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Capítulo X

Log-book .- Esta mañana, levantado antes de que llegara el día, expulsado de mi cama por una angustia lacerante, he errado entre las cosas desoladas por la ya demasiado larga ausencia del sol. Una luz gris que caía de un cielo lívido borraba los relieves, descomponía los colores. He ascendido hasta la cima del macizo rocoso, luchando con todo mi espíritu contra la debilidad de mi carne. Tendré que cuidar en lo sucesivo de no despertarme nunca antes de la salida del sol. Sólo el sueño permite resistir el largo exilio de la noche y sin duda ésa es su razón de ser.

Por encima de las dunas del levante se alzaba una capilla ardiente rojiza en la que se preparaban misteriosamente las ceremonias de la heliofanía. He puesto una rodilla en tierra y me he recogido, atento a la metamorfosis de la náusea que habitaba en mi interior, en una espera mística en la que participaban los animales, las plantas e incluso las piedras. Cuando he levantado los ojos, la ardiente capilla había desaparecido y lo que había era un gigantesco altar que cubría la mitad del cielo con su masa chorreando oro y púrpura. El primer rayo se ha posado sobre mi cabeza, como la mano tutelar y hecha para bendecir de un padre. El segundo rayo ha purificado mis labios, como antaño un carbón ardiente purificó los del profeta Isaías. A continuación dos espadas de fuego tocaron mis hombros y me puse de pie, caballero solar. Inmediatamente un haz de flechas ardientes penetraron en mi rostro, mi pecho y mis manos y la pompa grandiosa de mi consagración concluyó mientras que mil diademas y mil cetros de luz cubrían mi estatua sobrehumana.

Log-book .- Sentado sobre una roca, hunde con paciencia un hilo en el remolino de las olas para tratar de capturar trillas. Sus pies desnudos, que sólo se apoyan en la roca con los talones, cuelgan hacia el mar prolongando sus piernas. Parecen aletas largas y finas que van perfectamente con su cuerpo de tritón moreno. Me doy cuenta de que frente a los indios, que tienen el pie pequeño y la pantorrilla prominente, Viernes tiene el pie largo y la pantorrilla apenas resaltada, característica de la raza negra. ¿Existe quizás una relación siempre inversa entre esos dos órganos? Los músculos de la pantorrilla se apoyan sobre los huesos del talón, como sobre el brazo de un palanca. Y cuanto más larga es la palanca, menos trabaja la pantorrilla para hacer avanzar al pie. Esto explicaría la gran pantorrilla y los pies pequeños de los amarillos y lo contrario en los negros.

Log-book .- Sol, líbrame de la gravedad. Limpia mi sangre de esos humores espesos que, desde luego, me protegen del desgaste y de la imprevisión, pero que destruyen el impulso de mi juventud y apagan mi alegría de vivir. Cuando contemplo en un espejo mi rostro pesado y triste de hiperbóreo, comprendo que los dos sentidos de la palabra gracia -el que se aplica al bailarín y el que concierne al santo- pueden juntarse bajo un determinado cielo del Pacífico. Enséñame la ironía. Haz que aprenda la ligereza, la aceptación sonriente de los dones inmediatos de este día, sin cálculo, sin gratitud, sin miedo.

Sol, hazme semejante a Viernes. Dame el rostro de Viernes, hecho para la risa, esculpido enteramente para la risa. Esa frente muy amplia, que parece huir hacia atrás, coronada por una guirnalda de bucles negros. Ese ojo constante iluminado por la burla, penetrante por la ironía, aguzado por la tontería de todo lo que ve. Esa boca sinuosa con las comisuras alzadas, ansiosa y animal. Ese balanceo de la cabeza sobre los hombros para reír mejor, para mejor dotar de risibilidad a todas las cosas que hay en el mundo, para mejor denunciar y desenredar esos dos modos de huir: la idiotez y la maldad…

Pero si mi compañero eolio me atrae así hacia él, ¿no es acaso para que me vuelva hacia ti? Sol, ¿estás contento de mí? Mírame. ¿Mi metamorfosis se realiza suficientemente en el sentido de tu llama? Mi barba, cuyos pelos vegetaban en dirección a la tierra, como otras tantas raíces geotrópicas, ha desaparecido. En contraposición, mi cabellera riza sus bucles ardientes como una hoguera que tiende hacia el cielo.

Soy una flecha dirigida hacia tu foco, un péndulo, cuyo perfil perpendicular define tu soberanía sobre la tierra, el estilete del cuadrante solar sobre el que una agujita de sombra inscribe tu marcha.

Soy tu testimonio, de pie sobre esta tierra, como una espada templada en tu fuego.

Log-book .- Lo que más ha cambiado en mi vida es el transcurso del tiempo, su rapidez e incluso su orientación. Antaño cada jornada, cada hora, cada minuto estaba de algún modo inclinado hacia la jornada, la hora o el minuto siguiente y todas juntas eran aspiradas por el esbozo del momento cuya inexistencia provisional creaba como un vacuum . De este modo el tiempo pasaba de prisa y útilmente tanto más de prisa cuanto más útilmente era utilizado, y a sus espaldas dejaba un amasijo de monumentos y desperdicios que se llamaba mi historia. Quizás aquella crónica en la que yo estaba embarcado habría terminado, tras miles de peripecias, por «girar» y regresar a su origen. Pero esa circularidad del tiempo seguía siendo el secreto de los dioses y mi corta vida era para mí un segmento rectilíneo cuyos dos extremos apuntaban absurdamente hacia el infinito, del mismo modo que nada en un jardín de pocas áreas revela la esfericidad de la tierra. Sin embargo, algunos indicios nos enseñan que existen claves para la eternidad: el almanaque, por ejemplo, cuyas estaciones son un eterno retorno a escala humana, e incluso el modesto paso circular de las horas.

