El reloj de la repisa de la chimenea da la hora. Pronto Jacques llegará con su digestif y algo que comer, algo… pequeño y delicioso.
Segrega saliva anticipadamente.
Se inclina una vez más sobre sus libros y papeles. Cuando la puerta se abre, dice:
– ¿Sabías que antaño las grandes aves se servían enteras, con todas sus plumas? Para los grandes banquetes era habitual arrancar la piel del ave sin rasgarla, tarea endiabladamente peliaguda, diría yo. Se asaba el ave a fuego lento y, una vez hecha, volvía a envolverse en su piel y se llevaba a la mesa. Me cuesta creer que eso mejorara el sabor ya dudoso, imagino, de los cisnes, cigüeñas y garzas.
– Repugnantes criaturas grandes. ¿Por qué querrían comerlas pudiendo saborear un bonito y delicioso zorzal?
– Eres un producto ejemplar de nuestros tiempos, Jacques. Hasta hace un par de siglos que las grandes aves de rapiña no cayeron en desgracia y la gente empezó a comer becadas, currucas, zorzales, alondras y hortelanos. En mi opinión, la sustitución de las aves grandes y decorativas por las pequeñas y sabrosas señala el cambio de la preocupación de nuestros antepasados por el aspecto de un plato a nuestra preocupación por su sabor.
– Berthe se toma muchas molestias con la masa. No creo que le gustara oírle decir lo contrario.
– Ya lo creo, ya lo creo; los crujientes esfuerzos de Berthe son deliciosos. Pero ella no añade colorantes incomestibles como lapislázuli en polvo u hojas de estaño, y cuánto mejor. Eso es lo que habría hecho su bisabuela, con el único objeto de conseguir un plato visualmente asombroso. Hoy día discriminamos entre la salsa marrón y la blanca o entre las grosellas rojas y las verdes porque apreciamos por encima de todo su distinto sabor, y el placer visual que puedan proporcionarnos es una consideración secundaria. Me atrevería a sugerir que la importancia que hoy se da al gusto en un sentido literal corre parejo con nuestros debates sobre arte y literatura en la creciente preocupación por el buen o mal gusto en lo figurativo. Escucha esto…
Revuelve entre el desorden de su escritorio, da la vuelta a un pisapapeles de latón, esparce un fajo de papeles, encuentra el volumen que busca…
– Aquí tienes a Voltaire: «Del mismo modo que el mal gusto en el sentido físico consiste en recrearse únicamente en un exceso de condimentos o en condimentos demasiado fuertes, el mal gusto en las artes está en recrearse únicamente en el ornamento afectado y no responder a la belleza natural». -Satisfecho, levanta la mirada hacia Jacques-. ¿Qué te parece?
– No veo cómo puede saber eso acerca de la bisabuela de Berthe cuando la abandonaron en el porche de la iglesia del pueblo siendo un bebé… Me lo dijo ella misma.
Por un instante, Saint-Pierre se queda atónito. Luego ríe y cierra el libro.
– Los historiadores se olvidan de lo que interesa a la gente -dice-, por eso la mayor parte de la historia es un tostón.
Por toda respuesta, Jacques deja en el escritorio un plato con un dibujo rosa y dorado, un superviviente de la vajilla de Sévres.
– Blancmange -anuncia-, Blancmange blanca con salsa de frambuesas roja.
Saint-Pierre se inclina hacia delante.
Se lleva a los labios una temblorosa cucharada.
Abre la boca.
Cierra los ojos.
El chico que hacía recados a Joseph le trajo la noticia de que Luzac había sido elegido alcalde y Ricard tenía un cargo en el ayuntamiento. Después de días lloviznando, la combinación de la buena noticia y el sol de junio fue irresistible. Por una vez, la sala de espera estaba vacía. ¿Por qué no?, pensó, y cerró con llave la puerta antes de cambiar de opinión.
Se sentía alegre y lleno de buena voluntad; exactamente igual que aquella ocasión en que había salido a dar una vuelta en barca en lugar de quedarse estudiando para un examen. ¿Cómo se llamaba ese estudiante suizo con la mancha de nacimiento roja en el cuello que se había caído al agua y después casi murió de fiebres?
Un gato rayado que dormitaba en un muro al sol ronroneó cuando le hizo cosquillas en las orejas. Pensaba en una chica que olía a violetas y cebollas, cómo había apagado de un soplo la vela de su mesilla de noche. Silbó de forma poco melodiosa y un canario en un balcón le devolvió el silbido.
La charcutería de Ricard estaba en una de las pocas calles respetables de Lacapelle, un vecindario donde vivían y hacían compras los artesanos y comerciantes. Joseph pasó por delante de una ferretería y una confitería, ambas cerradas porque era mediodía, descanso que duraba hasta las tres y media. Dos niñas, con vestidos idénticos, jugaban con un aro en la calle. En sus miembros sólidos y el color de su tez y su pelo no vio rastro de Lisette; aunque tal vez los cabellos color zanahoria de la más pequeña tenían tendencia a ensortijarse. Les sonrió y ellas se quedaron mirándole con los ojos azul mate de su padre. La charcutería también seguía cerrada. Pero la joven sentada en el escalón, vigilando con apatía a las niñas mientras desvainaba guisantes en un cuenco de esmalte azul, le aseguró que la familia hacía rato que había terminado de comer y fue a buscar a su señora. Fue Ricard, sin embargo, quien apareció en el callejón cubierto que corría paralelo a la tienda, llenando el estrecho espacio con sus anchos hombros. Recibió la enhorabuena de Joseph con una amplia sonrisa e insistiendo en que pasara y brindara por la ocasión.
