mantel rojo brillante sobre la mesa, la ventana estaba abierta y el olor era mucho peor.
Se aferró al respaldo de una silla.
Ricard, en mangas de camisa, cogió la licorera al tiempo que chasqueaba con la lengua en señal de desaprobación.
– Di a ese tipo instrucciones de no decirte nada y enviarte directamente aquí. Le he tenido apostado en tu casa desde… Un asunto terrible.
El vaso chocó contra los dientes de Joseph.
– Chalabre debió de hacerme seguir hasta el hospital y se enteró de nuestra conversación. Te dije que tiene espías en todas partes.
Él cerró los ojos.
– ¿Y… tu viaje? -La voz de Ricard era indecisa.
Él siguió bebiendo.
– Un asunto terrible. Trágico.
Él se palpó la camisa, sacó la nota que le habían entregado en Cahors y se la pasó deslazándola por la mesa. Ricard rompió el sello y desdobló el papel. Movió rápidamente los ojos de un lado a otro.
Joseph miró su vaso. ¿Por qué estaba vacío?
El alcalde apartó una silla -un chirrido sobre las tablas de madera- y se sentó.
– Me ocuparé de todo, por supuesto. Tendrás que permanecer escondido unos días. Pero solo hasta que lleguen los refuerzos.
El mantel no era rojo, sino marrón. Sobre él había pan, una tabla, un cuchillo, medio queso amarillo cremoso rezumando en un plato de flores. Dos velas. Un recipiente lleno de ciruelas. Una pipa. Le Citoyen de esa mañana abierto, boca abajo. Reparó en la fecha: 8 termidor.
– He hablado con Chalabre -dijo él.
Ricard volvió a clavar la mirada en la carta. Sus ojos eran ahora de un azul transparente, impasible. Sacó el tabaco de un bolsillo sin dejar de mirar a Joseph a la cara.
– Sé que fuiste tú quien ordenó los arrestos.
– Joseph…
Su nombre otra vez. No pudo evitar reírse.
– No debes creer nada de lo que ese hombre… -Los dedos de Ricard se cernían alrededor de su boca.
– Si Chalabre hubiera estado detrás de ello, no habría esperado a que la hermana escapara. Habría enviado a los agentes a la casa ese mismo día. Querías que Claire escapara para tener algo de que acusar a Sophie.
– Joseph, yo…
– ¿Por qué lo hiciste?
La voz a su espalda fue tan inesperada como la lluvia.
– La gente que no ve las cosas como mi marido siempre recibe su castigo -dijo Lisette. Debajo de su chal verde llevaba un vestido de color marfil; sus pies pequeños estaban descalzos-. ¿De verdad creíste que no te castigaría a ti?
– No seas necia -dijo Ricard-. Es el calor, Morel.
Pero Joseph miraba fijamente a Lisette.
Ella salió de las sombras y entró en la habitación.
El alcalde empujó su silla hacia atrás -¡ese ruido!- y se levantó con su habitual parsimonia.
Ella movía los brazos hacia un lado y otro para que Joseph los viera.
– Cuando era joven me acosté con hombres a cambio de dinero. Pero no se lo dije a Paul hasta que estuvimos casados. -El chal se le resbaló y cayó al suelo. Y, alargando una mano por delante de Joseph, cogió el cuchillo.
– Se hace ella misma esas heridas, doctor. He tratado de hacerle entrar en razón, de suplicarle. -Ricard se acercaba desde el otro lado de la mesa con una mano alargada, esos bonitos y esbeltos dedos.
Pero Joseph llegó antes a ella.
El constante esfuerzo de Lisette por limpiar su vida a base de frotar: ¿por qué había visto orgullo donde debería haber reconocido miedo?
Ella no ofreció resistencia cuando él le arrebató el cuchillo.
Había un estudiante inclinado sobre un cadáver rosa grisáceo, cada detalle barnizado de la memoria sellado y brillante. Luego giró la muñeca y el cuchillo se deslizó dulcemente entre los huesos.
A las ocho de la mañana el sol cae en el patio como una espada.
La noche anterior escribieron con tiza un número en su puerta, de modo que sabía que los pasos se detendrían allí esa mañana. La correspondencia de los prisioneros pasa por el alcaide de la prisión, así que no ha escrito a Joseph. Pero ha dado al guardia una carta para su padre, que aún no ha vuelto en sí, y otra para Mathilde. Ha escrito que siempre los querrá. Les pide que la recuerden.
Uno de los inconvenientes de la muerte anunciada públicamente es su predisposición a la trivialidad.
Los hombres ya están esperando en el carro. Ve al violinista, con los rizos muy cortos. Y, detrás de él, una cara morena y arrugada, unos ojos de mono, llenos de vida…
– ¡Rinaldi!
La tímida sonrisa de siempre. Es ahora cuando ella se echa a llorar.
Al buhonero le gustaría cogerle la mano, pero las tiene atadas a la espalda, de modo que lo único que puede hacer, mientras el carro se pone en camino, es permanecer lo más cerca posible de ella, apoya la cara en su hombro, doblan una esquina y se está fresco a la sombra de los plátanos, luego el carro vuelve a salir entre crujidos al sol y ya han llegado.