Pero para mí, a partir de ahora, el ciclo se ha comprimido hasta el punto de que se confunde con el instante. El movimiento circular se ha hecho tan rápido que no se distingue de la inmovilidad. Se diría, como consecuencia, que mis jornadas se han enderezado. Ya no corren las unas tras las otras. Se mantienen de pie, verticales, y se afirman con orgullo en su valor intrínseco. Y como no están diferenciadas por las etapas sucesivas de un plan en vías de ejecución, se parecen de tal modo que se superponen exactamente en mi memoria y me parece que revivo, sin cesar, la misma jornada. Desde que la explosión destruyó el mástil-calendario no he sentido ninguna necesidad de medir mi tiempo. El recuerdo de aquel memorable accidente y de todo lo que lo preparó se mantiene en mi espíritu con una vivacidad y una frescura inalterables, prueba suplementaria de que el tiempo quedó fijado en el mismo momento en que la clepsidra voló por los aires en mil pedazos. Desde ese momento, ¿acaso no estamos Viernes y yo instalados en la eternidad?

No he terminado todavía de asimilar todas las implicaciones de ese extraño descubrimiento. Conviene, en primer lugar, recordar que esta revolución -por repentina y literalmente explosiva que fuera- había sido anunciada y quizás anticipada por algunos signos precursores. Por ejemplo, la costumbre que yo había tomado, para escapar al calendario tiránico de la isla administrada, de detener la clepsidra. Fue primero para descender a las entrañas de la isla, como uno se sumerge en lo intemporal. Pero ¿no es precisamente esa eternidad adujada en las profundidades de la tierra la que ha sido arrojada hacia afuera por la explosión y ahora extiende su bendición a todas nuestras costas? O mejor aún, ¿no es la explosión, la eclosión volcánica de la paz de las profundidades, primero prisionera de la roca, como un grano enterrado, y ahora dueña de toda la isla, como un árbol que extiende su sombra sobre un área cada vez más extensa? Cuanto más pienso en ello, más me parece que los toneles de pólvora, la pipa de Van Deyssel y la inoportuna desobediencia de Viernes no son más que un rosario de anécdotas que encubren una necesidad fatídica que hacía su labor desde el momento mismo del naufragio del Virginia .

Otro ejemplo todavía: aquellos breves momentos de alucinación que yo tenía a veces y a los que denominaba -no sin intuición adivinatoria-«mis momentos de inocencia». Entonces me parecía entrever durante un breve instante otra isla oculta bajo el armazón de construcción y explotación agrícola con que yo había cubierto a Speranza. A aquella otra Speranza he sido transportado y en ella estoy instalado para siempre en un «momento de inocencia». Speranza ya no es más una tierra agreste que hay que hacer fructificar, ni Viernes es un salvaje al que debo amonestar. Tanto la una como el otro requieren toda mi atención contemplativa, una vigilancia maravillada, porque me parece -no, tengo la certeza- que a cada instante les descubro por primera vez y que nada empeña jamás su mágica novedad.

Log-book .- Sobre el espejo húmedo de la laguna, veo a Viernes que viene hacia mí con su paso calmo y regular y el desierto del cielo y del agua es tan vasto en torno suyo que no hay nada que proporcione su escala, de modo que igual podría ser un Viernes de tres pulgadas colocado en el hueco de mi mano el que se encuentra allí, que un gigante de seis toesas situado a una media milla de distancia…

Hele aquí. ¿Sabré yo alguna vez caminar con parecida majestad? ¿Puedo escribir sin ser ridículo que parece vestido en su desnudez? Marcha llevando su carne con una ostentación soberana, llevándose hacia adelante como una custodia de carne. Belleza evidente, brutal, que parece crear la nada en torno suyo.

Abandona la laguna y se aproxima a mí, que estoy sentado en la playa. Desde el momento en que ha comenzado a pisar la arena sembrada de conchas trituradas, desde que ha atravesado por en medio de ese montón de algas malvas y de aquella roca, devolviendo así un paisaje familiar, su belleza cambia de registro: se convierte en gracia. Me sonríe y hace un gesto hacia el cielo -como algunos ángeles en los cuadros religiosos- para señalarme sin duda que una brisa de sudoeste expulsa a las nubes, que se habían acumulado desde hacía varios días y que se va a restablecer durante largo tiempo la absoluta realeza del sol. Esboza un paso de danza que realza el equilibrio de plenitud y delicadeza de su cuerpo. Cuando llega cerca de mí, no dice nada…, taciturno compañero. Se da la vuelta y contempla la laguna por donde caminaba hace sólo un momento. Su alma flota entre las brumas que envuelven la caída de un día incierto, mientras deja su cuerpo plantado en la arena sobre sus piernas separadas y abiertas. Sentado a sus espaldas, observo esa parte de la pierna que está situada detrás de la rodilla -y que es exactamente la corva-, su palidez nacarada, la H mayúscula que allí se dibuja. Hinchada y pulposa cuando la pierna está tensa, esa garganta de carne se ahueca y se hace tierna cuando se dobla.

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