Dentro, el olor a guiso era abrumador. Se hizo aún más intenso cuando siguió a Ricard por un estrecho pasillo de baldosas verdes y blancas hasta la trastienda. Pero la habitación en sí era bastante agradable: había un jarrón verde con flores amarillas en la mesa, cubierta con un hule marrón oscuro; las paredes estaban empapeladas, como se había puesto de moda recientemente, a rayas amarillas y verdes. En una esquina relucía un busto de yeso… ¿de Casio?, uno de esos republicanos de la Antigüedad que volvían a estar de moda. El entarimado del suelo, el hule y el aparador de nogal brillaban. Si la familia había almorzado allí, no había rastro de comida: ni una miga o mancha en la mesa.
Ricard le contaba con despreocupado orgullo que la mayor parte de la comida que vendían en la tienda la producían ellos. Se acercó cojeando a otra puerta abierta y se hizo a un lado para que Joseph echara un vistazo dentro. La pared del fondo de la enorme cocina estaba ocupada por un enorme fogón de hierro forjado. Vio tenedores de mango largo, cuchillos, una colección de sartenes, una palangana llena hasta el borde de un líquido oscuro, la superficie de una mesa enorme cubierta de marcas, un tarro de grasa dorada, baldosas del color de la sangre seca, dos cubos junto a la puerta que daba al patio. Un muchacho alto con fuerte acné estaba de pie ante la mesa metiendo mantequilla salpicada de perejil en el caparazón de un caracol.
Ricard cortaba en lonchas una salchicha seca de grano grueso y las dejaba en un plato. La había hecho él, dijo, con cerdo, beicon, sal y pimienta verde, todo embutido a mano en la piel de la salchicha; Joseph tenía que probarla. También tenía un jamón cocinado au foin especialidad de la casa: solo la parte superior de la pata de cerdo, que se dejaba cuatro días en salmuera, se envolvía en una mezcla de pipirigallo seco y clavo, y se cocinaba en un courtbouillon. Era el mejor jamón de todo Castelnau, podía asegurárselo.
La cocina estaba todo lo impecable que podía estar un lugar, y por la puerta del patio entraba aire fresco. Sin embargo, el calor era terrible y el olor insoportable. Joseph entonces creyó entender por qué Lisette estaba tan delgada; él mismo perdería el apetito si se sentara cada día a comer con ese olor en las fosas nasales. No era de extrañar que fregase las habitaciones como quien elimina el rastro de un crimen. Murmuró las palabras de admiración que se esperaban de él y, aceptando el plato que le ofrecía, se alegró cuando por fin se cerró la puerta de ese lugar infernal.
El carnicero sacó dos vasos y una botella de un líquido incoloro del aparador. Licor de ciruela, dijo, hecho por su madre, que vivía con su hija casada en un pueblo una legua al sur. Tenía la camisa arremangada, dejando al descubierto unos antebrazos musculosos que terminaban en manos delgadas y bien moldeadas, como si se hubiera despertado con prisas y puesto en las muñecas el par que no debía.
Entrechocaron los vasos y bebieron por la Revolución. Joseph bebió de un trago el licor y jugueteó con sus lentes mientras Ricard volvía a llenarle el vaso. Pero el carnicero solo comentó que tenían bastantes motivos para estar de celebración.
– No hace ni dos meses que yo estaba en prisión y Castelnau pertenecía a Caussade.
Bebieron cada uno a la salud del otro. Esta vez Joseph lo hizo circunspecto, luego señaló con el vaso la cicatriz roja que su amigo tenía sobre el ojo izquierdo.
– ¿Estás totalmente recuperado? ¿No tienes dolores de cabeza? -Preguntó seguro de la respuesta, pero queriendo oírla de todos modos.
Ricard se llevó una mano a la cicatriz.
– Me olvido de que está ahí. -Sacando la pipa y el tabaco, sonrió a Joseph-. Por lo que tengo que estarte agradecido.
– Olvídalo -dijo, encantado-, era una herida poco profunda. Se habría cerrado de todos modos. -Movió en sentido circular el contenido de su copa-. Lo de Luzac sí que fue por poco. El hueso se hizo añicos, y si la gangrena se hubiera extendido… -Comió algo de jamón; era realmente delicioso.
Al cabo de un rato, Ricard dijo:
– Luzac habrá perdido en brazos, pero ha logrado enriquecerse en otros sentidos. -Y ante la mirada de incomprensión de Joseph-: ¿No lo sabes? Ha comprado las granjas y todas las tierras que pertenecían al convento. ¿Por qué crees que recriminaba furioso a Caussade que pospusiera la venta?
– Bueno… porque es contrarrevolucionario.
– La gente como Luzac solo ve la Revolución como una oportunidad única para hacer negocios. También está comprando las tierras de Caussade.
– Pero yo creía que Luzac estaba de nuestra parte -soltó Joseph. Se bebió su licor de ciruela desafiante cuando Ricard sonrió.
El carnicero se inclinó hacia delante.
– Tienes toda la razón, y no está bien que me ría. Es el licor, ¿sabes?, no tengo cabeza para él, y menos al mediodía.
Siguió un rato de silencio. Luego Joseph dijo:
– Todo era más sencillo hace dos años, ¿verdad? -Preguntándose si eso también era ingenuo, se arriesgó a mirar los ojos azules de Ricard.
– Sí, pero el ochenta y nueve solo fue el comienzo. Cuando las cosas se ponen difíciles es fácil que un hombre se extravíe. Si el objetivo a conseguir merece la pena, la lucha tiene que ser forzosamente larga y complicada. -Ricard hablaba a menudo en voz baja, incluyéndote en la intimidad de sus pensamientos.